CAPÍTULO 1: VIEJOS Y NUEVOS ENEMIGOS (II)
Con la caída del comunismo -ha dicho- se vuelve urgente repensar el escenario que lo continúa. ¿Hay alguien que lo haya hecho?
Quienes intentan una visión totalizante de la problemática contemporánea post-89 son tres estadounidenses: Fukuyama en 1992, Brzezinski en 1993, Huntington en 1995. Es interesante destacarlo: un trío de los intelectuales de los Estados Unidos, cuando al final de la Segunda Guerra Mundial el pensamiento de síntesis, globalizante, era de origen europeo, con Pitirin Sorokin (10), Arnold Toynbee (11), Karl Jaspers (12), el francés René Grousset (13).
Fukuyama compone un verdadero poema a la victoria del régimen democrático-liberal como “fin de la historia” política del hombre. En las páginas finales de su libro surge una preocupación por el “último hombre”, un hombre que presenta signos de decadencia, de “relativismo” respecto a los fundamentos del régimen democrático-liberal, que lo conducirían a la destrucción a un nuevo inicio de la historia (14).
El año siguiente se publícale libro de Brzezinski (15). Para él el caos contemporáneo se debe a que la hegemonía de los Estados Unidos y Europa se funda no sólo en el despliegue tecnológico y en la superioridad de la democracia política, sino también en el hecho de que las potencias occidentales están irradiando en todo el mundo la crisis profunda implícita en el presente de sus mismas sociedades. La sociedad liberal se corrompe por lo que Brzezinski llama la “cornucopia permisiva”. Y el hegemonismo occidental científico-tecnológico se transforma en el acelerador de la difusión mundial de una decadencia. De este modo se universaliza la crisis de occidente, sobre todo de los Estados Unidos. Hay una crisis de valores en los cimientos de la sociedad, una decadencia religiosa que no fue sustituida por nada que haya sido capaz de dar fundamento a la arquitectura y convivencia social.
En un artículo ya famoso (16) Samuel Huntington, director del Centro de Estudios Estratégicos de la Universidad de Harvard, uno de los mayores expertos en política internacional, sostiene que los nuevos modelos de conflicto mundial post-89 son ante todo culturales. Es decir, que la fuente de conflicto entre las grandes culturas existentes es de valores, no económica. Partiendo de allí, formula una reflexión sobre el repertorio de civilizaciones activas en el mundo que intentan apropiarse de ciertos resultados científicos y tecnológicos de occidente incorporándolos en su tejido de valores. Occidente unifica las civilizaciones, pero éstas no se dejan asimilar (17).
Singularmente, no coloca a América Latina en ningún círculo cultural. Pero cuenta una anécdota que vale más que muchos ensayos: cuando un asesor del entonces presidente mexicano Salinas de Gortari termina de explicar a Huntington las líneas de la política del gobierno, éste le comenta: “Me parece que lo que ustedes quieren es que México pase de ser un país de América Latina a ser un país de los Estados Unidos”. El asesor respondió diciendo que ésa era exactamente la intención de su gobierno, pero que no podía ser anunciada públicamente por miedo a las reacciones que hubiera podido provocar.
Vale la pena subrayar que, de manera más reciente, Huntington considera alarmado una perspectiva inversa: que la fuerte inmigración de latinos en los Estados Unidos pueda transformar de modo significativo la cultura de este país.
¿Qué tienen en común las tres posiciones que usted ha descrito?
Convergen en el intento de fundar una visión globalizante del mundo post-89. Fukuyama, cuando insinúa que también el “fin de la historia” puede tener un final y se recaiga en la historia, preanuncia la posición de Brzezinski, quien va más allá, porque no sólo argumenta que estamos en plena crisis, sino que señala sus implicaciones. Huntington, por el contrario, cree en la superioridad de occidente. Un occidente de un protestantismo abstracto, sin historia. Y no habla de su crisis; lo ve hegemónico y al mismo tiempo amenazado por otras civilizaciones que le absorben los resultados técnicos sin ser sustancialmente modificadas. Para él, la lucha entre culturas es la lucha del mundo unificado.
Hablemos de los efectos del colapso del comunismo en América Latina. ¿Cómo influyó en la izquierda latinoamericana?
