1
Blanca abrió los ojos. Entraba un poco de luz por los agujeritos de la persiana y le daba justo en un párpado. Siempre dormía sobre el costado derecho. Desde que había quedado sorda del oído izquierdo, nunca más pudo dormir en otra posición. Primero se sentó en el borde de la cama y se rascó una nalga. El hombre todavía dormía desnudo boca abajo. La misma luz que le diera antes en la cara ahora se le agrandaba sobre los pezones a medida que iba hacia la ventana. El hombre, renegrido, suspiró y acomodó las manos contra su sexo, siempre boca abajo. Tenía la cara completamente adentro de la almohada. Blanca se dio vuelta a mirarlo y dos chorros muy lentos le partieron la cara. Quién sos, pensó, mientras se tocaba los labios y se enrulaba los pelos del pubis. Después, las pelotitas de luz le dieron a la altura del vientre, donde semanas atrás se había tatuado Natal, para no olvidar al que le había metido un dedo en el ombligo y le había dicho sin sacarlo: la noche es pasada y el día es tu llegada, aleluya. Todavía le dolía un poco. Cuando finalmente llegó a la ventana, estaba hecha un colador de lunares de luz. Apoyó la frente y miró por los agujeritos llenos de polvo: una oleada de calor y olor a pescado le silbó entre las pestañas y las piernas. Abajo, en el camino de tierra, estaba sentado un perro casi celeste ladrándole al vacío. El mar se retorcía vaporoso, dorado, y quieto como la muerte. Si me dejaran volar, seguro alcanzaba esa vuelta que pega el mar allí y salía al otro lado del universo. Se dio vuelta y le llamaron la atención las nalgas perfectas del hombre apuntando al cielorraso: el ébano contrastaba espectacularmente con las sábanas celestes. Quisiera treparte hasta alcanzarte las espinas de la frente y bebérmelas de a una para luego llevarte conmigo por el costado del mar, pensó Blanca acariciándose hasta que le fluorecieron rastros de caracoles entre las piernas. Volvió a acostarse y el movimiento del cuerpo en la cama hizo que el hombre despertara. ¿Dónde estamos?, preguntó Blanca. El tipo eructó, se dio vuelta boca arriba, tragó una saliva inexistente y refregándose la cara le contestó: En Bahía, putita, ¿dónde más? Se volvió a dar vuelta y cerrando nuevamente los ojos murmuró: Loca de mierda. Blanca se quedó mirando el cielorraso. Entonces el negro se dio vuelta, la masacró a piñazos y la tiró por la ventana. Ella, ya muerta, se trepó primero al artefacto de luz, al marco de la puerta del baño, a su vestido de flores naranjas, a sus sandalias de cuero, para finalmente salir de la habitación en un solo vuelo. Se sentía liviana, y tener sólo el vestido puesto le daba una sensación de frescura incalculable. Cuando llegó a la playa, la arena se le escapaba entre los pies, de lejos le llegaban algunos cantos ofrendados a Iemanjá con las cuerdas de algunos berimbaos y el olor de los ramos de jazmines y madreselvas le aterciopelaba los pulmones. Se sentía hermosa, lejana, intocable. A lo lejos alguna negra de blanco bailaba con un pañuelo más blanco en la cabeza, mientras dos negritos le volaban alrededor ofreciéndole collares de caracoles. Qué hermoso está el mar, pensó mientras hundía la cara en la orilla. La espuma se mezclaba con su pelo rojizo mientras ella comía algún alga que se le trancaba en los dedos de los pies. Esto es perfecto.
