lunes

[EL MURO] ANDREA MOREIRA

La escuela tenía un paredón inmenso. Lo habían mandado a construir para no dejar ver el baldío lindero. Aquel murallón chino separaba varios ranchos de costaneros y chapa de las cuotas mensuales del colegio. Nada impedía, sin embargo, que nos trepáramos todos los días para ver lo prohibido. A veces se armaban verdaderas batallas con los semidesnudos del otro lado: volaban todo tipo de cosas, bolas de papel, pedregullo, palos, carozos de duraznos, nuestros propios corazones y hasta monedas y refuerzos. Eran guerras de fe, casi silenciosas. Fue durante una de esas tardes de bronca, que mi amiga Sara lo vio. Él estaba prácticamente sin ropa, con el pelo lleno de rayos de barro y varios latigazos en la espalda. Cuando nos asomamos por encima del borde, él agarraba una piedra para reventarla contra el muro, en plena batalla. Era tan hermoso, a Sara se le hincharon las lunas de los ojos y se le floreció la pollera: el alma se le escapó entre los escombros. Quedó observándolo inmóvil por varios minutos, aunque yo le tiraba de la túnica. Los movimientos de él eran perfectos, el aleteo de las manos casi celestial, los pies descalzos llenos de tierra. No entendíamos lo que gritaba, ni por qué se agarraba los testículos de vez en cuando, pero Sara se dio cuenta de que ya lo amaba. ¡Señoritas! La voz de un adulto nos trajo de vuelta al patio. ¿Ustedes no escucharon el timbre acaso? ¡El recreo terminó! Sara y yo fuimos a la clase, pero ella dejó detrás de sí un verdadero río de luz que le manaba de las piernas.
Las trepadas al muro se transformaron junto a las confesiones del padre Otero, en un ritual. Todas las tardes Sara lo escalaba con la agilidad de una lagartija y mezclada entre las enredaderas y el polvo, apretaba su corazón y su sexo contra la piedra hasta sangrar. Ya no hablábamos mucho. Mis intentos de bajarla del muro comenzaron a disminuir con el paso de los días hasta que sin darnos cuenta pasé a compartir las tardes con otras niñas, mientras la veía de lejos. Muchas veces se agarraba a las piñas con algún compañero por destruir o robarles municiones. Yo sabía que siempre lo esperaba a él, para verlo aparecer entre los arbustos llenos de espinas, con abrojos en la única camiseta, cuando la traía. Tanto amor le había llenado de arañazos los brazos y las piernas.
Supe que aquello se complicaba cuando los adultos tenían que bajarla al fin de cada recreo, o cuando la vimos meterse las manos por debajo de la túnica, tanto en el muro como en el banco del vestuario de gimnasia. Una vez, hasta en la clase misma. Escuché sin intervenir, comentarios de otras niñas: Sara se toca la cola, e incluso me forcé a reír, rezando porque ninguna recordara nuestra antigua amistad. Vi cómo la hostigaba algún varón de las clases superiores. Tampoco luché por ella en ese momento. Soporté su mirada de auxilio y perdón por los corredores pero no paré.
Al tiempo los padres de Sara salieron del escritorio de la directora y pasaron al lado mío sin notarme. La madre llevaba los ojos en las manos y al padre de Sara se le habían hundido las costillas. En mi cabeza de niña, algo pude imaginar, ya que me hicieron preguntas confusas tanto en la escuela como en mi casa. Dejé de verla. Seguramente se la llevaron a otra escuela. Unos obreros le agregaron como tres hileras de bloques y alambre de púas al muro. Nos habían terminado la guerra.
Crecí y demasiado. Tuve mis hombres. Amé y creo que me amaron lo suficiente. Hoy paso a veces por mi vieja escuela y me detengo a observar el muro. El baldío de abrojos es un grupo de catorce viviendas de jardines naranjas. No recuerdo bien la cara de Sara y ni siquiera trato de explicarme por qué la traicioné. Lo que sí recuerdo es su cuerpo blanco y azul casi contra el cielo, entre las enredaderas de espinas, con las manos bajo las polleras, el pelo negro trenzado de hiedras, sudor en la frente y todo su amor trepado en lo alto.


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