CAPÍTULO 2: LA AVENTURA DE LA GLOBALIZACIÓN (II)
Las órdenes mendicantes que desembarcaron en América Latina de las naves de los conquistadores y más aún con la llegada de los Jesuitas en la segunda mitad del año 1500, son, de alguna manera, el punto visible de la conciencia globalizante de la Iglesia (11). ¿Usted encuentra esta conciencia en la Iglesia que actuó en los comienzos del descubrimiento y de la conquista?
Especialmente en el siglo XVI. La Iglesia latinoamericana es la primera gran Iglesia hija de la misión ad gentes de la cristiandad europea que, de hecho, llegó a todo el mundo.
El historiador Helio Jaguaribe (12) habla de tres corrientes globalizadoras: la primera en el siglo XV, como resultado de los descubrimientos (revolución mercantil, modificación de las formas de producción del medioevo); la segunda, con la Revolución Industrial y, gracias a las máquinas, el vapor y la electricidad, la transformación del modo de producir; la tercera, motivada por los descubrimientos científicos y las innovaciones tecnológicas de la primera mitad del siglo XX (13), que comienzan su despliegue desde la Segunda Guerra Mundial.
Me inclino a pensar en la revolución científica moderna como una etapa de la Revolución Industrial. De hecho, esta última es una aceleración progresiva y vertiginosa de la globalización. El vapor, el tren sobre rieles, el telégrafo, hasta Internet, imprimen velocidad a la capacidad humana de encuentro, superando de golpe las distancias.
Es decir que hubo dos grandes corrientes globalizadoras.
El proceso de globalización contemporáneo -como hemos visto- comienza con el descubrimiento luso-castellano de América en el camino hacia el extremo oriente asiático. En ese momento comienza también la relación entre la Europa atlántica y el resto del mundo, como centro de periferia.
América Latina venía a ser la periferia transatlántica más inmediata del viejo continente, una suerte de hinterland que se estructuraba alrededor de los dos virreinatos indios de México (con capital México en la ecúmene azteca, en América Central y en las Antillas), del Perú (con capital Lima en la ecúmene Inca, que se extendía sobre la mayor parte de América del Sur) y de la gobernación del Brasil portugués. Este descubrimiento significó para América el momento en que comienza una relación mercantilista de monopolio con Europa.
A fines del siglo XVIII, las trece colonias inglesas obtienen la independencia de Inglaterra, apoyadas por Francia y España. Se unen, forman un Estado Federal, con un mercado común interno y una sola política tarifaria externa. En contra de Adam Smith, aquellas impulsan una política proteccionista que permite el despegue de la industria y la expansión continental hacia el Pacífico. Con América Latina sucedió a la inversa. Las guerras de la independencia y el fracaso del Congreso de Panamá disgregan el continente en estados aislados y separados entre sí. Un resultado que está bien lejos del que Bolívar buscara: unificar a América Latina en una “nación de repúblicas”.
Es así que Gran Bretaña, cuna de la industrialización, instaura la era liberal del comercio mundial con una serie de tratados comerciales estipulados con los estados individuales, comenzando con Brasil en 1810. Se puede decir que en este momento comienza la historia de la deuda externa latinoamericana, que continúa ejerciendo su presión sobre el continente hasta nuestros días (14). En síntesis, la independencia inaugura una fragmentación que depende de Inglaterra, el segundo poder global, sucesor del imperio hispano nacido de la unión entre Castilla y Portugal (1580-1640).
Un argentino, Juan Bautista Alberdi, es el primero entre nosotros en tener una visión de centro-periferia en 1837. Y en un ensayo de 1870 ya habla de los estados continentales (15). Con agudeza, sostiene que la evolución lógica del mundo tiende a la formación de “estados-continente” como parte de un único “Pueblo-Mundo” del futuro, prefigurando con ello la superación de los Estados-nación clásicos. Los estados medianos o pequeños ya no tendrían destino propio.
¿Usted usa el concepto Estado-nación como algo precario, como una fase histórica superada?