Blanca abrió los ojos. Entraba un poco de luz por los agujeritos de la persiana y le daba justo en un párpado. Siempre dormía sobre el costado derecho. Desde que había quedado sorda del oído izquierdo, nunca más pudo dormir en otra posición. Primero se sentó en el borde de la cama y se rascó una nalga. El hombre todavía dormía desnudo boca abajo. La misma luz que le diera antes en la cara ahora se le agrandaba sobre los pezones a medida que iba hacia la ventana. El hombre, renegrido, suspiró y acomodó las manos contra su sexo, siempre boca abajo. Tenía la cara completamente adentro de la almohada. Blanca se dio vuelta a mirarlo y dos chorros muy lentos le partieron la cara. Quién sos, pensó, mientras se tocaba los labios y se enrulaba los pelos del pubis. Después, las pelotitas de luz le dieron a la altura del vientre, donde semanas atrás se había tatuado Natal, para no olvidar al que le había metido un dedo en el ombligo y le había dicho sin sacarlo: la noche es pasada y el día es tu llegada, aleluya. Todavía le dolía un poco. Cuando finalmente llegó a la ventana, estaba hecha un colador de lunares de luz. Apoyó la frente y miró por los agujeritos llenos de polvo: una oleada de calor y olor a pescado le silbó entre las pestañas y las piernas. Abajo, en el camino de tierra, estaba sentado un perro casi celeste ladrándole al vacío. El mar se retorcía vaporoso, dorado, y quieto como la muerte. Si me dejaran volar, seguro alcanzaba esa vuelta que pega el mar allí y salía al otro lado del universo. Se dio vuelta y le llamaron la atención las nalgas perfectas del hombre apuntando al cielorraso: el ébano contrastaba espectacularmente con las sábanas celestes. Quisiera treparte hasta alcanzarte las espinas de la frente y bebérmelas de a una para luego llevarte conmigo por el costado del mar, pensó Blanca acariciándose hasta que le fluorecieron rastros de caracoles entre las piernas. Volvió a acostarse y el movimiento del cuerpo en la cama hizo que el hombre despertara. ¿Dónde estamos?, preguntó Blanca. El tipo eructó, se dio vuelta boca arriba, tragó una saliva inexistente y refregándose la cara le contestó: En Bahía, putita, ¿dónde más? Se volvió a dar vuelta y cerrando nuevamente los ojos murmuró: Loca de mierda. Blanca se quedó mirando el cielorraso. Entonces el negro se dio vuelta, la masacró a piñazos y la tiró por la ventana. Ella, ya muerta, se trepó primero al artefacto de luz, al marco de la puerta del baño, a su vestido de flores naranjas, a sus sandalias de cuero, para finalmente salir de la habitación en un solo vuelo. Se sentía liviana, y tener sólo el vestido puesto le daba una sensación de frescura incalculable. Cuando llegó a la playa, la arena se le escapaba entre los pies, de lejos le llegaban algunos cantos ofrendados a Iemanjá con las cuerdas de algunos berimbaos y el olor de los ramos de jazmines y madreselvas le aterciopelaba los pulmones. Se sentía hermosa, lejana, intocable. A lo lejos alguna negra de blanco bailaba con un pañuelo más blanco en la cabeza, mientras dos negritos le volaban alrededor ofreciéndole collares de caracoles. Qué hermoso está el mar, pensó mientras hundía la cara en la orilla. La espuma se mezclaba con su pelo rojizo mientras ella comía algún alga que se le trancaba en los dedos de los pies. Esto es perfecto.
2
Sonó el despertador a las 7 y 30 como todas las mañanas. Blanca lo manoteó sin puntería y terminó dándolo contra el piso. Puta madre, otro reloj, pensó.
Mientras se duchaba, su marido entró al baño. Che Blanca, se ve que soñaste ayer, porque te revolcabas en la cama y te pregunté si estabas bien y me contestaste: sí Salvador. Sí, soñé algo entreverado, me veía en una de las playas de Bahía, con un vestido y no sé, escuchaba música brasilera. De repente recordó la habitación y aquel hombre, pero evidentemente no pudo decírselo a su marido. Sicólogo como era hacía ya más de veinticinco años, iba a empezar a romperle las pelotas con deseos reprimidos y quién sabe cuántas cosas más sobre la interpretación de sueños. Después de quince años de matrimonio ella ya sabía dónde no tenía que meterse. Y no me acuerdo que más. Se hizo un torniquete con el pelo y la toalla. Dale, que no llego al Instituto y hoy tengo dos seminarios, la apuró el marido mientras salía del baño. Blanca se miró al espejo y abrió la toalla por si todavía tenía los lunares. Después se tanteó y salió del baño haciendo un gesto con la cabeza como diciendo cada día estoy más loca.
