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[MUJERES QUE SANGRAN CON LAS VACAS] - Andrea Moreira


1

Nací en el medio de un montón de caseríos apretujados y grises en las orillas de Puebla Vaca, pero que tornasolaban por la noche cuando todo quedaba quieto y el vapor del río parecía acariciar los techos con su magia anaranjada y silenciosa. Estuve allí el tiempo necesario para beberme todo el dolor de la tierra y sus domingos tristes.
Vivían unas trescientas personas desparramadas entre el centro y las afueras que llegaron para trabajar en el frigorífico Robledo y Cía. y se quedaron. Porque el frigorífico Robledo y Cía. era la bendición del lugar, según decía mi madre. Porque gracias a Robledo mi padre trabajaba, yo no era una muerta de hambre y podíamos tener a Nerón que me llevaba a la escuela, si no, ni para herraduras nos alcanzaría. Esa era la oración de mi madre de todas sus noches porque era muy devota a su virgencita y todo lo hacía en nombre de ella, incluso golpearme. A mi padre poco le recuerdo la voz. Apenas veía su rostro bueno alguna noche pero jamás hablaba demasiado ni contradecía a mi madre. El pueblo se había formado alrededor del gigante de cemento desde donde yo escuchaba llorar a las reses. Mi padre había llegado con mi madre en una mano y una bolsa de ropa en la otra igual que muchos y se había construido su pieza con chapas y restos de la obras del frigorífico a quinientos metros del corral mayor. Después de un año nací yo y mi madre separó la pieza con un alambre y una cortina de flores dejándome del lado de la ventana: un agujero hecho en la chapa al que en los inviernos le calzaban una tabla de compensado. No recuerdo el frío pero sí la tristeza de tener que esperar hasta la primavera para ver las estrellas desde mi almohada. Jugaba a contar una estrella por cada mugido que escuchaba y con ellas formaba cuerpos de vaca, ancas de vaca, cuernos de vaca, corazones de vaca e hijos de vaca. Del otro lado estaba la cama de ellos y había una pequeña mesa que durante el día se usaba para comer, para planchar el mameluco, para apoyar el cuchillo brilloso de mi padre, para hacer los deberes, para amasar, pero de noche era el altar donde mi madre ponía su virgencita fosforescente y agradecía por Robledo y pedía para que mi padre no perdiera el trabajo prendiéndole una vela. A veces me asomaba cuando pasaba el turno de las cuatro de la mañana: veinte, treinta, cincuenta hombres y mujeres caminando en el silencio de la penumbra, arrastrando las amanecidas piernas con la pesadez del que se arrepiente con anterioridad de sus futuras maldades, sus inevitables sacrilegios.

2

La primera vez que vi el corralón mayor donde descargaban el ganado tenía seis años y me prendí histéricamente de las piernas de mi madre que me apartaba incómoda, tratando de llegar hasta la boca del tubo con la comida de mi padre envuelta en un paño. Nerviosas, las vacas corrían en grupo de un lado a otro mientras varios hombres de blanco las hostigaban con palos para ordenarlas frente a la rampa que iba a perderse en la boca renegrida de la muerte. Lloraban apretujadas, refregándose, empujándose, traicionándose entre ellas, dándose el último abrazo caliente antes de entrar al corredor. Algunas me lanzaron esas miradas hundidas, redondas, oscuras y vidriosas de vaca, exhalando un aire frenético por las narinas como si hubieran corrido toda la vida y el corazón ahora no les entrara en el pecho, babeándose con las lenguas más largas que nunca volcadas hacia un costado: esa ansiedad descontrolada de cuerpos chocándose, montándose esquizofrénicamente unos a otros y estirando los cogotes para mantener las cabezas afuera de un agua inexistente para no caer ahogadas en la oscuridad del polvo. Eso, entendí mucho después, era el verdadero miedo a la muerte. Sin saber qué había más adentro de aquella rampa lo imaginé cuando vi salir por primera vez a mi padre con su mameluco y delantal empapados de sangre.
Desde ese momento mi cama se retorcería entre sueños e imágenes confusas para siempre. O era la cara gigante de cemento que me atrapaba con su lengua y me tragaba por el agujero lacrándose de odio. O era aquella garganta renegrida que me escupía a propósito para revelarle a mi madre el rastro de pesadas gotas de sangre hasta la planta. Otras veces corría montada en Nerón con cabeza de vaca y me atrapaba la mano gigante, de humeantes dedos lustrosos y grises para dejarme caer en el medio del río y verme patalear con desesperación hacia la orilla, donde siempre me esperaba mi madre.

