En febrero fue estrenado en Punta del Este “13.500 años antes…de la invasión”, el primer largometraje documental realizado en el Uruguay en torno a nuestras más profundas raíces aborígenes. Entrevistamos a uno de sus gestores, el ya muy conocido historiador y comunicador Nelson Caula, quien junto a Oscar Pozzoli excavó este verdadero paisaje de minería, para hablarlo en Vallejo.
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La aparición del largometraje documental 13.500 años antes…de la invasión marca un cambio de género en el lenguaje de tus investigaciones históricas, pero detrás ya hay muchos libros que escarban en nuestro más profundo enraizamiento humano, como si en algún momento fatídico de la prospección de la utopía redentora de la modernidad hubieses decidido soñar hacia un pasado más hondo. ¿Cuándo y cómo empezó ese proceso?
Siempre hay algo más atrás de lo que pensamos que era lo último.
Los inventores del paupérrimo Mercosur lo presentaron como la panacea de la integración regional, después se buscaron algunos antecedentes y se lo comparó -malamente, espantosamente- con la Patria Grande de Artigas y que éste pretendía reconstruir el antiguo Virreinato; en fin, si se sigue desenrollando esa madeja vaya uno a saber dónde termina.
En mi caso, parte también de un viaje interior en busca de mis ancestros charrúas (vía paterna) y guaraníes (vía materna, mi segundo apellido es Carapé), no tengo la menor duda que, allá por los años 9.000 a 14.000 floreció una riquísima cultura, una imponente civilización, una misma Nación, que no le debe nada a aztecas, egipcios, yorubás, etc. Abarcaba desde la Patagonia hasta el Chaco, las bajas laderas andinas, parte de la Amazonia y del actual Río Grande, obviamente nuestra Banda Oriental. Y me encuentro cómodo viviendo -reconstruyendo- ese país. Los Navajos, y algunos Quechuas al parecer, viven el presente desde el futuro hacia el pasado, como que el ser humano parte desde la Pacha Mama a la panza mamá. Por eso, semejantes pícaros, siempre saben lo que se les viene... En realidad nunca pude ubicarme con ese sentido de las cosas que para ellos es tan natural, pero encontrando tantos valores, tan humanos, tan lejos en el tiempo, bueno quizás sea una forma, y muy elemental, de ir andando ese camino.
La caída de los paradigmas o de los muros, allá por los ochenta, tiene que haber influido en esta búsqueda: ¿y ahora pa dónde agarro?
Artigas fue una buena puerta de entrada, me parece.
Cuando Artigas coronó su mítico escudo libertario con plumas aborígenes confirmó su voluntad de mestizaje como un elemento imprescindible para construir una comunidad digna de una nueva América con vocación de privilegiar a los más infelices. ¿No pensás que si el espíritu sincretista de la Liga Federal hubiese perdurado tendríamos un Uruguay más respetuoso de su patrimonio completo?
Los caciques charrúas y minuanes que Artigas -los Artigas en general- conoció desde muy chiquito andaban bien federados social y políticamente. Eso era tan natural para ellos como pescar o plantar maíz, o hacer sus ceremonias en las puntas de los cerros como bien documentan los europeos que los vieron. Artigas observó lo que todos sus congéneres: que estos indios eran cultísimos y los superaban en cuanto a, digamos algo así como democratizar el humanismo. Eso implicaba que el alimento y la tierra, sobre todo esto último, era del común. Un indio no podía entender jamás el concepto de la propiedad privada. Artigas los respetó, primero cuando asediaban las persecuciones, todavía un joven oficial del gobierno español, pidió una estancia, y lisa y llanamente se la donó a sus amigos charrúas y guinuanes; ¡y en qué lugar!, en Arerunguá, donde hoy día te andás chocando con círculos de piedra, piedras grabadas, conos de pìedra milenarios, es decir en esa especie de iglesia de los más antiguos habitantes de esos lares. Después, ya como Jefe de los Orientales, los incluye en su Reglamento de Tierras, y además se trae del Chaco a guaicurúes y mocovíes, otros herederos de esa Nación esplendente que mencioné en la pregunta anterior. Y a los negros también los contempló, como todos saben desde la primaria.
Estamos muy lejos de ese patrimonio completo, pero justamente ahorita mismo, otra madeja se empieza a desenrollar bastante cerquita, el caso de Evo, fundamental, y Ecuador, Venezuela, Paraguay, algo de todo eso nos va a sacudir bastante, creo.
¿No pensás que el éxito de tu película está demostrando la potencialidad de un pueblo que necesita conocerse más a fondo de lo que se lo permite el laicismo afrancesado? Vale decir: que después de 1830 la cancha está flechada pero no por los charrúas.