3
Al anochecer, mientras manejaba de vuelta a casa, su madre la llamó al celular. Como todos los días le pasaba el reporte de lo que había hecho, algún chusmerío barrial y le preguntaba por los chiquilines. ¿Cómo andàs hoy, viejita? agarró por Avenida Italia Blanca hacia afuera. Bien, como vieja que estoy nomás. No sabés qué horrible Blanquita, yo no sé dónde vamos a parar. ¿Que pasó ahora, mamá? ¿Estás bien? Sí, pero estoy viendo la tele y pasaron una noticia de Bahía. ¿Te acordás que vos fuiste vos cuando tenías dieciocho o diecinueve años? Blanca paró en el semáforo de Comercio. Sí, claro que me acuerdo. Después abrió la ventanilla con pocas ganas de hablar. Un aire caliente y con olor a pescado se le colaba en el auto, ya cambiaba la luz y aceleró para cruzar. Bueno, parece que un tipo, asesinó a una muchacha allá en Bahía, pobrecita. Aparentemente hacía la calle y la estranguló en un hotel después de hacerle de todo, vos ya sabés. Y terminó tirándola al agua desde unas rocas. Pero como Dios no quiere cosas chanchas, la marea la trajo de vuelta a la orilla. Pobrecita, no sabés cómo lloraba la madre, la enfocaron y era tan linda, el pelo medio rojo y un vestidito lleno de flores naranjas. Al matador no lo encontraron todavía, pero mostraron la foto de un negrazo.
Blanca vio venir el coche por Comercio hacia 8 de octubre, y cómo se le trepaba al paragolpes, trenzándose el pelo color miel que contrastaba con el cielo, llena de lunares de luz en el cuerpo, luego trepó a los árboles sin zapatos, rodó y bebió de las espinas de su frente y desnuda dejó que el viento sacudiera su vestido de flores naranjas. Era perfecto, pensó.
Sonó el despertador a las 7 y 30 como todas las mañanas. Blanca lo manoteó sin puntería y terminó dándolo contra el piso. Puta madre, otro reloj, pensó.
Mientras se duchaba, su marido entró al baño. Che Blanca, se ve que soñaste ayer, porque te revolcabas en la cama y te pregunté si estabas bien y me contestaste: sí Salvador. Sí, soñé algo entreverado, me veía en una de las playas de Bahía, con un vestido y no sé, escuchaba música brasilera. De repente recordó la habitación y aquel hombre, pero evidentemente no pudo decírselo a su marido. Sicólogo como era hacía ya más de veinticinco años, iba a empezar a romperle las pelotas con deseos reprimidos y quién sabe cuántas cosas más sobre la interpretación de sueños. Después de quince años de matrimonio ella ya sabía dónde no tenía que meterse. Y no me acuerdo que más. Se hizo un torniquete con el pelo y la toalla. Dale, que no llego al Instituto y hoy tengo dos seminarios, la apuró el marido mientras salía del baño. Blanca se miró al espejo y abrió la toalla por si todavía tenía los lunares. Después se tanteó y salió del baño haciendo un gesto con la cabeza como diciendo cada día estoy más loca.
3
Al anochecer, mientras manejaba de vuelta a casa, su madre la llamó al celular. Como todos los días le pasaba el reporte de lo que había hecho, algún chusmerío barrial y le preguntaba por los chiquilines. ¿Cómo andàs hoy, viejita? agarró por Avenida Italia Blanca hacia afuera. Bien, como vieja que estoy nomás. No sabés qué horrible Blanquita, yo no sé dónde vamos a parar. ¿Que pasó ahora, mamá? ¿Estás bien? Sí, pero estoy viendo la tele y pasaron una noticia de Bahía. ¿Te acordás que vos fuiste vos cuando tenías dieciocho o diecinueve años? Blanca paró en el semáforo de Comercio. Sí, claro que me acuerdo. Después abrió la ventanilla con pocas ganas de hablar. Un aire caliente y con olor a pescado se le colaba en el auto, ya cambiaba la luz y aceleró para cruzar. Bueno, parece que un tipo, asesinó a una muchacha allá en Bahía, pobrecita. Aparentemente hacía la calle y la estranguló en un hotel después de hacerle de todo, vos ya sabés. Y terminó tirándola al agua desde unas rocas. Pero como Dios no quiere cosas chanchas, la marea la trajo de vuelta a la orilla. Pobrecita, no sabés cómo lloraba la madre, la enfocaron y era tan linda, el pelo medio rojo y un vestidito lleno de flores naranjas. Al matador no lo encontraron todavía, pero mostraron la foto de un negrazo.
Blanca vio venir el coche por Comercio hacia 8 de octubre, y cómo se le trepaba al paragolpes, trenzándose el pelo color miel que contrastaba con el cielo, llena de lunares de luz en el cuerpo, luego trepó a los árboles sin zapatos, rodó y bebió de las espinas de su frente y desnuda dejó que el viento sacudiera su vestido de flores naranjas. Era perfecto, pensó.
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