QUINTA ENTREGA
CAPÍTULO 1: VIEJOS Y NUEVOS ENEMIGOS (III)
Volvamos a Castañeda. Usted dijo que para él la izquierda en América Latina está formada por los movimientos y los partidos nacional-populares.
No es casual que esta acertada tesis aparezca después de la caída del comunismo. En cierto sentido es post-marxista. Nadie la había sostenido hasta ahora. Por esto digo que la asimilación de los acontecimientos del 89 es sin duda una cuestión que concierne aun a toda la izquierda. Implica una redefinición de la izquierda.
¿Tiene algo que objetar a la tesis de Castañeda?
El uso que hace del término “populistas”; no llega a definir bien el fenómeno; me parece inducido desde afuera. Yo prefiero la expresión “nacional-popular”. El fenómeno paralelo al que se alude, el populismo de raíz europea, no se compara con el que mencionamos antes. Por lo tanto, este apelativo no se puede ni siquiera deducir. Considero un deber intelectual acuñar los términos desde dentro de la misma historia de América Latina.
En el momento en que se fundaron los partidos comunistas en América Latina, tras la Revolución Rusa, nuestras sociedades eran agro-minero-exportadoras, no industriales. El socialismo allí no prende. Europa es la que siempre lo exporta; exporta emigrantes socialistas, anarquistas, republicanos… que no son representativos de nuestra sociedad. El primer fermento real, en todo caso, fue anarquista.
¿A qué se debe su observación filológica sobre el uso inadecuado del término “populista” que realiza Castañeda?
Al pensar, nuestra inteligencia se dirige inevitablemente hacia puntos de referencia comparativos. No me sorprende que un político que se proponga repensar su realidad desde dentro de América Latina sea reabsorbido por categorías de pensamiento elaboradas en Europa o en los Estados Unidos. La autonomía intelectual es una conquista lenta y trabajosa en nuestro continente, fascinado todavía por las luces del centro. No podemos pensarnos sin pensar en el centro; no podemos ni siquiera conquistar una originalidad sin tener presente nuestra particular relación con el centro.
Volvamos a Castañeda. Usted dijo que para él la izquierda en América Latina está formada por los movimientos y los partidos nacional-populares.
No es casual que esta acertada tesis aparezca después de la caída del comunismo. En cierto sentido es post-marxista. Nadie la había sostenido hasta ahora. Por esto digo que la asimilación de los acontecimientos del 89 es sin duda una cuestión que concierne aun a toda la izquierda. Implica una redefinición de la izquierda.
¿Tiene algo que objetar a la tesis de Castañeda?
El uso que hace del término “populistas”; no llega a definir bien el fenómeno; me parece inducido desde afuera. Yo prefiero la expresión “nacional-popular”. El fenómeno paralelo al que se alude, el populismo de raíz europea, no se compara con el que mencionamos antes. Por lo tanto, este apelativo no se puede ni siquiera deducir. Considero un deber intelectual acuñar los términos desde dentro de la misma historia de América Latina.
En el momento en que se fundaron los partidos comunistas en América Latina, tras la Revolución Rusa, nuestras sociedades eran agro-minero-exportadoras, no industriales. El socialismo allí no prende. Europa es la que siempre lo exporta; exporta emigrantes socialistas, anarquistas, republicanos… que no son representativos de nuestra sociedad. El primer fermento real, en todo caso, fue anarquista.
¿A qué se debe su observación filológica sobre el uso inadecuado del término “populista” que realiza Castañeda?
Al pensar, nuestra inteligencia se dirige inevitablemente hacia puntos de referencia comparativos. No me sorprende que un político que se proponga repensar su realidad desde dentro de América Latina sea reabsorbido por categorías de pensamiento elaboradas en Europa o en los Estados Unidos. La autonomía intelectual es una conquista lenta y trabajosa en nuestro continente, fascinado todavía por las luces del centro. No podemos pensarnos sin pensar en el centro; no podemos ni siquiera conquistar una originalidad sin tener presente nuestra particular relación con el centro.