La caída de URSS, y su posterior desmembramiento, ha sido también el quiebre de una filosofía de la historia, el marxismo, en sus distintas líneas y obediencias. Ha sido invalidada la pretensión del marxismo de poseer la clave de la lógica de la historia, de monopolizar la capacidad de guiar los dinamismos secretos. La caída de la URSS significó, inevitablemente, poner entre paréntesis la validez de todos los marxismos existentes, que se intentaron en el plano histórico, ligados o no a la Unión Soviética.
Por tanto, se exigía de los marxistas una puesta en discusión, radical, profunda, verdaderamente crítica de sus fundamentos epistemológicos; en suma, que quienes se consideraban los verdaderos críticos de los dinamismos históricos, ahora se criticaran a sí mismos, y no urgidos por las objeciones de los adversarios sino por pura y simple asunción de la realidad. Era un deber para toda la izquierda marxista comprender, explicar, volver a sentar las bases de una acción política. Discernir entre lo que quedaba en pie de los pensamientos de Marx y aquello que estaba irremediablemente muerto. Desafortunadamente, esta exigencia inherente a la intensidad de la caída no fue correspondida como hubiese sido necesario.
No es fácil; cuando un pensamiento es tan poderoso como para determinar casi todo un siglo, el XX, tan persuasivo como para instalarse en el corazón de generaciones y generaciones, y de una autoridad como para dar forma a la estructura del Estado, no es fácil tener la honestidad y la estatura intelectual suficientes para repensar las cosas con la profundidad que merecen. No existen hoy gigantes del pensamiento que se destaquen sobre la línea del horizonte y pongan las cosas en su lugar. Es una tarea que queda pendiente. Y en la medida en que permanece inacabada cuestiona el uso y la legitimidad futura del marxismo.
Sin adentrarse en la vía de una autocrítica histórica radical el marxismo continuará vagabundeando durante mucho tiempo por los caminos de la historia contemporánea, con una palidez mortal.
Es evidente que la crisis del marxismo no favorece en América Latina ni siquiera a la socialdemocracia o a versiones socialistas moderadas. ¿Por qué?
La caída del comunismo y el post-modernismo de la sociedad opulenta en que se descompone la síntesis marxista, implica a la social democracia en tanto heredera del socialismo. Esta última -que fue hegemonizada por el marxismo- para poder sobrevivir, trasmuta la idea de reforma en un amplio espectro de reivindicaciones típicas de la sociedad opulenta, atea y libertina. La disolución de la social democracia sobreviene como manso vaciamiento de los contenidos éticos.
Usted dice que no ha habido gigantes con el rigor intelectual necesario como para llevar a cabo la revisión que los acontecimientos históricos requerían. Pero ¿hubo alguien que lo impresionara positivamente por la amplitud y la profundidad de su “replanteo”?
En América Latina, el impacto por la caída del comunismo fue lento y la asimilación borrosa. Una revisión que tuvo cierto eco fue la que realizó el intelectual mexicano Jorge Castañeda (18). Pero no ha habido una voluntad autocrítica entre los sobrevivientes del marxismo latinoamericano. Piense usted que recientemente encontré en una librería de Montevideo un libro de Marta Harnecker de 1999 (19), es decir, diez años posterior a la caída de la URSS. Harnecker es una intelectual muy conocida en América Latina, que pasó por Francia, Nicaragua y Cuba. Su obra principal sobre los conceptos del materialismo histórico (20), prologada por Althusser, fue un verdadero best-seller en América Latina; vendió casi un millón de ejemplares, con decenas de ediciones. Ningún libro tuvo tanto éxito; se puede decir que ha sido leído por gran parte de la juventud comprometida de nuestro continente, esfumada ya desde hace veinte años.
¿Cómo asimila Harnecker los sucesos del 89?
Sin una verdadera autocrítica. Reconoce la crisis teórica, programática y orgánica de la izquierda y al mismo tiempo reivindica el marxismo como tal (21). Es un intento singular que se propone restaurar las bases de pensamiento para una acción política nueva por parte de esa izquierda que adopta al marxismo como una ciencia sin sacrificar lo viejo. O por lo menos, no se sabe qué es lo vivo y lo muerto de Marx.
Para Harnecker -y para muchos otros- la caída del comunismo cuestiona algunos aspectos de la ciencia social, pero no la naturaleza mesiánica del marxismo (22). Como si no existiera un vínculo orgánico entre ateísmo mesiánico y ciencia de la revolución. La expresión “ciencia de la utopía” no hace otra cosa que ostentar una paradoja contradictoria. Un imposible.
¿Y la relación con la Iglesia?
