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JORGE BOCCANERA: “COMO LA BOCA DE ORO DEL NIÑO FRENTE AL MAR” [entrevista exclusiva]

Jorge Boccanera (Bahía Blanca, Argentina, 1952) ya se ha constituido, desde hace tiempo, en una de las voces más importantes de la poesía latinoamericana. Sus espaciados poemarios han convivido siempre, además, con un constante hurgar ensayístico y periodístico que completa una dialéctica investigativa imprescindible en estos “tiempos líquidos”, al decir de Zygmunt Bauman, donde la historia nos obliga a enriquecernos más que nunca con la hipnosis irrefutable de las imágenes frente a tanta “solidez sociológica” en vías de derretimiento o reestructuración. Como lo testimoniamos en nuestra página de actualidades, en 2008 Boccanera recibió el premio español Casa de América por su poemario inédito Palma Real, y el premio italiano Camaiore por la traducción de su ya célebre Sordomuda. Este año fue invitado para integrar el jurado que le otorgó el premio Pablo Neruda al nicaragüense Ernesto Cardenal.

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Me gustaría empezar por el final: hace ya dos o tres años me dijiste por teléfono que estabas escribiendo un nuevo poemario porque la selva de Costa Rica te hablaba desde un mueble que había en la casa de tu hijo. Y ese libro terminó siendo Palma Real. ¿Cómo se fue dando la conversa con la selva?

Sí, la conversa con la selva tiene una historia que se inicia en Costa Rica más o menos en 1995 y termina en el 2008. Tiene que ver con mis viajes por el río Tortuguero, el parque Corcovado, las montañas altas de Monteverde, el follaje cerrado de Dos Ríos de Upala, entre otros muchos espacios donde resplandece el bosque húmedo. Me conmovió ese universo enmarañado que contenía todos los sabores y los olores y las texturas; todas las formas posibles de la vida y la muerte que “cantan a dúo” -como escribió el poeta ecuatoriano Humberto Vinueza. Uno de los inicios de esa historia podría estar en un tronco de laurel verde que me regaló el poeta “tico” Norberto Salinas (a quien frecuenté en los ocho años que viví en Costa Rica), y que terminé cortando en tablas hasta armarme yo mismo una biblioteca. Me gusta pensar que con ese tronco hecho estantes entró a mi casa su olor, su rugosidad, sus vetas, su experiencia de lluvias. Y por supuesto, entró la fronda. De pronto en esa selva empezaron a moverse mis obsesiones: el exilio, los viajes, el anhelo, el pesar; como si el follaje me diera migas de su gran libertad y yo pudiese hablar por el parloteo de sus animales y se sumaran las voces de personajes como Rimbaud, Frida Kalho, Pablo de Rokha, Ana Frank… Un libro así podría sonar extraño en medio de una poesía rioplatense “urbana”, y además extraño aún a lo que yo venía escribiendo. Es un viaje hacia lo que desconozco -como todo viaje exploratorio- con la palmera (la esbelta) en el centro de una selva que en lugar de crecer, imagina. Porque es esa su manera de multiplicarse, imaginar. Y allí la sensualidad, el silbido de la memoria, los árboles talados de mi generación y los insectos que al tiempo que devoran con sus mandíbulas las hojas crepitantes, están construyendo montañas de silencio.

Me imagino que te debe haber sido muy difícil, en la segunda mitad del siglo XX, elaborar tus símbolos sin utilizar verdades conceptuales pertenecientes a ideologías filosóficas estructuradas que vivís esquivando como un torero. ¿Ese vivir pensando en imágenes o vivir desdoblado en el sótano de las imágenes nacientes te costó mucha incompresión cotidiana? ¿Valió la pena?