Sin dudas. Mucha gente -primero los descendientes de indígenas, organizaciones como Mundoafro, también un despertar interesante que hubo en 1992, “el año de los quinientos años”-, empezó a mirarse en un espejo que no se ve.
Ese período que va desde que Artigas se mete en el Paraguay hasta que la triple alianza invade el Paraguay, previo destrozo de Paysandú, es terrible. Hay, además de todo el oprobio (el exterminio charrúa y del gauchaje a la vez, el horror de la guerra grande), un auge tremendo del tráfico esclavista en tiempo universal de su abolición, todos quieren un negro, Rivera y Oribe para las vanguardias de sus batallones (¡que se maten entre ellos!), todos los demás para el peonaje o yugo brutal de los saladeros. Un salvajismo descomunal.
Y que Batlle y Ordóñez no se lave las manos, él le da el remate final imponiendo la Suiza de América, de las que muchos nabos todavía hoy están orgullosos.
Pero bueno, quizás ese viaje mío tan atrás ayude bastante, porque ¿qué son cien años entre trece mil?
Me gustaría que hicieras una síntesis del sacrificio heroico que demandó la realización de un proyecto restaurador del polvo enamorado, para hablarlo en Quevedo. Me imagino que con Oscar Pozzoli se pasarían hablando de las miles de vueltas que había que darle a los desenterramientos de indicios civilizatorios capaces de alimentarnos con una espiritualidad cósmica. Porque la mayoría de las veces que escuchamos hablar de cine en el Uruguay sólo se nombran los miles o millones de dólares que suman los prolijísimos presupuestos de impronta global y no de la obligación de romper la piñata que encierra nuestra belleza incanjeable y tangible como se pueda. Vale decir: arte posible. Y sin llorar pobreza.
Y sí, la hicimos con unas chirolitas tan chirolitas que hasta nos da vergüenza mencionarlo. Pero, con el Oscar, todo un exquisito, nos sacamos casi todos los gustos que habíamos guionado. Nos tomamos todo el tiempo del mundo buscando el mejor encuadre y cuando tuvimos que elegir entre los carritos de travelling y las grúas o cuatro horas de helicóptero, y bueno, nos quedamos con esto último. La enorme compensación, más allá de su colectivización, fueron esos lugares, esos valles y alturas, que sepultan hasta los alambrados y te permite respirar en un ámbito de libertad inabarcable, total. Subir un cerro empinado de más de cuatrocientos metros con 25 grados a la sombra, cargando equipos pesados no es moco‘e pavo, más todavía cuando en una semanita tenés más de un cerrito de esos, pero cuando estás ahí arriba, bueno ese es el premio, y que nada supera. Yo ya había recorrido alguno de esos sitios, otros los descubrimos juntos; el Oscar hasta hoy está fuertemente impactado emocionalmente.
Siempre hay algo más atrás de lo que pensamos que era lo último.
Los inventores del paupérrimo Mercosur lo presentaron como la panacea de la integración regional, después se buscaron algunos antecedentes y se lo comparó -malamente, espantosamente- con la Patria Grande de Artigas y que éste pretendía reconstruir el antiguo Virreinato; en fin, si se sigue desenrollando esa madeja vaya uno a saber dónde termina.
En mi caso, parte también de un viaje interior en busca de mis ancestros charrúas (vía paterna) y guaraníes (vía materna, mi segundo apellido es Carapé), no tengo la menor duda que, allá por los años 9.000 a 14.000 floreció una riquísima cultura, una imponente civilización, una misma Nación, que no le debe nada a aztecas, egipcios, yorubás, etc. Abarcaba desde la Patagonia hasta el Chaco, las bajas laderas andinas, parte de la Amazonia y del actual Río Grande, obviamente nuestra Banda Oriental. Y me encuentro cómodo viviendo -reconstruyendo- ese país. Los Navajos, y algunos Quechuas al parecer, viven el presente desde el futuro hacia el pasado, como que el ser humano parte desde la Pacha Mama a la panza mamá. Por eso, semejantes pícaros, siempre saben lo que se les viene... En realidad nunca pude ubicarme con ese sentido de las cosas que para ellos es tan natural, pero encontrando tantos valores, tan humanos, tan lejos en el tiempo, bueno quizás sea una forma, y muy elemental, de ir andando ese camino.
La caída de los paradigmas o de los muros, allá por los ochenta, tiene que haber influido en esta búsqueda: ¿y ahora pa dónde agarro?
Artigas fue una buena puerta de entrada, me parece.