La relación con la Iglesia se mantiene en los clásicos términos de posible colaboración de sectores cristianos en la lucha. El análisis del mundo católico latinoamericano se rige con las categorías clásicas de “progresista” y “conservador” (23). Marta Harnecker no se atreve a afirmar que la Iglesia es el opio de los pueblos, pero tampoco lo rehúsa. Se entiende por qué: sería como liquidar el marxismo mesiánico allí donde pretende detentar el secreto del camino histórico hacia la realización de la reconciliación del hombre con el hombre. No puede modificar sustancialmente la idea de que la Iglesia de Cristo es inepta para realizar la redención de la historia, hasta el fin de la historia, “la plenitud de los tiempos”, sin debilitar la verdadera razón de ser del comunismo.
Los cristianos sólo pueden aportar un ímpetu ético a la realización intrahistórica iluminada por el método marxista. Ésa es su gran contradicción.
Ya hablamos de Harnecker; creo entender que el caso de Castañeda es diferente.
Muy distinto. Jorge Castañeda intenta redefinir el contenido de una izquierda post-marxista. De este modo, se concentra en el surgimiento de una “izquierda” latinoamericana con dos ramas, a partir de la crisis mundial de 1929: los partidos comunistas y los movimientos nacional-populares. Estos últimos no tienen una teoría de la vanguardia del proletariado y del partido revolucionario sino la visión de una sociedad que lucha por industrializarse, y que como consecuencia, busca una alianza de clases y sectores sociales diferentes: los campesinos, el incipiente proletariado, sectores de clase media en formación, y la burguesía industrial nacional emprendedora. Todo esto confluía en los partidos nacional-populares, encarnados por el APRA de Haya de la Torre en Perú, por Vargas en Brasil, por el PRI de Cárdenas en México, por el Justicialismo de Perón en Argentina.
Para que sea más comprensible lo que está diciendo compare la visión de Castañeda con la de Marta Harnecker.
Para Harnecker la izquierda se agota en los partidos comunistas. Ella ignora el fenómeno más importante de América Latina, los movimientos nacional-populares que, por otra parte, incluyeron al sector obrero industrial y al sindical. Es sintomático que en su última obra comience a hablar de este tema mencionando a un partido comunista nacionalizado, aquel victorioso en la revolución cubana. Justamente, porque hasta los acontecimientos de Cuba no hubo ningún partido comunista importante en América Latina. Los partidos comunistas nacen aquí y allá como mero calco de las directivas de la tercera internacional y del marxismo soviético. No se insertan en la historia de América Latina, que ni siquiera conocen demasiado bien, y cuya conciencia histórica, además, estaba todavía en formación. El socialismo y el comunismo tuvieron un proceso de nacionalización fatigoso en América Latina. Muy difícil.
La teoría de la toma del poder por parte del movimiento revolucionario cubano no tiene nada que ver con la estrategia de los partidos comunistas. Por eso, Marta Harnecker toma como punto de partida un evento nacional, la revolución cubana, sin explicitar las diferencias con respecto a los partidos comunistas y a la teoría marxista de la toma del poder. Un evento que sucede en una islita dependiente por completo de los Estados Unidos, la más agrícola, cuyo principal recurso era el monocultivo del azúcar y la actividad urbano-turística, es decir, en un mundo alejado de la dinámica de una sociedad industrial. La revolución cubana no realiza una teoría de la revolución del proletariado; pone a prueba la teoría del foco insurreccional, como fue el de Moncada y como encarnó el Che Guevara.
Por eso sostengo que Marta Harnecker establece la identidad izquierda-marxismo de manera dogmática. En su lectura, el contemporáneo competidor nacional-popular nacional-popular no juega ningún rol. ¡Pero no nos olvidemos que el mismo Fidel Castro, en sus comienzos, era más nacional-popular que marxista! Se apoya en el bloque soviético por una necesidad geopolítica. Toma el poder reivindicando una identidad nacional-popular y se vuelve marxista comunista para mantenerlo. Si Fidel Castro hubiera adoptado las directivas del partido comunista nunca habría llegado al poder en Cuba ni en ninguna otra parte de América Latina, retaguardia de los Estados Unidos.
La revolución cubana no fue nunca un modelo marxista; no fue hecha por el partido comunista y esto no aparece en la visión de Harnecker. No señala en ningún lugar el hecho de que la revolución cubana comience como un movimiento no marxista, que en 1961 realiza su propia elección de campo proclamándose marxista-leninista. Elude, ni más ni menos, un examen de la izquierda antes de Fidel Castro instalado ya en el poder.