Creo que la poesía verdadera tiene la música de las preguntas. Lo decía Olga Orozco parafraseando a otro escritor: la respuesta es la desgracia de la pregunta. Lo estructurado nos limita. Por ello agradezco a los “fundadores” de la poesía latinoamericana que desde Darío se negaron a fundar una escuela poética (el nicaragüense insistía en que el modernismo no era una escuela); hablo de Cardoza y Aragón, de Girondo, de González Tuñón, de Neruda, de Salomón de la Selva, de aquellos que reformularon las proclamas de los “ismos” que llegaban de Europa y embarraron esas propuestas con lo vernáculo: nativismo, negritud, criollismo. No hay más que ver que el poeta nuestro y grande que discute al surrealismo es un indígena, Vallejo. Esos poetas, lejos del manifiesto dogmático y las ortodoxias, nos legaron un extenso corredor para que cada uno eche mano a lo que mejor convenga a su hacer creativo. Respecto a la “incomprensión cotidiana”, hay muchas cosas que quedan en el lado oscuro del mundo que nos toca. Habitamos los reversos, y para nosotros también es incomprensible ese páramo que nos venden todos los días por los medios masivos.

¿No les podrías recomendar a los muchachos de nuestro Laboratorio algunos poetas que considerás esencialísimos? Fundamentando por qué, claro.

Hay muchos poetas que me parecen esenciales, de distintas épocas y estilos; a veces me parece esencial algún libro o algún verso (como aquel de John Donne: “La muerte es muerte, porque nos separa”). Ahora estoy leyendo al argentino Horacio Castillo, al cubano Eliseo Diego y al mexicano Eduardo Lizalde, intensos todos y no lo suficientemente conocidos. Más que argumentar, me gustaría compartir aquí un poema de Lizalde:

EL CEPO

Vacía la trampa de oro,
sobredorada -el oro sobre el oro-,
de esperar inútilmente al tigre.

Oro en el oro, el tigre.
Incrustación de carne en furia, el tigre.
Mina de horror. Llaga fosforescente
que atraviesa la sangre
como el pez o la flecha.
Rastro de sol.
La selva se ilumina, abre los ojos
para ver pasar la luz del tigre.
Y a su paso, Midas, las hojas, ojos,
flores desprevenidas, crócalos dormidos,
ramas a punto de nacer,
libélulas doradas de por sí,
gemidos de cachorros,
se doran, se platinan.
Y el tigre pasa, frente a la trampa absorta,
amada,
y la trampa lo mira, dorándose, pasar;
la fiera huele acaso
la insolente carnada convertida en rubí,
lame sus brillos secos de aparente jugo,
pisa en vano el aterido
resorte de cristal o nácar
del cepo inerme ahora.

Escapa el tigre
y la trampa se queda
como la boca de oro
del niño frente al mar.

Eduardo Lizalde (México, 1929).

¿Cómo interpretarías el ya célebre verso del uruguayo Juan Cunha: Y si soñamos fue con realidades? ¿Qué hubo de fantasía tangible y de disparate utópico en el proceso cultural latinoamericano que nos tocó más llorar que festejar?

No entiendo bien lo del “disparate utópico”, porque las utopías son las que abren camino; más bien lo absurdo estaría en esta realidad de hoy impuesta a sangre y fuego que nos cambia el deseo por la tentación (el éxito es eso, la derrota del deseo) y posterga algo esencial en la vida de los hombres: la reciprocidad.
Coincido con Juan Cunha: tengo para mí que la creación es una entrevista a fondo con la realidad, y cuando hablo de la realidad incluyo los sueños. Respecto a la “fantasía tangible”, prefiero hablar de imaginación; esa suma de intuiciones, percepciones, ideas, invenciones que implica un modo de vincular; una asociación vertiginosa, diría Luis Cardoza y Aragón respecto a la videncia del poeta. El mismo Luis escribió: “Con mi imaginación en movimiento pongo en movimiento otra imaginación”. Yo agregaría un punto que es un cruce entre la imaginación de la conciencia y la conciencia de la imaginación, pero el tema es lungo para debatirlo aquí.


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