domingo

JOSÉ GURVICH Y EL RETORNO AL PURO Y LIMPIO JUEGO DE LA VIDA


H.G.V.
(reportajes remodelados)
SEGUNDA ENTREGA

El éxito de la exposición de José Gurvich organizada por la Comisión Nacional de Bellas Artes en el ala izquierda del Teatro Solís el 17 de mayo de 1967 fue solamente comparable -por lo menos en mis recuerdos- al que obtuvo la irrupción del polifocalismo de Manuel Espínola Gómez en la Galería Losada en 1975.

Julia Añorga de Gurvich -“Totó”- contó que hubo un momento en el que tuvieron que parar de vender, por ejemplo, cosa que casi nunca pasa durante la irrupción de un universo plástico revolucionario, y muchísimo menos en este arrabal del mundo.

Faltaban pocos meses para que el Che Guevara fuera asesinado en Bolivia, y el Uruguay era un avispero político utopista muy difícil de alborotar con discursos simbólicos.

Esta actitud no significa prescindencia, puntualizaba el cronista de Hechos: Y, para subrayarlo, Gurvich insiste: “Todos los acontecimientos de la injusticia humana (desde el episodio policial hasta los más generales) me preocupan. Pero una de las cosas que no puedo soportar es la miseria, la que veo con los ojos”. Y, apagando algo la voz, subraya: “No sé hasta qué punto hago lo posible para que no exista”.

Luego detalla: “Alguien dijo: amo a la humanidad, no al hombre concreto. Yo me siento, en cambio, comprometido en forma más concreta. No tengo una forma de amor abstracto”.

Y cuando la conversación va hacia el “realismo socialista”: “Creo que todo arte revela un mensaje. Pero creo además que el único mensaje del artista es el concepto belleza, que cambia con el tiempo. Todo artista es un hombre y puede, o no, estar comprometido de la misma manera en que lo están hombres que no son artistas. Entiendo que sin libertad absoluta es imposible crear; sin libertad no se puede buscar eso inédito, que está en un lugar desconocido y que sólo mediante la libertad puede llegarse a descubrir. De acuerdo a esto, frente a un testimonio del realismo socialista lo valoro si es buena pintura. Pero es lo bello lo que me atrae en él y no exclusivamente el mensaje social. Frente a las tendencias no naturalistas se ha señalado, sí, como usted dice, que no hay comunicación con el público. Y el proceso es largo de explicar. El arte es como una papa, dijo alguna vez Espínola. Antes de llevarla a la boca hay toda una serie de trabajos. Hay que plantarla, recogerla y pelarla, cortarla…Tampoco hay arte sin esfuerzo. No es una conquista a primera vista. Obsérvese, por ejemplo, qué pasa en la literatura. Quien lee un libro necesita un aprendizaje. En primer lugar conocer un idioma, dominar un lenguaje. Y la pintura es también un lenguaje. Muchas veces el hombre común no sabe discernir entre dos obras de pintura. No dispone de valores con ese fin. No sólo porque no está educado para ello, sino porque todo lo que le rodea son objetos feos. Es decir: ni siquiera tiene una educación indirecta. Desde el almanaque hasta los utensilios que maneja, todo, o casi todo, contribuye a deformar sus posibilidades para la apreciación artística. La industria le vende y le rodea de objetos horrorosos. No es extraño entonces que se sienta extranjero ante obras de arte. "Si queremos buscar un culpable para la actitud de muchos ante la belleza, busquémosla allí y no en el artista”.


El Taller Torres García se había disuelto a comienzos de los 60, y la explosiva síntesis constructiva-chagalliana-boschiana-bruegheliana del 67 significó, además, un desafío a la ortodoxia que pervivía -en algunos casos con total legimitidad y en otros como resultado de un acomodamiento miope a un dogma ya cristalizado- en muchos de sus ex-integrantes.

A mi padre lo deslumbró.

Y Guillermo Fernández -que era uno de los asfixiados que en las épocas del TTG se escapaba con el propio Gurvich a ver a Tàpies en el Museo de El País y se sentía un pecador porque le había gustado- la catalogó de interesante, un adjetivo que para él significaba un escalón menos que precioso.

Pero el mismísimo cacique Augusto Torres -otro de los grandes plásticos de la segunda mitad del siglo XX- cuando le pregunté una tarde en casa qué opinaba de la exposición de Gurvich, cabeceó mansamente: A mí me parece que se fue de la cosa, ¿no?

En 1963 pude asistir a un episodio del proceso de compulsión sin reglas que fue guiando al Mago del Cerro (la Maga de Cortázar también vivió en ese barrio) hacia su síntesis sincretista final.

Fue un sábado de tarde. Gurvich había venido a visitar a los Torres y después se dio una vuelta por casa, que quedaba a media cuadra. Es posible que nosotros estuviésemos jugando al ajedrez con Vivaldi o Gardel o los recién aparecidos Beatles de fondo, y cuando el Mago vio un bastidor con una tela imprimada blancamente en el caballete se frotó las manos como si estuviese enfrentado a un pedazo de pulpón o una mujer desnuda:
-Che, gordo: ¿vos pensás pintar hoy?
-No. Los pongo ahí por si me da la loca -le resplandeció la bondad fluvial y esta vez un poco astuta a mi padre: -Trabajá tranquilo, nomás.
Y en dos horas Gurvich empastó una naturaleza muerta constructiva aunque chocantemente rosada para cualquier dogmático y sonrió, sosegado.
-Está bárbara -le tocó el turno de frotarse las manazas a mi padre, con la astucia radiantemente afilada: -Pero no pensarás llevártelo en el ómnibus, José. Dejalo secar acá y lo pasás a buscar cuando quieras.
-Bueno -se resignó el Mago, despidiéndose para siempre de aquella floración de belleza heterodoxa.


(continúa próximo domingo)

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