Adónde vamos, generación de olfato quieto. Heredamos un amasijo de árboles quebrados, y la historia de este aire desagota tristeza en los cinturones de las bestias hormigonadas.
Qué ruido hay.
La rambla sostiene millares de ojos que escarban el horizonte, mientras la sinfonía solar juega a incendiar las nubes con la irresistible pregunta.
Es la piel de las estrellas, sabés. Somos hermanos de una gota de polvo que vaga casi en lo frío del universo: la hora de los barcos que revuelven el Río de la Plata nos esconde su brillo, pero no olvidamos que esa montaña fue hecha para nuestras uñas. Y es que antes, es un sonido como el acero ordenando los pastos y el norte de los átomos. Desde la silenciosa grieta crea un latido cósmico que sólo en la noche aclara su melodía.
En la esquina de la iglesia había una niña sin perfume que me midió con el filo de un futuro seco. Mientras el humo le cortaba la garganta, me preguntó qué había en ese madero enraizado en la pared callada. La llevé hasta la plaza buscando la saliva celeste que armoniza a todo viviente. Le enseñé a una madre derramando sus labios con algodón en los ojos, la sencillez de la brisa cuando el hombre acariciaba la llaga de un mendigo, y un gusano amasando en lo alto la heroicidad de su cueva. Ella llenó los labios de ironía y se fue con un desprecio de animales en las manos: entonces supe que habían puesto bosta hasta en la cuna de los ángeles.
Pero basta. La siesta fue larga y hay que juntar los fragmentos de esperma que no tocaron la tierra. Porque aunque le duela el negocio a los profetas de alas tristes y a los mercenarios de la sonrisa Light, el corazón está hecho de eternidad. Pero hay que llegar al borde, donde el fondo de la carne grita, hasta que el soplo inentendible desvela un escalón como un chispazo. Y al fin acariciamos a penas el canto de la galaxia.
Qué ruido hay.
La rambla sostiene millares de ojos que escarban el horizonte, mientras la sinfonía solar juega a incendiar las nubes con la irresistible pregunta.
Es la piel de las estrellas, sabés. Somos hermanos de una gota de polvo que vaga casi en lo frío del universo: la hora de los barcos que revuelven el Río de la Plata nos esconde su brillo, pero no olvidamos que esa montaña fue hecha para nuestras uñas. Y es que antes, es un sonido como el acero ordenando los pastos y el norte de los átomos. Desde la silenciosa grieta crea un latido cósmico que sólo en la noche aclara su melodía.
En la esquina de la iglesia había una niña sin perfume que me midió con el filo de un futuro seco. Mientras el humo le cortaba la garganta, me preguntó qué había en ese madero enraizado en la pared callada. La llevé hasta la plaza buscando la saliva celeste que armoniza a todo viviente. Le enseñé a una madre derramando sus labios con algodón en los ojos, la sencillez de la brisa cuando el hombre acariciaba la llaga de un mendigo, y un gusano amasando en lo alto la heroicidad de su cueva. Ella llenó los labios de ironía y se fue con un desprecio de animales en las manos: entonces supe que habían puesto bosta hasta en la cuna de los ángeles.
Pero basta. La siesta fue larga y hay que juntar los fragmentos de esperma que no tocaron la tierra. Porque aunque le duela el negocio a los profetas de alas tristes y a los mercenarios de la sonrisa Light, el corazón está hecho de eternidad. Pero hay que llegar al borde, donde el fondo de la carne grita, hasta que el soplo inentendible desvela un escalón como un chispazo. Y al fin acariciamos a penas el canto de la galaxia.
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