domingo

JOSÉ GURVICH Y EL RETORNO AL PURO Y LIMPIO JUEGO DE LA VIDA


H.G.V.
(reportajes remodelados)


PRIMERA ENTREGA

El viernes 12 de mayo de 1967 apareció en el diario Hechos una entrevista a JOSÉ GURVICH que nunca se me traspapeló. Faltaban cinco días para la inauguración de la histórica muestra organizada en el ala izquierda del Teatro Solís por la Comisión Nacional de Bellas Artes, y el anónimo periodista la encopetaba así:

“Pinto desde siempre, pero a los diecisiete años elijo mi camino”. Desde hace media hora José Gurvich explica, con sencillez y fuerza de profeta, su mundo. Se interna con claridad y una sonrisa en los temas más hondos, sin “pose”, con la seguridad de quien ha vivido en ellos. “Mire: la vocación empieza como un juego. Luego nacen las reglas; el hombre se pone serio y construye teorías. Hasta que en un punto de la vida retorna a al puro y limpio juego”.

Gurvich recurre a un paralelo y hasta en sus palabras aparece el pintor. “¿Ha visto en los viejitos esa especie de retorno a la infancia? Se trata de algo parecido”.

En el catálogo de la exposición que abrirá el miércoles 17 en el Solís, Gurvich señala: “Juego puro e invención van juntos: casi yuxtapuestos. Las imágenes de mis cuadros son puramente poéticas. Su origen: son vivenciales y del quehacer plástico. Mi intención es el juego libre creador. El hombre y las cosas que aparecen son vistos de adentro-fuera”.


ZUSMANUS GURVICIUS había nacido en Lituania en 1927 y emigrado al Uruguay en 1933, donde tuvo que laburar duramente desde botija, y se inició en el arte estudiando música con el violinista ruso V. Julber, que también le daba clases a Horacio Torres, el hijo menor de Joaquín Torres García.

Y en 1945 se flechó con la pintura y entró al taller que el maestro acababa de fundar en reemplazo de la recientemente disuelta Asociación de Arte Constructivo. Ahora se trataba de una especie de patrulla juvenil en misión de implantar un foco de verdadera pintura visual y abstracta en un país de vacas gordísimas y religación espiritual endémicamente des-animada.

En el grupo figuraban, entre otros, Augusto y Horacio Torres, Gonzalo Fonseca, Elsa Andrada, Julio Alpuy, Francisco Matto, Manuel Pailós, Guido Castillo, Jorge y Rodolfo Visca, Anhelo Hernández, Jonio Montiel, Edgardo y Alceu Ribeiro y Antonio Pezzino. Trabajaban en el subsuelo del Ateneo pero también venían a la casa recién estrenada por los Torres García en Punta Gorda.

El tercer capítulo de mi último libro, El taller de la vida / Confesiones, empieza así:

Mi padre había escuchado hablar a mucha gente del Taller Torres García y una tarde de 1950 salió del registro de casimires y caminó hasta el sótano del Ateneo y se metió sin vuelta atrás en la cueva del tesoro difícil de encontrar. Don Joaquín había muerto el año anterior, y con el tiempo sacaron la conclusión de que era el viejito que mi madre veía pintando unos murales rarísimos en el hospital Saint-Bois, cuando visitaba a una amiga tuberculosa. Ahora pienso en el celebérrimo y reseco esteta que sigue hablando de la utopía de la Escuela del Sur y me da pena que no haya visto el altillo de mi casa transformado en una fabulosa trinchera barrial en cuestión de semanas. Mi padre empezó a estudiar con Alpuy y el jovencísimo José Gurvich y se empapó tan pronto de la vocación de eternidad irradiada por aquella comparsa de juglares anti-establishment que antes de 1953 pueden rastreársele naturalezas muertas y paisajes y pintura constructiva y las primeras cerámicas con diseño original y hasta una mesa taraceada y un proyecto de mural crístico que nos hacen murmurar sonriendo: Utópica será su madrina, señor filósofo.

Pero antes pasó algo. Mi padre se revolvía muy bien con el dibujo desde que era un chiquilín y una noche había cinco o seis aspirantes a pintores enfrentados a una quilométrica naturaleza muerta y Gurvich lo hizo pararse y se sentó en su lugar y después de chequear las medidas con el lápiz sentenció: A partir de la jarra está todo mal. Tenés que correr todo un centímetro. Mi padre, que nació y murió dotado de una mansedumbre sacerdotal, no atinó más que a destachuelar y enrollar la cartulina y escaparse saludando con la mano. Y la próxima clase, cuando apareció con la humildad resplandeciéndole fluvialmente en los bigotes, José lo premió con un: Ah. ¿Volviste, gordo? Bueno, entonces vos no te vas más.

Posiblemente Gurvich ya no viviera en el mítico conventillo portuario donde en los años cuarenta se amontonaron unos cuantos discípulos directos de don Joaquín capaces de hacer voto de pobreza en una irrealidad uruguaya de posguerra donde el asado desbordaba los platos como nunca. Lo más seguro es que hubiera vuelto al cerro y empezó a caer por casa y cuando las mujeres veían entrar al duende despeinado y petiso y barrigón que olía a mugre de profeta corrían a calentar la sopa. En la quinta del Prado todavía existía el torreón donde se exilió Gonzalo Fonseca después de abandonar a su millonaria familia y seguramente Gurvich terminó de hacerle sentir a mi padre que el altillo se había transfigurado y que el único maná que revoluciona a la purísima entretela popular es la fe. Y en aquella montaña empecé a pintar al óleo, más o menos a los tres años.


Y Gurvich amplía a Hechos, continúa la entrevista del 12 de mayo de 1967: “Me formé en el Taller Torres García, y dada mi manera de ser amo a creadores como Jerónimo Bosch o Brueghel. En mis últimos cuadros hay una mezcla de construcción e imaginación. A la larga ha vencido en mí el mundo imaginativo.

Gurvich contesta luego preguntas variadas: “¿Algún episodio importante que pueda haber marcado una etapa en mi pintura? Mire: cada día es una etapa, un momento de tensa expectativa frente a lo que puedo hacer. Trabajo en la esperanza diaria de que voy a dar con algo inédito. Los acontecimientos del mundo repercuten, claro está, en mi ser. Pero estamos en la jornada como un zapatero en la tarea. Y un zapatero debe continuar su trabajo aunque en el mundo se libre una batalla; no tiene posibilidad de hacer un zapato para eliminar esa batalla”.


(continúa próximo domingo)

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