Para explicarme recurriré a una de las concepciones más lúcidas de finales del siglo XIX, la del alemán Federico Ratzel (16). Su viaje, por los Estados Unidos, reviste fundamental importancia para su visión del mundo; visión que se encarga de transmitir en una excelente obra (17). Este insigne geógrafo viaja por el país en pleno boom industrial; observa locomotoras mucho más potentes y con más vagones que las alemanas; ve el territorio de los Estados Unidos atravesados de costa a costa por tres o cuatro líneas ferroviarias transcontinentales. Él, alemán, admirador de la industrialización de su propio país, se encuentra un poco como Gulliver en el país de los Gigantes. En los Estados Unidos reencuentra, sí, todo lo que ya existía en Europa, pero en proporciones, por lejos, mucho más grandes, gigantescas. A sus ojos, las dimensiones cuantitativamente más vastas determinaban también un salto cualitativo.
Sus siguientes reflexiones muestran todo el impacto que Ratzel recibe del mundo que se abre ante sus ojos. Afirma que la era de los Estados nacionales industriales del tipo Gran Bretaña, Francia, Inglaterra, Alemania, Italia y Japón fue superada por un nuevo paradigma emergente. Para él, el siglo XX abría la era de los “estados continentales” industriales. A su parecer, los Estados Unidos de América eran el nuevo arquetipo que determinaría el curso de la historia futura. Europa dejaba de ser el centro hegemónico, salvo que alcanzara una acelerada unificación como estado-continente. Ratzel señala otro candidato posible en el número de los estados-continentes: Rusia, si pudiera acelerar la propia industrialización.
A mi juicio, Federico Ratzel entrevió la lógica profunda del siglo XX, que continúa en el siglo XXI. Quien no forma parte de un estado-continente terminará, y más que nunca en un mundo globalizado, constreñido a expresarse como lamento, furia o silencio.
A precipitarse en el “coro de la historia”, como dijo en otras ocasiones (18).
El coro de la historia, es verdad. Como en el teatro griego, donde el coro interviene para comentar la gesta de los protagonistas. En los siglos XX y XXI sólo los estados-continentes con protagonistas.
Metáforas aparte, ser “coro de la historia” ¿es una realidad o un peligro para América Latina?
América Latina depende ahora, en gran medida, de hechos que no produce, y no tiene los instrumentos para controlar.
¿Quién es el Ratzel de América Latina?
No hay un Ratzel estrictamente hablando; pero sí podemos señalar un núcleo de pensadores que comienza a encuadrar los procesos históricos en un horizonte más amplio que los nacionales. Una generación que se puede llamar la del 900, que emprende el cambio de una visión nacionalista a una latinoamericanista. De las “patrias chicas” a la Patria Grande”.
Éstos, aún no conociendo a los hombres de pensamiento europeo que entrevieron el surgimiento del nuevo poder mundial, como Federico Ratzel, se dan cuenta de que los veinte paisitos agro-exportadores de América Latina están condenados a un rol insignificante frente al emerger de un gran poder con proyección mundial. Entienden que, para sobrevivir, América Latina debe realizar algo análogo a lo que hizo Estados Unidos, pero partiendo de ella misma, de su originalidad de círculo cultural católico, no como imitación de un proceso ajeno.
Esta generación del 900, con una intensidad sin igual, repropone la unidad de América Latina. Con acentos diversos, formula una única respuesta al tiempo en el que vive: la necesidad de superar la fragmentación, pasando de ser los “estados desunidos del sur” a los “estados unidos del sur”. Para ello no elabora un programa político, pero sí fija objetivos, prevé etapas, indica con fuerza una exigencia, apunta a una dirección precisa y afirma que el conjunto de América Latina tiene que ser pensado desde adentro de América Latina.
Del momento de la Independencia en adelante no hubo una generación que se haya dado cuenta, con mayor lucidez, de que para evitar el perpetuarse de la dependencia, el paradigma al que debía referirse debía ser Estados Unidos, el nuevo estado continental industrial.
Hasta entonces nuestras historias, también las de buen nivel, eran historias “nacionales”; se circunscribían a lo interno de la disgregación que caracterizó el ciclo de la independencia latinoamericana. En la primera mitad del 900, en cambio, esta generación de hombres produce un conjunto de obras que tienen un denominador común: consideran a América Latina como un todo.
¿En quién está pensando puntualmente?