Quienes intentan una visión totalizante de la problemática contemporánea post-89 son tres estadounidenses: Fukuyama en 1992, Brzezinski en 1993, Huntington en 1995. Es interesante destacarlo: un trío de los intelectuales de los Estados Unidos, cuando al final de la Segunda Guerra Mundial el pensamiento de síntesis, globalizante, era de origen europeo, con Pitirin Sorokin (10), Arnold Toynbee (11), Karl Jaspers (12), el francés René Grousset (13).
Fukuyama compone un verdadero poema a la victoria del régimen democrático-liberal como “fin de la historia” política del hombre. En las páginas finales de su libro surge una preocupación por el “último hombre”, un hombre que presenta signos de decadencia, de “relativismo” respecto a los fundamentos del régimen democrático-liberal, que lo conducirían a la destrucción a un nuevo inicio de la historia (14).
El año siguiente se publícale libro de Brzezinski (15). Para él el caos contemporáneo se debe a que la hegemonía de los Estados Unidos y Europa se funda no sólo en el despliegue tecnológico y en la superioridad de la democracia política, sino también en el hecho de que las potencias occidentales están irradiando en todo el mundo la crisis profunda implícita en el presente de sus mismas sociedades. La sociedad liberal se corrompe por lo que Brzezinski llama la “cornucopia permisiva”. Y el hegemonismo occidental científico-tecnológico se transforma en el acelerador de la difusión mundial de una decadencia. De este modo se universaliza la crisis de occidente, sobre todo de los Estados Unidos. Hay una crisis de valores en los cimientos de la sociedad, una decadencia religiosa que no fue sustituida por nada que haya sido capaz de dar fundamento a la arquitectura y convivencia social.
En un artículo ya famoso (16) Samuel Huntington, director del Centro de Estudios Estratégicos de la Universidad de Harvard, uno de los mayores expertos en política internacional, sostiene que los nuevos modelos de conflicto mundial post-89 son ante todo culturales. Es decir, que la fuente de conflicto entre las grandes culturas existentes es de valores, no económica. Partiendo de allí, formula una reflexión sobre el repertorio de civilizaciones activas en el mundo que intentan apropiarse de ciertos resultados científicos y tecnológicos de occidente incorporándolos en su tejido de valores. Occidente unifica las civilizaciones, pero éstas no se dejan asimilar (17).
Singularmente, no coloca a América Latina en ningún círculo cultural. Pero cuenta una anécdota que vale más que muchos ensayos: cuando un asesor del entonces presidente mexicano Salinas de Gortari termina de explicar a Huntington las líneas de la política del gobierno, éste le comenta: “Me parece que lo que ustedes quieren es que México pase de ser un país de América Latina a ser un país de los Estados Unidos”. El asesor respondió diciendo que ésa era exactamente la intención de su gobierno, pero que no podía ser anunciada públicamente por miedo a las reacciones que hubiera podido provocar.
Vale la pena subrayar que, de manera más reciente, Huntington considera alarmado una perspectiva inversa: que la fuerte inmigración de latinos en los Estados Unidos pueda transformar de modo significativo la cultura de este país.
¿Qué tienen en común las tres posiciones que usted ha descrito?
Convergen en el intento de fundar una visión globalizante del mundo post-89. Fukuyama, cuando insinúa que también el “fin de la historia” puede tener un final y se recaiga en la historia, preanuncia la posición de Brzezinski, quien va más allá, porque no sólo argumenta que estamos en plena crisis, sino que señala sus implicaciones. Huntington, por el contrario, cree en la superioridad de occidente. Un occidente de un protestantismo abstracto, sin historia. Y no habla de su crisis; lo ve hegemónico y al mismo tiempo amenazado por otras civilizaciones que le absorben los resultados técnicos sin ser sustancialmente modificadas. Para él, la lucha entre culturas es la lucha del mundo unificado.
Hablemos de los efectos del colapso del comunismo en América Latina. ¿Cómo influyó en la izquierda latinoamericana?
La caída de URSS, y su posterior desmembramiento, ha sido también el quiebre de una filosofía de la historia, el marxismo, en sus distintas líneas y obediencias. Ha sido invalidada la pretensión del marxismo de poseer la clave de la lógica de la historia, de monopolizar la capacidad de guiar los dinamismos secretos. La caída de la URSS significó, inevitablemente, poner entre paréntesis la validez de todos los marxismos existentes, que se intentaron en el plano histórico, ligados o no a la Unión Soviética.
