domingo

MANOLITA PIÑA DE TORRES GARCÍA -

(reportajes recuperados)
PRIMERA ENTREGA
104 AÑOS DE INVENCIBILIDAD

En 1983, cuando Manolita Piña de Torres García cumplió cien años, Dumas Oroño tuvo la buena idea de organizarle un homenaje lo más multifacético posible a través de CX 30. Lo planeamos juntos con Germán Araújo y Tatiana Oroño el mismo mediodía del 22 de febrero. Tanto Tatiana y yo conocemos y frecuentamos a Manolita desde nuestra más remota infancia (padres pintores del Taller Torres García mediante) y esa misma tarde grabamos dos bloques dedicados fundamentalmente a tratar de refrescar el “mito Manolita”. No nos pusimos implícitamente de acuerdo acerca de este punto, pero era obvio que acercarle a la audiencia la imagen de una Manolita concreta, no abstracta ni lejana de la pedregosa y heroica respiración histórica de nuestro pueblo, se hacía imprescindible.

Y CX 30 era, en aquel momento, la vía justa. Diversos órganos de prensa se han acercado a Manolita en sus recientes aniversarios, y los testimonios -por supuesto que no inocentemente compaginados- parecen emerger desde un fondo de mar artificial, reseco, sin historia (pasada ni presente): postales malabarizadas diariamente por los dedos cremosos de los fariseos.

Aquella tarde del centenario de Manolita, a mí me tocó grabar una conversación al respecto con Washington Benavides como interlocutor y Federico García Vigil (o mejor dicho: su obra dedicada a Torres García) como telón de fondo. Nunca pude escucharnos. Pude oír, en cambio, la maravillosa semblanza escrita y leída por Tatiana. Se llamaba Cien años de libertad, y fue publicada por un semanario muy pocos días después.

Este 22 de febrero de 1987 Manolita Piña de Torres García cumplió años el día del lanzamiento del referéndum por verdad y justicia, y El Popular se acercó a la mujer real y tituló esta nota Ciento cuatro años de invencibilidad.

LA TERCERA ORILLA DE LA BOCA

La casa queda en Punta Gorda y fue construida cuando el barrio todavía no era residencial. Debía de ser apenas un barrio, incluso, en el cuarenta y pico. Cuando nosotros nos mudamos casa por medio a la de los Torres, en 1953, todavía había arenales por donde se mirara. No había televisión. Yo tenía cinco años, y las noches que mi padre llegaba de una jornada entera de trabajo en el centro y no se ponía a pintar escuchando a Vivaldi o a Charlo, íbamos a “lo de Torres”.

Torres había muerto en el 49. Desde allí en adelante, la casa ha sufrido otros golpes fuertes de los llorados por Vallejo: son pocos pero son, y abren zanjas oscuras / en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.

En menos de diez años (a partir del filo de los 70) dos nietos de Manolita conocieron la cárcel y el exilio, la casa fue allanada hasta la saciedad, murió de golpe Horacio (su hijo menor) con poco más de cincuenta años, y se incendiaron criminalmente en Río de Janeiro 73 obras del período constructivo de Torres García. Golpes como del odio de Dios, aliteró Vallejo.

El tejado español de la casona de dos pisos plantada mediterráneamente entre cipreses reluce en la mañana todavía tormentosa. Manolita espera la entrevista en una pequeña sala que da al jardín (la más luminosa, la más abrigada) donde, por prescripción médica, pasa la mayor parte del año.

“Se la ve muy bien de salud” la piropeo, después de felicitarla por el aniversario.
“A mis años no me pueda quejar” retruca ella, sonriendo.
Hay un levísimo trasluz de coquetería posada sobre la mujer muy encorvada que me besa y levanta los ojos humosamente claros en dirección a José Pampín.
“Dijimos que fotos no” protesta, sabiendo que no dijimos nada de eso.

Ni siquiera sabe muy bien si esto va a ser un reportaje para la radio o para qué otro medio. No le interesa en absoluto. Yo sé que lo que le interesa es conversar, y en lo posible a fondo. Y sobre el mundo entero: desde las actividades de mi mujer y de mis hijos hasta los pozos de ozono, el marionetismo de Corazón Aquino, el último informe de Gorbachov y los más recientes escándalos provocados por Reagan.

Los dos sabemos que lo más interesante empezará después que yo apague el grabador y ella mande servir el café que la dejan tomar apenas dos veces por semana. Hoy no hay espacio médico para su pocillo, pero nos mira levantar los nuestros desde una estación de humanidad donde la sonrisa -o hasta la carcajada- se han vuelto la tercera orilla de la boca.

“¿Para qué quieren hacerme un reportaje si yo no tengo nada interesante que decirle a nadie?” insiste una vez más, aunque sin esperanzas.

Y yo entonces vuelvo a entender, como cada vez que la visito, que el problema pendiente entre nosotros dos es el de la esperanza. O el de la desesperanza, más bien. Porque hay un rostro fiero de Manolita con zanjas oscuras trazadas a lo largo de ciento cuatro años. No está entre sus arrugas ni sus canas: está entre sus palabras.

Y uno debe tratar de agigantarse para ofrecerle un espejo real. Manolita no es vieja, porque está permanentemente dispuesta a encontrarse en espejos hermanos. La mansedumbre de su desesperanza, entonces, se vuelve tan hermosa como su invencibilidad.


(continúa próximo domingo)

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