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12 / MAROSA DI GIORGIO [Capitanes del Vuelo]


UNO: LA MUJER SALVAJE

En 1965, mientras Alfredo Zitarrosa rompía la piñata del dial uruguayo con Milonga para una niña y Recordándote, la poeta salteña Marosa Di Giorgio -nacida en 1934- publicaba Historial de las violetas, el primer título de una saga destinada a arrancarle para siempre el disfraz de estatua a nuestra Mujer Salvaje.

Yo conocí el librito de casi inexistente circulación unos años más tarde, y me acuerdo que cuando lo empecé a vichar en un ómnibus sentí como si a todos los árboles del Obelisco los hubiese despeinado una extrasístoles.

Supongamos que leí:

Ellos tenían siempre la cosecha más roja, la uva centelleante. / A veces, al mediodía, si no nunca / nos atrevíamos-, mi madre y yo, tomadas de la mano, / íbamos por los senderos de la huerta, hasta pasar la línea / casi invisible, hasta la vid de los monjes. La uva erguía / bien alto su farol de granos; cada grano era como un rubí / sin facetas con una centella dentro. Ellos estaban aquí y allá / con las sayas negras o rojas, y parecían escudriñar diminutas / estampillas, grandes láminas, o meditar profundamente sobre / el Santo de esos lugares. A nuestro rumor alguno dirigía / la mirada como una flecha de oro o de plata. / Y nosotras huíamos sin volvernos, temblando bajo / el inmenso sol.

Y aquello fue un escándalo que lamentablemente me asustó más de lo que me maravilló, porque lo cerré enseguida y cuando el Peludo Espínola o Guillermo Fernández empezaron a hablarme de las chacras enjoyadas de Marosa Di Giorgio con la misma especie de desorbitamiento con el que nombraban al sinvergüenza de Felisberto, no les daba pelota. Y no volví a leerla hasta que Arca publicó La liebre de marzo y salió un bruto reportaje de dos páginas en El Día donde la mujer con lentes de mariposa y trompa bermellón comentaba que a ella se lo dictaba todo Dios y tampoco terminé el libro.

Y lo peor es que recién anoche, 28 de setiembre de 2008, releyendo un cuentito folclórico que se llama La Loba, entendí lo que le había pasado a Alfredo Zitarrosa cuando empezó a cantar con la fe encorbatada aunque le costara tanto.

Hay una vieja que vive en un escondrijo del alma que todos conocen pero muy pocos han visto. Como en los cuentos de hadas de la Europa del este, la vieja espera que los que se han extraviado, los caminantes y los buscadores acudan a verla.
Es circunspecta, a menudo peluda y siempre gorda, y, por encima de todo, desea evitar cualquier clase de compañía. Cacarea como las gallinas, canta como las aves y por regla general emite más sonidos animales que humanos.
(…) Se la conoce con distintos nombres: La Huesera, La Trapera y La loba.
(…) La única tarea de La Loba consiste en recoger huesos. Recoge y conserva sobre todo lo que corre peligro de perderse. Su cueva está llena de huesos. (…) Pero su especialidad son los lobos.
Se arrastra, trepa y recorre las montañas y los arroyos en busca de huesos de lobo, y cuando ha juntado un esqueleto entero, cuando el último hueso está en su sitio y tiene ante sus ojos la hermosa escultura blanca de la criatura, se sienta junto al fuego y piensa qué canción va a cantar.
Cuando ya lo ha decidido, se sitúa al lado de la criatura, levanta los brazos sobre ella y se pone a cantar. Entonces los huesos de las costillas y los huesos de las patas del lobo se cubren de carne y a la criatura le crece el pelo. La Loba canta un poco más y la criatura cobra vida y su fuerte y peluda cola se curva hacia arriba.
La Loba sigue cantando y la criatura lobuna empieza a respirar.
La Loba canta con tal intensidad que el suelo del desierto se estremece y, mientras ella canta, el lobo abre los ojos, pega un brinco y escapa corriendo cañón abajo.
En algún momento de su carrera, debido a su velocidad o a su chapoteo en el agua del arroyo que está cruzando, a un rayo de sol o a un rayo de luna que le ilumina directamente el costado, el lobo se transforma de repente en una mujer que corre libremente hacia el horizonte, riéndose a carcajadas.

Lo que quiere decir que no tuvimos un cantor capaz de completarnos con la costilla celeste de la grandeza femenina del mundo hasta que el Uruguay precisó un corazón digno de abrigar a cada agonizante de pena en un baldío.

Y que hubo que amoratarse durante un siglo y medio de vida institucional reseca por la culturita de cielorraso para que la cantadora Marosa Di Giorgio empezara a desparramar con ternura de bestia la magia campeadora que nos puede salvar de creer en nuestros cadáveres como últimas moradas.