Por tanto, se exigía de los marxistas una puesta en discusión, radical, profunda, verdaderamente crítica de sus fundamentos epistemológicos; en suma, que quienes se consideraban los verdaderos críticos de los dinamismos históricos, ahora se criticaran a sí mismos, y no urgidos por las objeciones de los adversarios sino por pura y simple asunción de la realidad. Era un deber para toda la izquierda marxista comprender, explicar, volver a sentar las bases de una acción política. Discernir entre lo que quedaba en pie de los pensamientos de Marx y aquello que estaba irremediablemente muerto. Desafortunadamente, esta exigencia inherente a la intensidad de la caída no fue correspondida como hubiese sido necesario.
No es fácil; cuando un pensamiento es tan poderoso como para determinar casi todo un siglo, el XX, tan persuasivo como para instalarse en el corazón de generaciones y generaciones, y de una autoridad como para dar forma a la estructura del Estado, no es fácil tener la honestidad y la estatura intelectual suficientes para repensar las cosas con la profundidad que merecen. No existen hoy gigantes del pensamiento que se destaquen sobre la línea del horizonte y pongan las cosas en su lugar. Es una tarea que queda pendiente. Y en la medida en que permanece inacabada cuestiona el uso y la legitimidad futura del marxismo.
Sin adentrarse en la vía de una autocrítica histórica radical el marxismo continuará vagabundeando durante mucho tiempo por los caminos de la historia contemporánea, con una palidez mortal.
Es evidente que la crisis del marxismo no favorece en América Latina ni siquiera a la socialdemocracia o a versiones socialistas moderadas. ¿Por qué?
La caída del comunismo y el post-modernismo de la sociedad opulenta en que se descompone la síntesis marxista, implica a la social democracia en tanto heredera del socialismo. Esta última -que fue hegemonizada por el marxismo- para poder sobrevivir, trasmuta la idea de reforma en un amplio espectro de reivindicaciones típicas de la sociedad opulenta, atea y libertina. La disolución de la social democracia sobreviene como manso vaciamiento de los contenidos éticos.
Usted dice que no ha habido gigantes con el rigor intelectual necesario como para llevar a cabo la revisión que los acontecimientos históricos requerían. Pero ¿hubo alguien que lo impresionara positivamente por la amplitud y la profundidad de su “replanteo”?
En América Latina, el impacto por la caída del comunismo fue lento y la asimilación borrosa. Una revisión que tuvo cierto eco fue la que realizó el intelectual mexicano Jorge Castañeda (18). Pero no ha habido una voluntad autocrítica entre los sobrevivientes del marxismo latinoamericano. Piense usted que recientemente encontré en una librería de Montevideo un libro de Marta Harnecker de 1999 (19), es decir, diez años posterior a la caída de la URSS. Harnecker es una intelectual muy conocida en América Latina, que pasó por Francia, Nicaragua y Cuba. Su obra principal sobre los conceptos del materialismo histórico (20), prologada por Althusser, fue un verdadero best-seller en América Latina; vendió casi un millón de ejemplares, con decenas de ediciones. Ningún libro tuvo tanto éxito; se puede decir que ha sido leído por gran parte de la juventud comprometida de nuestro continente, esfumada ya desde hace veinte años.
¿Cómo asimila Harnecker los sucesos del 89?
Sin una verdadera autocrítica. Reconoce la crisis teórica, programática y orgánica de la izquierda y al mismo tiempo reivindica el marxismo como tal (21). Es un intento singular que se propone restaurar las bases de pensamiento para una acción política nueva por parte de esa izquierda que adopta al marxismo como una ciencia sin sacrificar lo viejo. O por lo menos, no se sabe qué es lo vivo y lo muerto de Marx.
Para Harnecker -y para muchos otros- la caída del comunismo cuestiona algunos aspectos de la ciencia social, pero no la naturaleza mesiánica del marxismo (22). Como si no existiera un vínculo orgánico entre ateísmo mesiánico y ciencia de la revolución. La expresión “ciencia de la utopía” no hace otra cosa que ostentar una paradoja contradictoria. Un imposible.
¿Y la relación con la Iglesia?