3

Robledo y Cía. se había construido rápidamente y con la misma velocidad se había formado el pueblo a su costado. Era gente buena y solidaria que colaboró hasta con la construcción de la parroquia frente a la plaza, donde los domingos todas las familias nos encontrábamos para querernos un rato y escuchar la misa. Era un pueblo devoto. Mi madre seguía prendiéndole la vela a su virgencita para que no nos quitara a Robledo y Cía. El padre Antonio agradecía los domingos a Dios y a Robledo y Cía., mi propio padre agradecía a Robledo cuando hablaba y hasta los perros de casa parecían alegrarse cuando sonaba la sirena de cambio de turno. Todos los habitantes agradecían a Robledo y caminaban apretujados como ganado por las callecitas de tierra hacia la planta los trescientos sesenta y cinco días del año en turnos de doce horas.
La primera vez que entré a la planta iba camino a la escuela cuando escuché los mortales mugidos y decidí desviarme como tantas otras veces. No sabía por qué deseaba observar a las desgraciadas amasijarse en el corralón. Y ese día me decidí a descubrir la sangre que teñía a mi padre. Me metí por la rampa lateral junto a una víctima recién seleccionada, una vaca redonda, gigante y marrón que gritaba cada vez que los hombres con palos la azuzaban por el tubo mientras ella intentaba recular. Le miré la cara y aparecí reflejada en su ojo izquierdo, caminó unos pasos y se paró, recibiendo en consecuencia tres palazos en las ancas y mientras la empapaba una lluvia de las rosetas gigantes que había en la entrada a nadie parecía importarle que yo estuviera ahí. Sabían que era la hija de mi padre y pensarían que venía con la comida. Unos metros más adelante otro hombre, que había visto varias veces en la parroquia del pueblo le reventó la frente de un marronazo dejando escapar un grito al mismo tiempo. El cuerpo se desplomó con la violencia de un trueno y entonces vi a mi padre levantar aquel cuchillo gigantesco que apoyaba en nuestra mesa y cortarle de lado a lado el cogote a la bestia que se alzaba sostenida por una de sus patas traseras. Los chorros de sangre le empaparon el delantal y le bajaron por las botas hasta formar un lago oscuro y azulado donde a su vez se le reflejaba el cuerpo.
Ese domingo en la hora de misa, mientras el padre Antonio daba un sermón sobre la ira divina, le pregunté adelante de todos, si Dios no la habría descargado toda adentro de Robledo y Cía. Además de darme una paliza memorable con la vara, mi madre me prohibió acercarme bajo ninguna excusa. Sus amenazas eran tan certeras que hasta para bañarme en el río, tuve que ir todos los veranos por el camino de la acacia, que era mucho más largo pero pasaba a dos cuadras del frigorífico.

4

Mi hermana Luz nació cuando yo tenía doce años. Fue la última de cinco que mi madre parió de su lado de la cortina junto con la partera del pueblo, así que ni por la ventana pude espiar. Me mandaron para afuera con mis hermanos y me quedé con ellos escuchándole los quejidos. Mi padre estaba de turno en Robledo y no lo dejaron salir. La conoció cuando tenía ya seis horas de nacida y berreaba como las vacas del corralón.
Luz y los otros pequeños se tragaron el resto del tiempo de mi madre. Si en algún momento aquel cuerpo sostuvo un poco de amor, ahora se le evaporaba día a día con cada gota de sudor entre las horas de la teta, más las horas de pañales, más las horas de fregado en la pileta de nuestra ropa y los mamelucos de mi padre, más las horas que cocinaba para vender cuando a mi padre no le pagaban. Quizás por eso le germinaba de los ojos tanta maldad. Quizás por eso ya no tenía tiempo de encender su vela durante la noche y terminó dejando en la parroquia a su virgencita fosforescente. Yo me le desvanecí de la mirada con el paso de los años hasta desaparecer. Tenía los ojos hundidos y vidriosos, perdió la tranquilidad de la voz y le crecieron ancas marrones, arrugadas y ásperas como las de una vaca. Yo siempre prefería escapar pero ella y su vara me encontraban. Llegó a escribirle a mi maestra que abandonaba la escuela porque andaba putiando por las calles y lo más sano era que me quedara en la casa. Pero lo peor de todo era cuando me obligaba a lavar pañales llenos de caca. Ahí empecé a odiarla. Mis manos olieron para siempre igual a la bosta del corral mayor de Robledo. La empecé a soñar revolcándose con las vacas antes de entrar al tubo, o mugiendo con Luz en los brazos, otras llegó caminando hasta donde mi padre levantaba el cuchillo, pero ese sueño no se resolvía.

