domingo

MANOLITA PIÑA DE TORRES GARCÍA [2]


(reportajes recuperados)
SEGUNDA ENTREGA


104 AÑOS DE INVENCIBILIDAD

Sé que odia usar el aparato para sordos tanto como el bastón (ella lo llama “el cayado”), así que enchufo el grabador, hago una prueba y empiezo a gritar:

¿Qué recuerdos tiene de Torres cuando se conocieron, Manolita? O de Torres cuando la época de “Mon repos”. Creo que esa fue una buena época, ¡no?

Ah, sí. Todas las épocas fueron buenas. Claro que sí. Y yo recuerdo todo. Nos conocimos porque mi hermana tenía mucha afición a la pintura, y quería aprender a dibujar y pintar. Y a mí me gustaba también, y nos buscaron un profesor que pudiera venir a casa. Y justamente conocíamos a un dentista que tenía un hermano que era Torres.

¿Y cuál es el primer recuerdo que usted tiene de Torres?

Y bueno, que lo encontré un tipo artista. Y allá los artistas estaban un poco aparte, no se acostumbraba a conocerlos y lo encontré un tipo interesante. Y después resultó muy interesante, porque al terminar las clases de dibujo empezábamos con la literatura. Y nos traía cosas y las leíamos. Él había leído muchísimo y estaba con el arte griego.

¿Y cómo era su vida hasta ese momento? ¿Usted ya tenía contacto con el arte?

Claro. Por ejemplo, mi padre tenía una locura por la música. Y entonces allá había un teatro -que todavía está- y cada año daban temporadas de ópera. Y en primavera daban conciertos. Y nos llevaba siempre a todo. Y habíamos visto mucha cosa de pintura, también. Yo tendría dieciséis o dieciocho años, tal vez. Para las fechas y los números no ando muy bien.

Y usted además tocaba el piano. Y tocaba muy bien.

Bueno, no sé.

Yo me acuerdo que en el cincuenta y pico, acá en Punta Gorda, tocaban la sonata “Primavera” de Beethoven con Horacio. Y Horacio le pedía que no se apurara tanto.

Cierto.

Volvemos a Torres. ¿Podría decirse que el rasgo más sobresaliente en Torres era la fe? No lo digo en un sentido estrictamente religioso.

Ah, yo no sé cómo decirle. Sí, Torres era muy apasionado. Y cuando una cosa le entusiasmaba, le entusiasmada de verdad.

¿Cómo funcionaba la casa en la época de “Mon repos”, cuando ustedes incluso ya tenían tres hijos?

Ah, bueno, en Cataluña estábamos muy bien. Yo tenía empleadas, la casa era grande y Torres tenía su taller y pintaba. Pero él era muy buen padre, además: le gustaban y le interesaban los niños. Y entonces todo marchaba perfecto.

Después pasaron brevemente por París y terminaron instalándose en Nueva York. Allí fue difícil, ¿no?

Sí, luego mejoró, pero a Torres no le gustaba. Si hubiera sido por él, a los tres días de estar en Nueva York ya se hubiera ido. Pero claro, todos los amigos le decían que no.

Y usted también le decía que no. Así lo cuenta el mismo Torres en “Historia de mi vida”.

Claro. Yo le decía: “Yo a Barcelona no vuelvo nun-ca-más”. Porque le hicieron mucha guerra. Muchas maldades. Desde que le taparon los frescos del Palacio de la Diputación en adelante. Muchas.

Alguna vez, siendo yo adolescente, usted me comentó que nunca le gustó mandar ni ser mandada. ¿Cómo se llevaban con Torres?

Perfectamente. Y es que en los matrimonios no hay quien mande. Si hay quien mande, ya está frito. Es de común acuerdo.

Torres era una persona muy dominante, sin embargo.

Dominante no. Para lo artístico era una cosa, y para la vida así en familia, era otra cosa muy distinta. Mire, si le digo que no tuvimos nunca una disputa por cosas de la vida, le digo la pura verdad. Ahora, por ideas sí, discutíamos. Sobre todo durante las guerras. Porque yo le tenía mucha antipatía a los ingleses -que se las conservo todavía- pero no a la gente del pueblo: al régimen.

Al imperialismo.

Ahí está: al imperialismo. Y a la piratería, porque son los piratas número uno.

Más bien que ahora los número uno son los norteamericanos.

Sí, pero los ingleses también. Eso que hacen con las Malvinas es un robo.

Usted muchas veces me ha manifestado su preocupación por el problema del armamentismo y especialmente por la actitud de la Administración Reagan. ¿No le parece que en algún aspecto la situación mundial ha comenzado a mejorar, ahora?

No.¿No ve lo que está haciendo Reagan, mandando armas a Oriente y a Centroamérica?

Pero en gran parte del mundo se está luchando por la paz. Se realizan foros internacionales, además, y hay coincidencia de mucha gente -no estoy hablando solamente a nivel de países- en torno a posiciones contrarias al armamentismo.

Sí, pero me parece que no se logra nada. ¿Usted ve progreso?

Sí.

De boquilla.

Hay un movimiento de solidaridad muy grande. Y siempre está de por medio la amenaza de una nueva guerra mundial, que sería la última. Supongo que para usted debe haber sido decepcionante vivir dos guerras mundiales.

Sí. Fue horrible. Aunque cuando la segunda nosotros ya estábamos aquí.

Entonces vamos a seguir hablando del Uruguay, mejor. Yo pienso que en el Uruguay el Taller Torres García, con su actitud anti-oficialista, fue uno de los primeros gérmenes de lo que el pueblo uruguayo llama cultura independiente, o de alternativa.

Cierto.

Y allí no se nucleaban solamente pintores. ¿Qué recuerdos tiene de Paco Espínola, por ejemplo?

Ah, Paco Espínola era un hombre muy simpático, muy expansivo. Yo lo vi hasta los últimos tiempos. Y por cierto que el otro día me llamó la viuda y lo le dije: “No hacen nada por Paco acá”.

Hace relativamente poco se reditó “Don Juan, el Zorro”, su gran novela inconclusa. Y fue muy bien recibida.

¿Ah, sí?

¿Quiere que se la mande? ¿Usted sigue leyendo, no?

Sí. Yo no puedo salir y me paso todo el invierno en casa. Imagínese si no tuviera la lectura.

¿Sigue releyendo a García Márquez y a Cortázar cuando se desvela?

De Cortázar ya no recuerdo lo que he leído. Pero un amigo de Nueva York me mandó como regalo “Cien años de soledad” traducida al inglés. Es cómico, ¿no?


Y la sonrisa de Manolita se transformó en carcajada. La grabación fue extensa (mucho más de lo transcripto) y la conversación posterior, como ya lo adelantáramos, también. De vez en cuando yo volvía a grabar algo (casi siempre bajo protesta de Manolita) y seguíamos charlando. Poco antes de irnos, ella volvió a insistir: “Mire, para usted el mundo podrá avanzar. Pero para mí da vueltas”.

Al acompañarnos hasta la puerta, sin embargo, la mujer de ciento cuatro años nos agradeció la visita y se puso a resplandecer frente al jardín. “Pero miren cómo se está arreglando el tiempo” comentó, con la tercera orilla de la boca espejada en el sol tormentoso de febrero.

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