Uno de los que más ha dado un horizonte unitario a su pensamiento fue José Vasconcelos, un gran intelectual mexicano. Mientras en Normandía el Conde de Gobineau presentaba la historia como una lucha entre razas superiores e inferiores (19) y reivindicaba sus orígenes vikingos, mientras el inglés Chamberlain (20) se jactaba de ser ario y tildaba a la Iglesia Católica de “religión del caos étnico”, mientras en América Latina las oligarquías ligadas a Europa tenían comportamientos abiertamente racistas con los indios y los negros -contra la tradición católica que no lo aceptaba-, Vasconcelos escribía una obra, La raza cósmica (21), en reacción contra el racismo alemán y anglosajón y contra el racismo dependiente y mimético de las elites liberales latinoamericanas. Allí, Vasconcelos argumentaba que América Latina, por el contrario, era el espacio donde se fundían todas las razas -la blanca, la negra, la amarilla-, que eran todas iguales, que en estas tierras comenzaba el proceso de mestizaje que generaría la “raza cósmica” en la que, justamente, no habría más negros, blancos, amarillos. Se fusionarían.
No es casualidad, sostiene Vasconcelos, que el primer lugar donde se realiza la fusión sea justamente América Latina, preñada de la herencia católica recibida con la evangelización. Su raza cósmica es profecía latinoamericana de la globalización racial.
Será también Vasconcelos, en el año 1921, quien convoque al primer congreso mundial de estudiantes, en el que incluso participaron estudiantes chinos (22).
Pero usted habla de generación.
Porque se trata de un “coro” de voces que se hace escuchar en la primera mitad del siglo, del cual Vasconcelos es un destacado exponente. La primera voz es Rodó, uruguayo, con su célebre Ariel, publicado en febrero de 1900. A él le sigue una nutrida fila de intelectuales: el argentino Ugarte que intenta a su vez una visión unificadora (23), luego Blanco Fombona, venezolano, quien escribe un libro sobre América Latina como un conjunto. El peruano García Calderón insinúa con cierta fuerza que el destino unificado de América del Sur tiene su eje emergente en Brasil y en Argentina (24). Con el mexicano Carlos Pereira y su gran obra de los años 20, culmina este esfuerzo por revisar y representar nuestra historia como historia del conjunto, aproximación que -debo decirlo- se realizaba por primera vez con tan lúcida conciencia.
Todos ellos sentían, ya desde la vigilia de la Primera Guerra Mundial, que América Latina debía pensarse unitariamente, superando y sintetizando las distintas historias nacionales. Tras casi cien años de historiografías solitarias, se recuperaba intelectualmente la unidad histórica de América Latina.
Las órdenes mendicantes que desembarcaron en América Latina de las naves de los conquistadores y más aún con la llegada de los Jesuitas en la segunda mitad del año 1500, son, de alguna manera, el punto visible de la conciencia globalizante de la Iglesia (11). ¿Usted encuentra esta conciencia en la Iglesia que actuó en los comienzos del descubrimiento y de la conquista?
Especialmente en el siglo XVI. La Iglesia latinoamericana es la primera gran Iglesia hija de la misión ad gentes de la cristiandad europea que, de hecho, llegó a todo el mundo.
El historiador Helio Jaguaribe (12) habla de tres corrientes globalizadoras: la primera en el siglo XV, como resultado de los descubrimientos (revolución mercantil, modificación de las formas de producción del medioevo); la segunda, con la Revolución Industrial y, gracias a las máquinas, el vapor y la electricidad, la transformación del modo de producir; la tercera, motivada por los descubrimientos científicos y las innovaciones tecnológicas de la primera mitad del siglo XX (13), que comienzan su despliegue desde la Segunda Guerra Mundial.
Me inclino a pensar en la revolución científica moderna como una etapa de la Revolución Industrial. De hecho, esta última es una aceleración progresiva y vertiginosa de la globalización. El vapor, el tren sobre rieles, el telégrafo, hasta Internet, imprimen velocidad a la capacidad humana de encuentro, superando de golpe las distancias.
Es decir que hubo dos grandes corrientes globalizadoras.
El proceso de globalización contemporáneo -como hemos visto- comienza con el descubrimiento luso-castellano de América en el camino hacia el extremo oriente asiático. En ese momento comienza también la relación entre la Europa atlántica y el resto del mundo, como centro de periferia.
América Latina venía a ser la periferia transatlántica más inmediata del viejo continente, una suerte de hinterland que se estructuraba alrededor de los dos virreinatos indios de México (con capital México en la ecúmene azteca, en América Central y en las Antillas), del Perú (con capital Lima en la ecúmene Inca, que se extendía sobre la mayor parte de América del Sur) y de la gobernación del Brasil portugués. Este descubrimiento significó para América el momento en que comienza una relación mercantilista de monopolio con Europa.