5

Debido a la falta de tiempo de mi madre, empecé a llevarle la comida a mi padre al mediodía hasta Robledo y Cía. Lo tenía prohibido pero me alegré al saber que no había otra opción. No porque extrañara ir, o quisiera nuevamente presenciar aquellas imágenes que se repetían incansablemente en mis noches, a veces arrancándome gritos en medio de la madrugada o a veces provocándome un miedo terrible a dormir, sino porque le ganaba finalmente a mi madre y todo volvía a la normalidad: si iba a Robledo, entonces podía ir al río por el lugar más cercano, podía ir a visitar a Mamina más rápido, no tenía que salir por atrás del pueblo para ir a la plaza, entre otras ganancias.
Uno tras otro se sucedieron los mediodías de frigorífico, hasta que comencé a darme cuenta de que algo empezaba a cambiar. Algunos hombres se agrupaban conversando y gesticulando al costado de los corrales. En el pueblo comenzaron a gritar por las calles contra Robledo y Cía. En mi casa las discusiones a los gritos y los insultos eran diarios. Hasta que empezó la huelga de los obreros del frigorífico Robledo y Cía. Ya nadie agradecía en el pueblo a San Robledo. Los empleados pedían mejoras en las condiciones de trabajo, por ejemplo bajar los turnos de doce a ocho horas. Como ganado también en este tiempo bajaban por las calles del pueblo hasta la planta para comenzar los gritos y apedreos. Destrozaron vidrios, cercos y corrales. La planta cerró hasta que una tarde el vocero del frigorífico manifestó que se abría pero manteniendo las condiciones para todos aquellos que quisieran presentarse a trabajar al día siguiente. Los que no, podían pasar por la administración a cobrar. Mi padre estaba adherido a la Unión como el resto de sus compañeros y decidió no presentarse. Esa noche fue una hecatombe, mi madre gritaba y rompía cosas contra el piso. Incluso agarró de los pelos a mi padre y le arañó la cara y el cuello. Mi madre lo obligaba a que fuera a trabajar al otro día, porque tenía mujer y cinco hijos que alimentar. Mi padre le gritaba que no era su culpa que se preñara siempre, que él no era un carnero hijo de puta, y no traicionaría a sus compañeros. Mi madre nos echó para el fondo y la escuché amenazándolo con irse lejos. Luz tenía ya dos años y lloraba berreando, aturdiéndome: no me dejaba pensar, no me dejaba escuchar lo que se decían, su llanto se mezclaba con los mugidos que llegaban desde el corral mayor. Le tapé la boca pero gritaba histéricamente y tuve que golpearla. Al rato mi padre salió a buscarnos. Nunca me había acompañado a la cama, pero aquella noche tapó a los cuatro más chicos y me besó la cabeza varias veces.
Murió esa madrugada. Lo asesinaron cuando iba hacia la planta. A él y a otro más que se presentaron a trabajar les partieron la cabeza a marronazos. Eran casi las cuatro de la mañana y el aire húmedo, pesado y naranja que venía desde el río encontró los cuerpos tirados con carteles de rompehuelga en el pecho.
Ese domingo en el entierro de mi padre, mis hermanos y yo caminábamos al lado de mi madre y detrás del padre Antonio. No recuerdo haber sentido nunca tanto dolor. Unos pocos vecinos vinieron a acompañarnos. La cara de mi madre estaba gris, hundida y seca. Cuando nos paramos frente al cajón para escuchar las palabras del padre Antonio, él le extendió a mi madre una pequeña Biblia y su virgencita fosforescente que ella por supuesto rechazó. Alzó a Luz en los brazos, me hizo un gesto con la cabeza y salimos atrás de ella. Cuando me di vuelta el padre Antonio estaba haciendo la señal de la cruz.
Esa noche me acosté con mis hermanos como siempre, de nuestro lado de la cortina. Le acaricié la cabeza a Luz y le canté hasta que se durmió. Permanecí mirando un poco más las estrellas mientras algún llanto del corralón acompañaba el mío. Me dormí sabiendo que mis sueños vendrían como casi todas las noches de mi vida. Y así al rato, mi padre caminaba despacio mientras le daban palazos desde atrás, lo bañaban las rosetas gigantes del techo y lo colgaban de una pierna. Luz corría llorando con un disfraz de vaca por toda la planta. Mi madre desnuda, con la piel manchada de blanco y marrón, se sostenía las ubres arrugadas, pesadas y secas con una mano mientras que con la otra levantaba el cuchillo de mi padre mientras me esperaba. Pero a medida que me obligaban los hombres desde atrás con sus palos dándome en las ancas para que avanzara, yo pensaba en cómo agacharme para esquivar el marronazo y sacarle el cuchillo de un salto. Así sucedió y pude degollarla. La escuché toser y mugir revolcándose en su cama, estirando el cogote para mantener la cabeza afuera de un agua inexistente, para no ahogarse en la tierra, con los ojos vidriosos, hundidos y negros, arrancó la cortina de un manotazo sosteniéndose la herida con la otra mano, exhalando un aire frenético por las narinas, babeándose con la lengua volcada hacia un costado más larga que nunca, atorada en los ronquidos: esa ansiedad descontrolada del cuerpo sin camino, un cuerpo que se duele acabado, un cuerpo oscuro, eso: era el verdadero miedo a la muerte.
Entonces entendí quién era la que había matado a mi padre. Desperté a mis hermanos y salí.


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