sábado

TEILHARD DE CHARDIN RESPONDE A UN DESAFÍO CLAVE DE EINSTEIN


SEGUNDA ENTREGA

NOTA SOBRE LOS MODOS DE LA ACCIÓN DE DIOS EN EL UNIVERSO (2)

Pero entonces, se dirá, si tal es la condición de la acción divina (hallarse siempre velada de azar, de determinismo, de inmanencia), ¿nos hallamos forzamos a admitir que la causalidad divina no es alcanzable directamente: ni como creadora, en el movimiento del orden del Mundo, ni como reveladora en el milagro?

Sin duda alguna.

Lo mismo si se trata de la providencia ordinaria, que de la providencia milagrosa (coincidencias extraordinarias), que incluso de un hecho maravilloso (thaûma), nunca nos veremos conducidos científicamente a ver a Dios, porque la operación divina no se hallará jamás en discontinuidad con las leyes físicas y fisiológicas de las que únicamente se ocupa la ciencia. Como las cadenas de antecedencias no quedan rotas nunca (sino sólo plegadas) por la acción divina, una observación analítica de los fenómenos es incapaz de hacer que alcancemos a Dios, ni siquiera como primer motor. No saldremos jamás científicamente del círculo de las explicaciones naturales. Tenemos que resignarnos a ello.

Esta propiedad de lo Divino de resultar inalcanzable para cualquier influencia material, ha sido puesta de relieve, a propósito del milagro. Si se exceptúan los casos (muy raros, y más o menos discutibles si se deja a un lado los de los evangelios) de resurrecciones de muertos, no hay, en la historia de la Iglesia, milagros absolutamente fuera del alcance de unas fuerzas vitales que se hubieran podido intensificar notablemente en su propio sentido. Por el contrario, no se conoce ningún ejemplo (ni siquiera legendario) de milagro “morfológico” (2); y es algo absolutamente inaudito que un mártir, salido del fuego, haya resistido a un golpe de espada.

Se puede por tanto estar seguro de que cuanto más se estudie metódicamente los milagros, más se descubrirá en ellos (después de una primera fase de asombro) una prolongación de la biología; exactamente como cuanto más se estudia científicamente el pasado del Universo y de la Humanidad, más se encuentra en ellos las apariencias de una evolución.

¡Y, sin embargo, la razón humana puede conocer a Dios! ¡Y, sin embargo, el milagro es absolutamente necesario, no sólo para las necesidades de la apologética, sino para la alegría de nuestro corazón que no sería capaz de apoyarse plenamente en un Dios al que no percibiera como más fuerte que todo cuanto existe!

¿Cómo podremos llegar a advertir la presencia de la corriente divina bajo la membrana continua de los fenómenos, la trascendencia creadora a través de la inmanencia evolutiva?

Aquí es donde tienen que intervenir las teorías bienhechoras que, al llevar hasta el fin, en materia de conocimiento intelectual, el sistema del acto y la potencia, reconocen a las facultades del alma el poder de completar la verdad de los objetos que se perciben.

Bajo el movimiento se oculta, sin duda alguna, la acción continua de un ser que impulsa, desde dentro, el Universo. Bajo el ejercicio ininterrumpido de las causas segundas, se produce (en numerosos milagros) una dilatación excepcional de las naturalezas, muy superior a lo que podría dar de sí el juego normal de los factores y de los excitantes creados. Los hechos materiales, tomados objetivamente, contienen algo divino. Pero este algo divino no es en ellos, en relación con nuestro conocimiento, más que una simple potencia. Y seguirá estando en potencia mientras nosotros no lleguemos a tener, para realizar en nuestro espíritu el Mundo supra-sensible, unas facultades suficientemente preparadas, no sólo por el ejercicio del análisis y de la crítica, sino mucho más todavía, por el afinamiento moral y por una fidelidad total para seguir la estrella siempre ascendente de la verdad. Sólo la pureza del corazón (ayudada o no por la gracia, según el caso) y no la pura ciencia es capaz, en presencia del Mundo en movimiento, o ante un hecho milagroso, de superar la indeterminación natural de las apariencias, y de descubrir con certidumbre tras las fuerzas de la naturaleza un creador, y, en el fondo de lo anormal, lo Divino.

Y he aquí que, gracias al estudio de las condiciones impuestas por la naturaleza del Mundo a la operación divina, nos vemos conducidos a adoptar una teoría particular del conocimiento de lo Divino (conocimiento de razón y conocimiento de fe (3)). Nos queda por ver cómo la existencia de semejantes condiciones, limitativas en apariencia de la causalidad primera, son compatibles con la omnipresencia divina sanamente entendida.

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(2) Por ejemplo, recreación de un miembro…
(3) Se observará que las consideraciones más arriba desarrolladas tocantes a la invisibilidad científica de la causalidad divina (incluso en el milagro) son la contrapartida necesaria de cualquier teoría que exija, para la percepción de lo divino, una sensibilización particular de las facultades del alma. Sin alguna ambigüedad inherente, por naturaleza, a la dimensión objetiva de los hechos milagrosos, no podría explicarse que tengamos necesidad, subjetivamente, para reconocer la mano divina, de los “ojos de la fe”.



(continúa próximo sabado)

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