A fines del siglo XVIII, las trece colonias inglesas obtienen la independencia de Inglaterra, apoyadas por Francia y España. Se unen, forman un Estado Federal, con un mercado común interno y una sola política tarifaria externa. En contra de Adam Smith, aquellas impulsan una política proteccionista que permite el despegue de la industria y la expansión continental hacia el Pacífico. Con América Latina sucedió a la inversa. Las guerras de la independencia y el fracaso del Congreso de Panamá disgregan el continente en estados aislados y separados entre sí. Un resultado que está bien lejos del que Bolívar buscara: unificar a América Latina en una “nación de repúblicas”.
Es así que Gran Bretaña, cuna de la industrialización, instaura la era liberal del comercio mundial con una serie de tratados comerciales estipulados con los estados individuales, comenzando con Brasil en 1810. Se puede decir que en este momento comienza la historia de la deuda externa latinoamericana, que continúa ejerciendo su presión sobre el continente hasta nuestros días (14). En síntesis, la independencia inaugura una fragmentación que depende de Inglaterra, el segundo poder global, sucesor del imperio hispano nacido de la unión entre Castilla y Portugal (1580-1640).
Un argentino, Juan Bautista Alberdi, es el primero entre nosotros en tener una visión de centro-periferia en 1837. Y en un ensayo de 1870 ya habla de los estados continentales (15). Con agudeza, sostiene que la evolución lógica del mundo tiende a la formación de “estados-continente” como parte de un único “Pueblo-Mundo” del futuro, prefigurando con ello la superación de los Estados-nación clásicos. Los estados medianos o pequeños ya no tendrían destino propio.
¿Usted usa el concepto Estado-nación como algo precario, como una fase histórica superada?
Para explicarme recurriré a una de las concepciones más lúcidas de finales del siglo XIX, la del alemán Federico Ratzel (16). Su viaje, por los Estados Unidos, reviste fundamental importancia para su visión del mundo; visión que se encarga de transmitir en una excelente obra (17). Este insigne geógrafo viaja por el país en pleno boom industrial; observa locomotoras mucho más potentes y con más vagones que las alemanas; ve el territorio de los Estados Unidos atravesados de costa a costa por tres o cuatro líneas ferroviarias transcontinentales. Él, alemán, admirador de la industrialización de su propio país, se encuentra un poco como Gulliver en el país de los Gigantes. En los Estados Unidos reencuentra, sí, todo lo que ya existía en Europa, pero en proporciones, por lejos, mucho más grandes, gigantescas. A sus ojos, las dimensiones cuantitativamente más vastas determinaban también un salto cualitativo.
Sus siguientes reflexiones muestran todo el impacto que Ratzel recibe del mundo que se abre ante sus ojos. Afirma que la era de los Estados nacionales industriales del tipo Gran Bretaña, Francia, Inglaterra, Alemania, Italia y Japón fue superada por un nuevo paradigma emergente. Para él, el siglo XX abría la era de los “estados continentales” industriales. A su parecer, los Estados Unidos de América eran el nuevo arquetipo que determinaría el curso de la historia futura. Europa dejaba de ser el centro hegemónico, salvo que alcanzara una acelerada unificación como estado-continente. Ratzel señala otro candidato posible en el número de los estados-continentes: Rusia, si pudiera acelerar la propia industrialización.
A mi juicio, Federico Ratzel entrevió la lógica profunda del siglo XX, que continúa en el siglo XXI. Quien no forma parte de un estado-continente terminará, y más que nunca en un mundo globalizado, constreñido a expresarse como lamento, furia o silencio.
A precipitarse en el “coro de la historia”, como dijo en otras ocasiones (18).
El coro de la historia, es verdad. Como en el teatro griego, donde el coro interviene para comentar la gesta de los protagonistas. En los siglos XX y XXI sólo los estados-continentes con protagonistas.
Metáforas aparte, ser “coro de la historia” ¿es una realidad o un peligro para América Latina?
América Latina depende ahora, en gran medida, de hechos que no produce, y no tiene los instrumentos para controlar.
¿Quién es el Ratzel de América Latina?
No hay un Ratzel estrictamente hablando; pero sí podemos señalar un núcleo de pensadores que comienza a encuadrar los procesos históricos en un horizonte más amplio que los nacionales. Una generación que se puede llamar la del 900, que emprende el cambio de una visión nacionalista a una latinoamericanista. De las “patrias chicas” a la Patria Grande”.