DOS: LOS LENTES

Todos los animales salvajes como la Mujer Salvaje son especies en peligro de extinción, parece escupirnos en la cara lorquianamente Clarissa Pinkola Estés: En el transcurso del tiempo hemos presenciado cómo se ha saqueado, rechazado y reestructurado la naturaleza femenina instintiva. Durante largos períodos, esta ha sido tan mal administrada como la fauna silvestre y las tierras vírgenes. Durante miles de años, y basta mirar el pasado para darnos cuenta de ello, se la ha relegado al territorio más yermo de la psique. A lo largo de la historia, las tierras espirituales de la Mujer Salvaje han sido expoliadas o quemadas, sus guaridas se han arrasado y sus ciclos naturales se han visto obligados a adaptarse a unos ritmos artificiales para complacer a los demás.

No es ninguna casualidad que la prístina naturaleza virgen de nuestro planeta vaya desapareciendo a medida que se desvanece la comprensión de nuestra íntima naturaleza salvaje. No es difícil comprender por qué razón los viejos bosques y las ancianas se consideran unos recursos de escasa importancia. No es ningún misterio. Tampoco es casual que los lobos y los coyotes, los osos y las mujeres inconformistas tengan una fama parecida. Todos ellos comparten unos arquetipos instintivos semejantes y, como tales, se les considera erróneamente poco gratos, total y congénitamente peligrosos y voraces.

Mi vida y mi trabajo como psicoanalista junguiana, poeta y cantadora, guardiana de los antiguos relatos, me han enseñado que la maltrecha vitalidad de las mujeres se puede recuperar efectuando amplias excavaciones “psíquico-arqueológicas” en las ruinas del subsuelo femenino. Recurriendo a estos métodos conseguimos recobrar las maneras de la psique instintiva natural y, mediante su personificación en el arquetipo de la Mujer Salvaje, podemos discernir las maneras y los medios de la naturaleza femenina más profunda. La mujer moderna es un borroso torbellino de actividad. Se ve obligada a serlo todo para todos. Ya es hora de que se restablezca la antigua sabiduría.

Cuando publiqué mi primer poemario -París póstumo- en las Ediciones de la Balanza que dirigían Rolando Faget y Laura Oreggioni, conocí personalmente a Marosa Di Giorgio.

La dictadura ya nos había desguazado la revista Palabra y los escritores preferíamos juntarnos en los boliches y aquellos lentes verdes con forma de mariposa dignos de un carnaval veneciano ochocentista no me cayeron mal.

Ella nunca iba a ser una madre, y la boca amalvonada y el largo pelo pajizo y teñido invariablemente con un lacre rembrandtiano parecían humedecerle nada más que un lunar turgente que vigilaba todo.

Juan Carlos Macedo había escrito ocho textos preciosos sobre los cuadros polifocalistas y un día Marosa le preguntó si Espínola no podría permitirle contemplar otra vez las gigantescas biopsias de tejido imaginativo con marcos octogonales expuestas excepcionalmente en la Galería Losada durante tres meses y la esperaron entusiasmadísimos en el balcón del taller de Avenida Brasil y cuando el poeta señaló a la mole cincuentona que se bamboleaba taconeando como si todos los plátanos otoñales le entretejieran un cortejo armonizado por Turner y por Händel para besar el paso de la reina de Siam sobre la irisación del Támesis el pintor, que nunca la había visto, murmuró:

¿Eso es Marosa?

Y fue como si leyera:

Mi alma es un vampiro grueso, granate, aterciopelado. Se / alimenta de muchas especies y de sólo una. Las busca en la / noche, la encuentra, y se la bebe, gota a gota, rubí por rubí. / Mi alma tiene miedo y tiene audacia. Es una muñeca grande, con rizos, vestido celeste. / Un picaflor le trabaja el sexo. / Ella brama y llora. / Y el pájaro no se detiene.

Y Juan Carlos me contaba que Marosa se debe haber quedado por lo menos una hora sin decir una palabra y al final les dio las gracias con una emoción pálida pero no se dejó acompañar a la calle y ellos se quedaron ordenando los cuadros y Manolo propuso ir a tallarinear en una cantina donde todavía le fiaban y recién cuando volvían le tocó comentar al poeta:

Marosa entendió, loco.

Y el hombre que había percutido la claridad serrana para impregnar la reciente muerte de su padre con la PAX-LUX de Mozart retrucó sin tristeza:

Y pensar que no se sacó los lentes verdes ni un momento, carajo.


(click en la imagen para volver)

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