miércoles

LA MIRADA DE GUILLERMO FERNÁNDEZ



H.G.V. (reportajes remodelados)

QUINTA ENTREGA


EL DESAFÍO DE LA RECONEXIÓN CON UNA CULTURA SAGRADA
CUYAS REFERENCIAS ESTÁN POR ENCIMA DE LOS SERES VIVIENTES


En el libro-summa MANUEL ESPÍNOLA GÓMEZ de JORGE ABBONDANZA, que editó GALERÍA LATINA en 1991, hay una sección titulada TREINTA Y TRES ORIENTALES que agrupa reflexiones de personalidades de la cultura acerca del obrador solisense, y la última le corresponde a GUILLERMO FERNÁNDEZ. Ignoramos si fue escrita, grabada o recogida en apuntes, pero nos vamos a tomar la libertad de reproducirla agregándole el título que encabeza esta entrega y subtítulos que permitan digerirla con pausas orientadoras y desahogadoras de tanta lucidez junta en estos tiempos de tanta cerrazón. Será la primera vez, entonces, que se publique como un artículo ensayístico independiente.

Aquí la Historia que se toma en cuenta es una sola

Lo que puedo formular con respecto a Espínola Gómez es una reflexión de aficionado, con lo cual me sumo a la corriente nacional, porque todo el asunto de la plástica daría para ser estudiado como aquí no se hace. En este arrabal de Occidente, en este barrio apartado, han pasado cosas interesantes.

Los lenguajes han ido elaborándose, pero hay algunos que subyacen y otros que llegan con la modernidad. Estos últimos son la Historia, son los que cuentan, porque si con toda la soberbia (y la modestia) del caso tratamos de saber cómo participamos desde esta zona arrabalera en la corriente general y qué interpretaciones usamos, comprobamos que son todas modernas.

Cuando se habla de plástica se habla de actualidad y no de un proceso anterior. Aquí la historia de la plástica se abre con Besnes, con Blanes, con Gallino. Si hubo antes algunas formas, no están integradas a ningún proceso.

Espínola Gómez como prueba de la filtración del barroco entre los “ismos”

Tenemos una historia de las formas a partir de la modernidad que es laica (y gratuita, y obligatoria) en cuyo juego de tensiones surgen los “ismos”, esas tentativas que empiezan a lanzarse en el siglo XVIII como esfuerzos por crear hombres nuevos: el romántico es una tentativa de reacción frente a la Enciclopedia, un contracanto dentro del entretejido común.

El Romanticismo llega aquí y se produce una novela romántica, con rasgos del romanticismo francés que se trenza con el mundo criollo: las formas y el lenguaje son un entrecruce, un nexo entre formas que nos llegan del ámbito cultural general y una realidad que tiene algo de eso.

Se inventan mitos, como el gaucho y los charrúas, que van tomando consistencia y se convierten en referencia para todos. Y así llegamos a un Uruguay que se hace después de Latorre, porque antes era un potrero, se produce en él la discusión sobre su viabilidad, llegan los vascos, se alambran los campos. Frente al escepticismo o la confusión, va armándose algo: un país que marcha y que es liberal desde muy temprano. Los blancos y los colorados tenían una impronta liberal muy fuerte.

Ese mestizaje es la verdad del Uruguay, en el cual el barroco se cuela a través de la cultura guaraní, bajando desde las Misiones. Alguna vez Lezama Lima dijo que el idioma del Sur es la recreación de la inteligencia del barroco que pasa hasta nuestro tiempo. Espínola Gómez es una de las pruebas de ese pasaje.

Nos interesa heredar los campos pero no los símbolos

Ese es un mundo que trató de amasar al hombre nuevo con un barro en el que no quedara una sola piedra del pasado: la moña y la túnica de Varela son una de las formas de producir el hombre nuevo, pero el parnasiano y el dandy también son hombres nuevos. En medio de ese proceso, la modernidad no está dispuesta a heredar un lenguaje de símbolos: no los postula ni quiere heredarlos.

Las cosas que se promueven durante el siglo XIX son todas contestatarias, son una forma de protesta. No se manejan con los elementos que da la Academia Francesa, porque lo que sale de allí no les sirve: saben hacer otras señales en medio de ambientes intensos, rodeados de gente interesante. Son seres cuyo lenguaje se debe a su esfuerzo personal. En Van Gogh el lenguaje se elabora a partir de la Academia Holandesa, que no era muy ilustre, pero Pissarro y Gauguin lo instruyen y así forma su idioma hasta lograr un deslumbrante análisis de recursos que va juntando hasta revelar la inteligencia de esa elaboración. En él no hay otro programa que la tensión que él le impone a su lenguaje.

La Academia sevillana es otra historia. Allí la pintura tenía un sentido, una sociedad que se ocupaba de ella y se interesaba: en Sevilla había un idioma pictórico que venía de Caravaggio y al cual cada uno daba un desarrollo. Se aprendía un idioma que permitía luego la multiplicidad. Ese lenguaje visual tenía un manejo convencional con determinadas reglas dinámicas, y a esa variedad cada artista imprimía otras variedades. Eso habla de una cultura común, de un sistema unificado.

