domingo

ATAHUALPA DEL CIOPPO: LA INFANCIA QUE LEVANTÓ VUELO ESCONDIDA EN LA COPA DE UN PLÁTANO (III)


(reportajes recuperados / tercer tramo)

MONTEVIDEO III

Un día Martorell aguza la belleza de su rostro y sondea en la penumbra las pupilas incendiadas de los chiquilines que se pasaban la mañana jugando al fútbol en la plaza Garibaldi y después de comer corrían a presenciar el ensayo de la compañía lírica en el teatro Cibils. “¿Pero qué es esto?” preguntó la diva. Entonces alguien le explica que son los amigos de un niño que viene a las funciones casi todos los fines de semana: el hijo de don Carlos, el sastre. Y la diva pregunta quién es el hijo de don Carlos y el niño se adelanta y dice: “¿Usted sabe, señora, que yo me acuerdo del percance que le pasó en aquella fuga que iban a hacer en el auto? Cuando trajeron el caballito, ¿eh?”. Y el golerito desgarbado y la Martorell y el resto del elenco lírico empiezan a matarse de la risa y desde ese momento los chiquilines se transforman en un público familiar y hasta aplaudidor y después del ensayo se sientan en la falda de las actrices o les pide permiso permiso para llevarse algún bombón del camarín donde han localizado un tesoro multicolor de pequeñas bolsas de raso ilustradas con paisajes al óleo. Y cuando terminaban de ver un ensayo el niño capitaneaba al grupo hasta su casa, donde bajo su orientación trataban de repetir algunas cosas que acababan de ver. O inventar algo nuevo. Y fue así como Américo Celestino del Cioppo Flogliacco empezó -a los cinco años- a jugar al teatro.

CANELONES III

En la época de los anarquistas yo ya había fundado un equipo de fútbol, el Bristol. El nombre recogía la influencia del imperialismo inglés -como pasaba en Montevideo con Wanderers, Liverpool, Dublin o tantos otros- pero el rojo y el negro de nuestra camiseta intentaba ser una reminiscencia de la bandera anarquista. Y yo fundé el Bristol, además, para romper con la hegemonía de los dos cuadros grandes de Canelones. En aquel tiempo llegué a ser capitán del combinado departamental, cuando Nasazzi todavía estaba en el Roland Moore y nos enfrentábamos en partidos correspondientes a la Liga del Sur. Él era centro-half y yo half izquierdo, aunque también alguna vez jugué de centro-half o de puntero izquierdo. Yo pateaba con las dos piernas, pero siempre jugué en la izquierda, vaya a saber por qué. Bueno, y después que me radiqué en Montevideo alcancé a jugar en Wanderers y me ofrecieron un contrato para irme a Italia. Pero ya había subido Mussolini, y eso me provocaba una especie de alergia.
Fíjese que el recuerdo de todos esos años que yo llevo grabado con más fuerza es el de una noche en la plaza, al final de mi infancia. Fue un momento en que el núcleo de anarquistas se reunía en Canelones porque la represa del molino Storace -que aprovechaba las aguas del Canelón Chico- provocaba inundaciones en un vasto sector conocido como la Calle Ancha. Había veces, cuando venían las lluvias, en que los vecinos tenían que irse. Entonces se provocó todo un movimiento para que el molino Storace buscara otro sistema: el de las calderas a vapor, por ejemplo. Hasta que un día la misma compañía hizo estallar la represa, lo que significó un triunfo enorme de los anarquistas. Y se programó un festejo en la plaza pública, para el cual les dieron permiso advirtiéndoles que no hicieran ninguna mención levantisca contra la autoridad o se disolvía el acto. Esa noche vino toda la gente de la Calle Ancha y la tribuna era una mesa traída del café de Brause (que se llamaba “La vaca negra”) y puesta bajo la columna de luz a gas que había en el centro de la plaza. El jefe de la tropa del cuartel que reforzó a la policía era Ballestrino -abuelo o padre del Ballestrino actual. Y la tropa y la policía se colocaron en la calle más sombría, a escuchar la oratoria. Entonces mi tío, para que no nos vieran los curas -que eran gente bastante evolucionada y estaban sentados allí esperando que empezara el acto- nos hizo trepar a los plátanos. Y allí arriba del árbol yo me sentía como si estuviera en un palco, o en una galería. Primero hubo una arenga popular muy fuerte de Massini, representando a los obreros. Después Froilán Vázquez Ledesma hizo una apología de las libertades y Leoncio Lasso de la Vega recitó versos, con su traje negro y su corbata de lazo y su chambergo. Hasta allí todo transcurrió en perfecto orden. Y el último que sube es Ángel Falco. Y de repente dice: “Esto no termina aquí. Porque éste es un pequeño acto de justicia, pero la justicia tenemos que hacerla en grande. Tenemos que cambiar y revolucionar todo poder que ejerza un acto de restricción de las libertades. Nosotros queremos una forma libre de administración, acabando con este poder que tiene reminiscencias feudales. Y con este verbo encendido mío, yo diré -a pesar de la canalla policial queme rodea- que un día nosotros haremos flamear el estandarte rojo y negro que es el que va a traer la liberación verdadera de los pueblos. Esto es un pequeño ensayo, nada más. Y nosotros no vamos a tolerar que nos pongan restricciones y nos amenacen”. En ese momento se es escucharon las cornetas anunciando la orden de ataque de Ballestrino, y lo primero que hizo Ángel Falco fue dar vuelta la mesa y arrancarle una pata, mientras las señoras se dispersaban aullando por la gresca tremenda que iba a armarse y nosotros nos tirábamos de los árboles y agarrábamos pedregullo y se lo largábamos a la cara a los soldados.
Yo podría asegurar que fue ahí, en ese foro popular, que aprendí mis primeras ideas políticas de libertad. Y en esa misma plaza escuché hablar, con el tiempo, a Frugoni y a Celestino Mibelli, hasta que varias décadas después -superados el exilio y la dictadura- pude llegar con El Galpón, por fin, a poner nuestro Artigas.

(LEER Primer tramo - click aquí)

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