Éstos, aún no conociendo a los hombres de pensamiento europeo que entrevieron el surgimiento del nuevo poder mundial, como Federico Ratzel, se dan cuenta de que los veinte paisitos agro-exportadores de América Latina están condenados a un rol insignificante frente al emerger de un gran poder con proyección mundial. Entienden que, para sobrevivir, América Latina debe realizar algo análogo a lo que hizo Estados Unidos, pero partiendo de ella misma, de su originalidad de círculo cultural católico, no como imitación de un proceso ajeno.
Esta generación del 900, con una intensidad sin igual, repropone la unidad de América Latina. Con acentos diversos, formula una única respuesta al tiempo en el que vive: la necesidad de superar la fragmentación, pasando de ser los “estados desunidos del sur” a los “estados unidos del sur”. Para ello no elabora un programa político, pero sí fija objetivos, prevé etapas, indica con fuerza una exigencia, apunta a una dirección precisa y afirma que el conjunto de América Latina tiene que ser pensado desde adentro de América Latina.
Del momento de la Independencia en adelante no hubo una generación que se haya dado cuenta, con mayor lucidez, de que para evitar el perpetuarse de la dependencia, el paradigma al que debía referirse debía ser Estados Unidos, el nuevo estado continental industrial.
Hasta entonces nuestras historias, también las de buen nivel, eran historias “nacionales”; se circunscribían a lo interno de la disgregación que caracterizó el ciclo de la independencia latinoamericana. En la primera mitad del 900, en cambio, esta generación de hombres produce un conjunto de obras que tienen un denominador común: consideran a América Latina como un todo.
¿En quién está pensando puntualmente?
Uno de los que más ha dado un horizonte unitario a su pensamiento fue José Vasconcelos, un gran intelectual mexicano. Mientras en Normandía el Conde de Gobineau presentaba la historia como una lucha entre razas superiores e inferiores (19) y reivindicaba sus orígenes vikingos, mientras el inglés Chamberlain (20) se jactaba de ser ario y tildaba a la Iglesia Católica de “religión del caos étnico”, mientras en América Latina las oligarquías ligadas a Europa tenían comportamientos abiertamente racistas con los indios y los negros -contra la tradición católica que no lo aceptaba-, Vasconcelos escribía una obra, La raza cósmica (21), en reacción contra el racismo alemán y anglosajón y contra el racismo dependiente y mimético de las elites liberales latinoamericanas. Allí, Vasconcelos argumentaba que América Latina, por el contrario, era el espacio donde se fundían todas las razas -la blanca, la negra, la amarilla-, que eran todas iguales, que en estas tierras comenzaba el proceso de mestizaje que generaría la “raza cósmica” en la que, justamente, no habría más negros, blancos, amarillos. Se fusionarían.
No es casualidad, sostiene Vasconcelos, que el primer lugar donde se realiza la fusión sea justamente América Latina, preñada de la herencia católica recibida con la evangelización. Su raza cósmica es profecía latinoamericana de la globalización racial.
Será también Vasconcelos, en el año 1921, quien convoque al primer congreso mundial de estudiantes, en el que incluso participaron estudiantes chinos (22).
Pero usted habla de generación.
Porque se trata de un “coro” de voces que se hace escuchar en la primera mitad del siglo, del cual Vasconcelos es un destacado exponente. La primera voz es Rodó, uruguayo, con su célebre Ariel, publicado en febrero de 1900. A él le sigue una nutrida fila de intelectuales: el argentino Ugarte que intenta a su vez una visión unificadora (23), luego Blanco Fombona, venezolano, quien escribe un libro sobre América Latina como un conjunto. El peruano García Calderón insinúa con cierta fuerza que el destino unificado de América del Sur tiene su eje emergente en Brasil y en Argentina (24). Con el mexicano Carlos Pereira y su gran obra de los años 20, culmina este esfuerzo por revisar y representar nuestra historia como historia del conjunto, aproximación que -debo decirlo- se realizaba por primera vez con tan lúcida conciencia.
Todos ellos sentían, ya desde la vigilia de la Primera Guerra Mundial, que América Latina debía pensarse unitariamente, superando y sintetizando las distintas historias nacionales. Tras casi cien años de historiografías solitarias, se recuperaba intelectualmente la unidad histórica de América Latina.
(continúa próximo jueves)
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