miércoles

Zarpes desde Catalunya [Luis Silva Shultze]

Los invito a soñar juntos una partida de ajedrez entre Don Quijote y Chaplin en un teatro flotante y abierto de Saturno. Debemos recordar que estamos en un planeta gaseoso y sin superficie firme, y por lo tanto existe la posibilidad de que los contendientes, en lugar de seguir razonamientos lógicos, se dejen llevar por los tentadores toboganes del divague. La temperatura ambiente es muy baja, pero gracias a nuestros fueguitos interiores encendidos con la literatura y el cine de tan maravillosos personajes, seguro que no pasaremos frío. El escenario se ilumina de siete colores, cuando los rayos solares refractándose en el hielo de los anillos que circundan el planeta, pintan decenas de arcoiris en el amanecer de un día que sólo tendrá diez horas. Y comienza la danza de trebejos. Inmediatamente observamos que Don Quijote con las piezas blancas, ve las torres negras como gigantes enemigos, ya que su mano, montada sobre el caballo y llevando un alfil como lanza, arremete contra aquellas con una furia muy bien pensada. Chaplin recibe el ataque con una sonrisa seductora, y mientras que con una mano se saca el sombrero, saludando admirado y con la otra saca a caminar a su alfil por una diagonal iluminada de candilejas. Como ninguno de los dos se enroca, las parejas reales quedan a la intemperie, y por lo tanto expuestas al ataque conjunto de los peones republicanos, y la partida entonces toma un cariz histórico imprevisto. Curiosamente, no se comen ni una sola pieza para no herir el alma del otro y solamente buscan que se escuche la sinfonía de belleza y arte de un ajedrez bien jugado.
Mientras tanto, como amores imposibles que siempre fueron, Dulcinea y la florista ciega se hacen amigas en el anillo más lejano, aquél al que sólo llegan para besarlas las luces mortecinas de las sesenta lunas. Un poco más aquí, Rocinante trota por la niebla, como aquel alazán del viejo Yupanqui en el abismo: ¿cómo fue que no lo viste, qué estrella andabas buscando?
Finalmente en un anillo muy azul, Sancho Panza cocinaba para todos milanesas a la saturniana, acompañadas de pequeños cometas fritos recién estrellados contra el sartén que sostenía con el brazo derecho levantado. Lo ayudaba en tan difícil tarea El Pibe, aquel entrañable chiquilín que sentado con Chaplín en el cordón de la vereda les contaban sin decir una palabra a nuestros corazones infantiles y en la oscuridad de un cine, que por más dura que se haga la vida, la ternura y el cariño en los lazos humanos van más allá de Saturno.


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