Mientras cierra la escuela de Versailles y desaparece el rococó, con cuarenta personajes volando entre las nubes, Louis David le prepara programas de arte a Napoleón y entonces en la École des Beaux-Arts se eliminan las grandes maneras para reproducir lo imaginario y sólo se reproduce lo visible. Ese cambio es una revolución, porque allí es cuando la Ilustración, el espíritu de la Enciclopedia, establece la nueva razón de la pintura.

El primer decálogo consiste en definir lo que es real, lo percibido, a través de todas las técnicas de la representación, como el brillo de una uña en medio del cuadro. Se asignan el rol de herederos del Renacimiento: sus procedimientos demoledores pretenden ser la verdad de los grandes maestros, la verdad de “lo que fue”. Se produce una cultura académica que es imitada, con un lenguaje que regimenta su visión de la realidad y hace rechinar cualquier tentativa de producir un símbolo, desplaza todo lo que no esté en el campo de lo real.

Admiración y desesperación

Y así el siglo XIX mira con admiración (y desesperación) el sistema perdido de un Rubens que trabajaba con veinte asistentes y el resultado no delataba desniveles, o de un Tiépolo que conseguía que pasara “de todo” en una superficie de treinta metros cuadrados sin que la geometría figurara allí como tal. Se trata de recuperar lo mejor del pasado -determinadas paletas, ciertas iluminaciones- mientras el otro puente de la Historia, la cultura romántica, se replantea establecer las nuevas “señales” que hagan falta y lleva dentro suyo la limitación de que cada individuo se construya el idioma que pueda.

Así, en medio del choque, vienen los “ismos”, en un mundo que deja un margen a la producción de los pocos símbolos que van quedando. Y Espínola Gómez viene de esa marca donde la esplendorosa referencia del Renacimiento se cruza con la necesidad de fabricar un idioma propio. Es como una característica agónica: una cultura sagrada cuyas referencias están por encima de los seres vivientes. Es un mundo que termina con nosotros: mientras produce los símbolos que sean necesarios, su medida es la caducidad y quizá por eso las etapas del trabajo van dándose en hombres como Espínola en ciclos que se interrumpen y mueren.

Caducidad y creencia

Pero la caducidad tiene otro alcance. El artista ha considerado necesario generar una especie de creencia, dentro de la cual la obra debe tener una visión del mundo. Claro que se trata apenas de la visión de un hombre, y no puede ir más allá. Lo geométrico en Torres García asume ese valor de creencia, genera en sus cuadros (como Mondrian) un valor que se cifra en eso, por lo cual la obra tiene una caducidad extra, determinada además por el empeño de que visualmente todo sea nuevo, que las imágenes no se parezcan a ninguna otra, que sean una novedad: estallidos de color, escalas que se rompen, negación de la armonía. La modernidad ha ido arrojándonos en eso: en una zona de extravagancia o macaneo que es el desarrollo de lo que en Van Gogh parece interesante y en otros es desastroso.

Tomando ese sostén de la creencia, y rozando las áreas de lo visualmente nuevo, Espínola Gómez avanza desde su etapa de impresionista uruguayo, donde el retrato de Fabini parece pintado como una suave parodia del impresionismo, sale del medio rural puro, se beneficia de la presencia fabiniana que es importante en la formación del mejor sentido que tendrá la obra del pintor (al que trasmite una disciplina inteligente, quizá a partir de su propio impresionismo musical) y desemboca en los cuadros del teatro abandonado y en los retratotes, pastosos, pesados de materia, que integran una serie preciosa.

Se desarrolla lentamente (él tiene un tiempo, tiene un tiempo), llega su contacto con las bienales que son una manera de arrimarse al gran círculo internacional, algo nuevo donde ve el Guernica, produciéndose su ingreso en lo abstracto, un gran “calce” en el siglo XX que produce algo muy interesante, similar a lo que ocurre con Barcala. Pero Barcala se va y a Espínola lo domina la melancolía nacional, queda aquí con sus amigos, participa con presencia dominante en el bajón del 68.

Intuición y exploración

Claro que él no tiene lo que tienen otros, que son “laburantes” del material a toda hora: él mantiene una distancia, engarza de a ratos en la tarea. Carece de una cultura teórica adecuada, lo cual provoca un lío que sería para especialistas, pero en su relación con una obra tan singular sucede algo parecido a lo que le pasa a Marosa Di Giorgio en literatura, que es el nexo de cultura e intuición, donde lo que importa en definitiva es el resultado. Igual que Felisberto Hernández, que era un lector muy interesante de textos ajenos, Espínola observa lo que hacen otros y ata hilos, saca conclusiones, sabe explorar. Tiene una pista razonable, establece una buena negociación con lo que hacen los demás.

Tal vez por eso lo que logró en el Palacio Estévez es una cosa tan interesante y valiosa. Se trataba de un edificio con partes internas sin estilo al que se le dio un sello del siglo XIX, suntuoso, muy refinado. Se le dio color y luz, algo muy lindo “dentro de la cancha” en que estaban. Era un edificio parcialmente desvirtuado y sin carácter, y ahora contiene un aporte muy atrayente que revela un ojo inteligente y reinscribe en esta cultura donde la tradición y la participación suelen darse juntas rara vez. Por todo eso, Espínola es una especie de juglar muy singular y muy rico; un creador, que sin embargo ha vivido en un mundo un poco seco para él.



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