lunes

Andrea Moreira


BEATRICE TENÍA NUEVE AÑOS

Yo viví frente a la casa de Maia. Yo la conocí. Ella es la razón por la que a pesar de todo lo que pasó, hoy me prohíbo decir que odiaba esa calle. Ella nunca salía de su jardín ni jugaba con los demás niños del barrio: jugaba conmigo que tenía quince años. Desde la tranquilidad de mi cuarto me había dedicado a observar los movimientos de su casa. Podía ver a Maia treparse a su escondite: un níspero gigante, negro y lleno de telas de araña que se levantaba al costado de su vieja casa. Su madre jamás salía. A veces asomaba su cara pintarrajeada por la ventana. Tenía enormes tetas, la cabeza platinada y caravanas hasta los hombros. Nunca supe su nombre pero la escuchaba llorar. Desde mi trinchera también observaba las llegadas del padre de Maia con distintos hombres todas las noches. Él les abría y permanecía fumando del lado de afuera. Cuando salían le daban dinero que él contaba en la oscuridad. A algunos les palmeaba la espalda, a otros les hacía apenas un gesto con la cabeza para despedirse. Casi todas las noches que lograba permanecer despierto y se abría la puerta yo estiraba el cuello buscando a Maia: nunca pude verla. Si pasaban días sin que escuchara escándalos, era porque el padre no estaba. Pero aquel demonio siempre volvía. Nunca hablábamos de eso. A los nueve años Maia descubrió en una bolsa el vestido de novia de su abuela: estaba amarillo de olor a polillas y venía muriendo desde hacía más de treinta años. Maia podía pasar horas trepada al níspero con aquel vestido. A veces me dejaba acompañarla pero sólo hasta las ramas más bajas. Estas de arriba son sólo mías: para subir hasta acá tenés que casarte conmigo primero, gritaba desde lo alto.
Una de esas tardes cuando estábamos sentados en la puerta de su casa ella se paró: ¿Querés ser mi marido?, ¿eh?, contestame, se paseaba frente a mí con el vestido amarillento. Asentí con la cabeza rezando para no tener que arrepentirme. Inmediatamente me abrazó, me lamió los labios, y me dijo: Ahora vos esperás acá y con los ojos cerrados bien fuerte, hasta que yo te diga, y abrís las manos, pero no hagas trampa. Me quedé con las manos extendidas y apreté los párpados hasta que me dolieron. Ahora podés abrir los ojos, somos esposos, se descolgó su voz. Obedecí: traté de ver detrás de las lágrimas que me provocó el sol y sostuve su bombacha. En las ramas más altas del níspero estaba ella con el vestido subido hasta la cintura. Fue la imagen más hermosa que me llevé de aquella calle: su sexo rosado y liso como una mariposa desalada, un ángel de labios abiertos a mí y sólo a mí. Esa noche no pude dormir: el resplandor de Maia se mezclaba con los gritos de enfrente. Aquél día me clavó sus espinas para siempre.
Lo que tuvimos con aquella niña lo escondimos en las tardes de trepadas al níspero. Le pedía a ella que subiera primero así dejaba que yo la siguiera con la cabeza metida debajo de la falda de novia. Nos reíamos. Ella fue mi primera mujer: el desmadre de mis demonios atornillados a mi cama. El día que le hice el amor me abracé del tronco dejándola en el medio: me quedaron las marcas en los antebrazos y a ella se le escaparon lágrimas que me mojaron la camiseta.
Una tarde su padre llegó muy temprano. Lo vimos abrir el portón: tenía los ojos amarillos y alguien le había reventado la boca. Como no podía bajar sin que me viera, acordamos con la mirada quedarnos quietos entre las ramas, abrazados. Eructó y entró tambaleándose, escuchamos gritos y salió buscándola: Maia, Maia, Maiaaaaaa. Conteníamos la respiración. De haber levantado la cabeza nos hubiera atrapado. La puta que te parió Maia! Vas a ver cuando te encuentre. ¿Dónde mierda te metiste?! Volvió a entrar, dando un portazo. No paré de escuchar los gritos y los insultos hasta que cerré la puerta de entrada de mi casa. Corrí a mi cuarto mientras me subía el cierre de los pantalones. Maia ya se había bajado, no la veía. No la ví por varios días. Cuando nos encontramos nuevamente tenía rastros de golpes de hombres en la cara. Nunca le pregunté nada. Ya nos veíamos menos y le descubría manchas amarillas y violetas en las piernas. También le vi marcas en el cuello. Su sexo fue transformando aquel rosa pálido en una mariposa negra y se le escaparon los pájaros de la mirada.
La última noche ya estaba acostado cuando escuché los gritos y de golpe Maia salió corriendo al jardín. Se levantaba el vestido de novia pero igual tropezó y cayó de pecho. El padre la agarró de los pelos y la arrastró por la tierra. Ella no gritaba. No lloraba. Su madre apareció parada en el marco de la puerta: tenía las manos sobre la boca, y la luz le atravesaba el minúsculo camisón de encajes, dejándola casi desnuda. Maia se revolcaba tanto que alcanzó a darle una patada en la entrepierna. El hombre la soltó y se enrolló de dolor. Ella se trepó a su árbol: le colgaban los volados del vestido. Decidí salir mientras empezaban a prenderse las luces de otras casas. El padre la amenazaba mientras daba saltos manotéandole el vestido. Maia no obedeció: miraba mi ventana. Sin darme cuenta llegué al portón de entrada y el demonio se me vino encima, escupiéndome la cara mientras me gritaba: Que querés acá, asesino. La emputeciste vos, hijo de puta! Volvé a tu casa antes de que te mate a vos también! Asesino! Busqué la mirada de la madre de Maia y ella entró.
Si no te bajás ahora juro que me subo y te rompo toda. Maia sólo me miraba. Yo empecé a llamar a gritos a los vecinos. Entonces él le tiró una pedrada y le partió la frente. Maia me miró mientras un hilo de sangre le goteaba sobre aquel escote que ahora parecía de oro.
Quedó tirada en el piso con la tela rasgada en varias partes y hojas de níspero que le caían arriba. La levantó la policía envuelta con una sábana de satén rojo que les alcanzó su madre antes que se la llevaran. Muchos se fueron acercando para ver, algunos se persignaban. Otros con ojos partidos por el horror me miraban a mí. Alguien rezó un Ave María y una vecina gorda le puso una flor mientras se la llevaban. Yo le dejé unos nísperos.
El musgo se trepó a las paredes de la casa con la velocidad del olvido y los yuyos se fueron tragando el jardín de Maia. Yo a veces me trepaba a nuestro árbol, y otras veces me sentaba donde ella había caído: besé su mirada y le recordé la voz. La casa quedó vacía mucho tiempo. Una mañana escuché el sonido infernal de una motosierra: sentí caer el níspero hoja por hoja, gajo por gajo, y también al vestido. Lloré toda la vida.

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