lunes

[MADELAINE] - Andrea Moreira


No puedo inventarte más, entendés?!!! El director le destrozaba la oreja y se miraba en el espejo lleno de luces, mientras terminaba de subirse los pantalones. Definitivamente no puedo!: o empezás a hacer las cosas bien o te vas a la mierda en menos de veinticuatro horas, oíste?! Le sacudía la silla mientras le daba alguna patada a las patas. Él lloraba sentado frente al espejo de luces mirándose las manos que retorcía lentamente en la falda. Levantó la cabeza cuando el director se fue dando un portazo. Se miró al espejo tratando de no seguir llorando. Todavía escuchaba gritos por el corredor. Tenía el tocado de plumas azules torcido hacia el corazón y dos ríos negros le atravesaban la cara e iban a morir en el océano de purpurina que decoraba los pechos, apenas tapados por dos círculos de strass pegados en los pezones. Tomó una toalla húmeda y comenzó a limpiarse el maquillaje. Dejó de llorar. Se sacó el tocado primero y la peluca platinada después. Volvió a mirarse: tenía la cara a medio limpiar, y el pelo aprisionado en una red con horquillas. Pensó en su madre. ¿Era una santa o el diablo? De ella había heredado los ojos redondos, de ese negro eterno y limpio. Buscó en el bolso del maquillaje y encontró la petaca peltre. La destapó mientras tarareaba una canción: Están los dos allí / con polvo / lalala / sin mejor compañera que la muerte de a dos. Tomó un viborazo de whisky que le hizo sonar el cascabel de la muerte en la barriga. Agarró sus cosas y salió del camerino. Las luces del teatro se estaban apagando, sólo quedaban las limpiadoras en los pasillos. Ninguna levantó la cabeza. Salió a la calle. Se acordó de unas palabras de su madre: No me mata el hambre sino tu silencio. Tenía dolor de estómago. Mañana cuando se levantara, pensó, iba a ensayar encerrado en su cuarto, un número nuevo que venía soñando hacía ya varias semanas. Con seguridad precisaría dos alas azules de mariposa y unas lenguas de fuego en el tocado. Precioso, dijo en voz alta mientras caminaba rápido. Ya casi había terminado la canción. Mañana se la iba a bailar y cantar al director. Capaz que tengo que hacerle algunos retoques, pensó, mientras buscaba el papel en el bolsillo del tapado. Cuando lo encontró buscó una luz donde poder leer. Se paró debajo del cartel de un comercio: Creo en vos / llego en vos / y se me caen los días de los labios. / Amo en vos para treparme a tu universo / y quiero arrancarme la luz sin pensarlo. / De mis manos bebe sólo mi amor, ni monedas ni flores, sólo mi amor (estribillo). Duermo en vos / cuelgo de vos / y mi corazón se te descuelga. / Nada tengo/sólo mi amor. /Nada se parte / sólo mi amor. / De mis manos bebe sólo mi amor, ni monedas ni flores, sólo mi amor (dos veces). Esta vez se la tenía que mostrar, pensó, y seguro que el director le iba a hacer el amor sin lastimarlo.
Mientras buscaba un lápiz para escribir alguna estrofa más, le tocaron el hombro. Jamás había sentido tanto dolor. Lentamente, dio vuelta el cuello para mirar a su llamador. ¿Cuánto por una mamada? chasqueó los dedos el diablo haciendo que se apagaran todos los luminosos de la cuadra. Aquellos ojos rojos lo ahogaron. No, disculpá, te estás equivocando conmigo. Vos no entendés yo trabajo en aquel teatro, soy actriz, bailarina y cantante. Nada más. Mientras trataba de explicar, vio el brillo metálico que lo empujaba contra la pared. Con una mano le tiró el pelo hacia atrás, y con la otra le secó algunas lágrimas y lo obligó a ponerse de rodillas. El golpe vino un poco antes de la catarata de azufre venenoso que le superó los labios, chorreando por la garganta y el cuello del tapado. Quedó sentado en el piso, apoyado apenas contra la pared y se vomitó el pecho. Vio alejarse al demonio que le había tocado aquella noche: la cola llena de espinas que le sobresalía del traje fue lo último que alcanzó a distinguir cuando se metió chapoteando por la boca de tormenta y desapareció. Los luminosos comenzaban a encenderse nuevamente. Juntó su canción y su cartera y comenzó a caminar calle abajo. Vomitó un poco de sangre en una esquina. Llegó a su casa. Cuando puso la llave escuchó el clic de la portátil del cuarto de su madre. Entró y voló lo más rápido que pudo hacia el baño. ¿Cómo te fue hoy León? gritó la mujer desde la cama. El apretó los puños contra la pileta y se miró: aquello era una verdadera máscara azul con rayos rojos. Mejor, contestó, mientras tomaba aire para ahogar el llanto. La escuchó salmodiar: No me mata el hambre sino tu silencio, no me mata la muerte sino tu silencio. Se agarró la cabeza y se tiró de los pelos de los costados con fuerza. Ya voy, le contestó mientras se arañaba la cara y la garganta. Se lavó, se puso ropa limpia y pasó por la cocina, bebió agua lentamente y serpenteó hasta el cuarto de la mujer postrada hacía más de dos años. Se arrodilló al costado de la cama y apoyó la cabeza para que ella lo acariciara. Ay, León, León, rey mío, mi alma. Todas las noches rezo para que dejes ese trabajo de sereno y podamos pagarle a alguien que me cuide. Él permanecía inmóvil, con los ojos muy abiertos, los brazos caídos y la cabeza sobre los viejos pechos. En la pared eran una sola sombra amorfa. Se me parte el alma de sólo pensar que después de trabajar tanto, tenés que volver a atenderme. Soy una inútil. No sirvo para nada. No te enojes conmigo, creo que se traspasó el pañal y tengo mojada la cama. Perdoname por favor. Entonces León se decidió a cortarse la primer muñeca, y apretó los ojos y la boca en una mueca infinita pero sin moverse de su posición. La mujer seguía hablando y acariciándolo. El segundo corte fue mucho más profundo y ahora el hombre dejó caer el cuchillo sobre la alfombra. Su madre retomaba por centésima vez el relato del abandono del padre, hablaba y hablaba, y le pedía perdón. León fue perdiéndole la voz, hasta sentirla mezclándose con la música del teatro. Las luces se encendieron nuevamente y allí estaba pronto para salir. Esperado por cientos de personas, aplausos y gritos de euforia cuando se abría el telón para Madelaine. Tenía las alas azules de mariposa, zapatos altísimos y livianos que lo dejaban bailar casi en el aire. Lenguas de fuego que le decoraban los brazos. Y otra vuelta y otra más, caían millones de papelitos dorados, caminaba con su tocado lleno de plumas más rojas que el infierno. Otra vuelta, saludando a la gente y se sentó en la silla que lo elevaría por encima del público. Liviano, hermoso, comenzó a volar. Luces, estrellas, y un micrófono que lo esperaba para debutar con su nueva canción: Creo en vos / llego en vos / y se me caen los días de los labios. / Amo en vos / para treparme a tu universo / y quiero arrancarme la luz sin pensarlo. / De mis manos bebe sólo mi amor, ni monedas, ni flores, sólo mi amor. / Duermo en vos / cuelgo de vos/y mi corazón se te descuelga. / Nada tengo/sólo mi amor. / Nada se parte /sólo mi amor. / De mis manos bebe sólo mi amor, ni monedas, ni flores, sólo mi amor sólo mi amor.


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