En el capitalismo europeo del siglo XIX, el que conocieron Marx y Engels, había una clase obrera que se estaba formando en Inglaterra, Francia, Alemania, Italia. La reflexión anglo-germánica de estos dos pensadores era accesible para toda Europa, con sus rasgos nacionales más o menos acentuados, pero fundamentalmente accesible. No fue así en la periferia. América Latina heredó su pensamiento, pero en perjuicio del propio que fue durante largo tiempo hegemonizado y mantenido bajo un estado de sumisión. Nuestros hijos uruguayos y argentinos heredaron poco de sus respectivos antepasados, y mucho más de los progenitores europeos y norteamericanos.
¿Se refiere todavía al populismo?
Populismo es una palabra acuñada en el mundo europeo; tiene su origen en la Rusia del siglo XIX y se resiente con las diferentes transformaciones, incluso en los Estados Unidos. Allí, en ese contexto, es inteligible y utilizable, sirve para designar procesos, determinadas asociaciones. Una de las características de los populismos latinoamericanos es su simultáneo esfuerzo para elaborar una perspectiva nacional desde el “suburbio”, es decir desde dentro de su centro existencial. Por lo demás, esa palabra, nacional-popular, establece la superioridad de este sujeto sobre los partidos comunistas, que no han superado nunca su subordinación a la Unión Soviética.
Es por eso que afirmo que los detractores de los movimientos nacional-populares le quitan lo esencial: la palabra nacional. Y le dan una connotación populista con sentido despectivo.
Los efectos de la caída del comunismo sobre la Iglesia son diversos. Unos más relevantes que otros. Frente al fracaso histórico del socialismo real, incluso el marxismo científico como ideología atea y materialista se ve redimensionado al punto de que la Iglesia latinoamericana ya no lo percibe como algo amenazante, adverso y hostil.
La Iglesia rechazaba al marxismo esencialmente por su ateísmo y su filosofía materialista. No se le oponía en su vocación a la justicia social. Es necesario no olvidar que el marxismo encarnó el desplegarse en la historia del más amplio e intenso ateísmo conocido hasta el momento. Hasta no ser sintetizado por el materialismo histórico marxista, el ateísmo no se convirtió en un movimiento histórico organizado. El partido comunista representó la gran iglesia del ateísmo mesiánico. En nombre del ateísmo como fuente de redención de los hombres se cometieron los crímenes que ya conocemos.
Antes de la síntesis con el marxismo, el ateísmo no había asumido la fisonomía de un fenómeno sanguinario, porque no era relevante en cuanto fuerza propulsiva de la historia. Es el riesgo de todo protagonismo histórico. Al conquistar relieve y dignidad histórica, engendró los campos de concentración, sólo comparables a los del ateísmo racista de Hitler, un hijo vulgar de Nietzsche. Desde el comienzo de la guerra europea, Hitler se reservaba para más adelante la destrucción de la Iglesia Católica. Fue el ángel exterminador de Alemania.
Entonces, la deslegitimación del marxismo fue una buena noticia para la Iglesia latinoamericana.
En la medida en la que los que negaban a Dios se autosepultaban, sí fue una buena noticia. Para la Iglesia, fue la posibilidad de verificar la incapacidad del ateísmo mesiánico para sustituirla. La Iglesia se demostraba a sí misma que, “vieja” como era, seguía siendo más joven y longeva que este pretendiente que se creía joven e inmortal y que, en cambio, estaba muerto. Lo más válido del marxismo era su crítica al capitalismo, no su ateísmo; incluso porque el ateísmo en rigor le quita todo fundamento a lucha por la justicia. Sólo si se cree en una ley inherente a la naturaleza humana que exige determinados valores, tiene sentido una lucha por la justicia. La misma idea de justicia exige la de una dignidad superior y constitutiva del ser humano o de la colectividad en cuanto tal. No es extraño que Marx no soportara la idea de “derechos naturales”.
Lamentablemente, con la caída del comunismo el capitalismo creyó poder regresar impunemente al neoliberalismo económico, nueva utopía reaccionaria contra los pobres, sean ellos países o personas.
(continúa próximo jueves)
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