La relación con la Iglesia se mantiene en los clásicos términos de posible colaboración de sectores cristianos en la lucha. El análisis del mundo católico latinoamericano se rige con las categorías clásicas de “progresista” y “conservador” (23). Marta Harnecker no se atreve a afirmar que la Iglesia es el opio de los pueblos, pero tampoco lo rehúsa. Se entiende por qué: sería como liquidar el marxismo mesiánico allí donde pretende detentar el secreto del camino histórico hacia la realización de la reconciliación del hombre con el hombre. No puede modificar sustancialmente la idea de que la Iglesia de Cristo es inepta para realizar la redención de la historia, hasta el fin de la historia, “la plenitud de los tiempos”, sin debilitar la verdadera razón de ser del comunismo.
Los cristianos sólo pueden aportar un ímpetu ético a la realización intrahistórica iluminada por el método marxista. Ésa es su gran contradicción.
Ya hablamos de Harnecker; creo entender que el caso de Castañeda es diferente.
Muy distinto. Jorge Castañeda intenta redefinir el contenido de una izquierda post-marxista. De este modo, se concentra en el surgimiento de una “izquierda” latinoamericana con dos ramas, a partir de la crisis mundial de 1929: los partidos comunistas y los movimientos nacional-populares. Estos últimos no tienen una teoría de la vanguardia del proletariado y del partido revolucionario sino la visión de una sociedad que lucha por industrializarse, y que como consecuencia, busca una alianza de clases y sectores sociales diferentes: los campesinos, el incipiente proletariado, sectores de clase media en formación, y la burguesía industrial nacional emprendedora. Todo esto confluía en los partidos nacional-populares, encarnados por el APRA de Haya de la Torre en Perú, por Vargas en Brasil, por el PRI de Cárdenas en México, por el Justicialismo de Perón en Argentina.
Para que sea más comprensible lo que está diciendo compare la visión de Castañeda con la de Marta Harnecker.
Para Harnecker la izquierda se agota en los partidos comunistas. Ella ignora el fenómeno más importante de América Latina, los movimientos nacional-populares que, por otra parte, incluyeron al sector obrero industrial y al sindical. Es sintomático que en su última obra comience a hablar de este tema mencionando a un partido comunista nacionalizado, aquel victorioso en la revolución cubana. Justamente, porque hasta los acontecimientos de Cuba no hubo ningún partido comunista importante en América Latina. Los partidos comunistas nacen aquí y allá como mero calco de las directivas de la tercera internacional y del marxismo soviético. No se insertan en la historia de América Latina, que ni siquiera conocen demasiado bien, y cuya conciencia histórica, además, estaba todavía en formación. El socialismo y el comunismo tuvieron un proceso de nacionalización fatigoso en América Latina. Muy difícil.
La teoría de la toma del poder por parte del movimiento revolucionario cubano no tiene nada que ver con la estrategia de los partidos comunistas. Por eso, Marta Harnecker toma como punto de partida un evento nacional, la revolución cubana, sin explicitar las diferencias con respecto a los partidos comunistas y a la teoría marxista de la toma del poder. Un evento que sucede en una islita dependiente por completo de los Estados Unidos, la más agrícola, cuyo principal recurso era el monocultivo del azúcar y la actividad urbano-turística, es decir, en un mundo alejado de la dinámica de una sociedad industrial. La revolución cubana no realiza una teoría de la revolución del proletariado; pone a prueba la teoría del foco insurreccional, como fue el de Moncada y como encarnó el Che Guevara.
Por eso sostengo que Marta Harnecker establece la identidad izquierda-marxismo de manera dogmática. En su lectura, el contemporáneo competidor nacional-popular nacional-popular no juega ningún rol. ¡Pero no nos olvidemos que el mismo Fidel Castro, en sus comienzos, era más nacional-popular que marxista! Se apoya en el bloque soviético por una necesidad geopolítica. Toma el poder reivindicando una identidad nacional-popular y se vuelve marxista comunista para mantenerlo. Si Fidel Castro hubiera adoptado las directivas del partido comunista nunca habría llegado al poder en Cuba ni en ninguna otra parte de América Latina, retaguardia de los Estados Unidos.
La revolución cubana no fue nunca un modelo marxista; no fue hecha por el partido comunista y esto no aparece en la visión de Harnecker. No señala en ningún lugar el hecho de que la revolución cubana comience como un movimiento no marxista, que en 1961 realiza su propia elección de campo proclamándose marxista-leninista. Elude, ni más ni menos, un examen de la izquierda antes de Fidel Castro instalado ya en el poder.
(continúa próximo jueves)
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