Cuando Artigas coronó su mítico escudo libertario con plumas aborígenes confirmó su voluntad de mestizaje como un elemento imprescindible para construir una comunidad digna de una nueva América con vocación de privilegiar a los más infelices. ¿No pensás que si el espíritu sincretista de la Liga Federal hubiese perdurado tendríamos un Uruguay más respetuoso de su patrimonio completo?
Los caciques charrúas y minuanes que Artigas -los Artigas en general- conoció desde muy chiquito andaban bien federados social y políticamente. Eso era tan natural para ellos como pescar o plantar maíz, o hacer sus ceremonias en las puntas de los cerros como bien documentan los europeos que los vieron. Artigas observó lo que todos sus congéneres: que estos indios eran cultísimos y los superaban en cuanto a, digamos algo así como democratizar el humanismo. Eso implicaba que el alimento y la tierra, sobre todo esto último, era del común. Un indio no podía entender jamás el concepto de la propiedad privada. Artigas los respetó, primero cuando asediaban las persecuciones, todavía un joven oficial del gobierno español, pidió una estancia, y lisa y llanamente se la donó a sus amigos charrúas y guinuanes; ¡y en qué lugar!, en Arerunguá, donde hoy día te andás chocando con círculos de piedra, piedras grabadas, conos de pìedra milenarios, es decir en esa especie de iglesia de los más antiguos habitantes de esos lares. Después, ya como Jefe de los Orientales, los incluye en su Reglamento de Tierras, y además se trae del Chaco a guaicurúes y mocovíes, otros herederos de esa Nación esplendente que mencioné en la pregunta anterior. Y a los negros también los contempló, como todos saben desde la primaria.
Estamos muy lejos de ese patrimonio completo, pero justamente ahorita mismo, otra madeja se empieza a desenrollar bastante cerquita, el caso de Evo, fundamental, y Ecuador, Venezuela, Paraguay, algo de todo eso nos va a sacudir bastante, creo.
¿No pensás que el éxito de tu película está demostrando la potencialidad de un pueblo que necesita conocerse más a fondo de lo que se lo permite el laicismo afrancesado? Vale decir: que después de 1830 la cancha está flechada pero no por los charrúas.
Sin dudas. Mucha gente -primero los descendientes de indígenas, organizaciones como Mundoafro, también un despertar interesante que hubo en 1992, “el año de los quinientos años”-, empezó a mirarse en un espejo que no se ve.
Ese período que va desde que Artigas se mete en el Paraguay hasta que la triple alianza invade el Paraguay, previo destrozo de Paysandú, es terrible. Hay, además de todo el oprobio (el exterminio charrúa y del gauchaje a la vez, el horror de la guerra grande), un auge tremendo del tráfico esclavista en tiempo universal de su abolición, todos quieren un negro, Rivera y Oribe para las vanguardias de sus batallones (¡que se maten entre ellos!), todos los demás para el peonaje o yugo brutal de los saladeros. Un salvajismo descomunal.
Y que Batlle y Ordóñez no se lave las manos, él le da el remate final imponiendo la Suiza de América, de las que muchos nabos todavía hoy están orgullosos.
Pero bueno, quizás ese viaje mío tan atrás ayude bastante, porque ¿qué son cien años entre trece mil?
Me gustaría que hicieras una síntesis del sacrificio heroico que demandó la realización de un proyecto restaurador del polvo enamorado, para hablarlo en Quevedo. Me imagino que con Oscar Pozzoli se pasarían hablando de las miles de vueltas que había que darle a los desenterramientos de indicios civilizatorios capaces de alimentarnos con una espiritualidad cósmica. Porque la mayoría de las veces que escuchamos hablar de cine en el Uruguay sólo se nombran los miles o millones de dólares que suman los prolijísimos presupuestos de impronta global y no de la obligación de romper la piñata que encierra nuestra belleza incanjeable y tangible como se pueda. Vale decir: arte posible. Y sin llorar pobreza.
Y sí, la hicimos con unas chirolitas tan chirolitas que hasta nos da vergüenza mencionarlo. Pero, con el Oscar, todo un exquisito, nos sacamos casi todos los gustos que habíamos guionado. Nos tomamos todo el tiempo del mundo buscando el mejor encuadre y cuando tuvimos que elegir entre los carritos de travelling y las grúas o cuatro horas de helicóptero, y bueno, nos quedamos con esto último. La enorme compensación, más allá de su colectivización, fueron esos lugares, esos valles y alturas, que sepultan hasta los alambrados y te permite respirar en un ámbito de libertad inabarcable, total. Subir un cerro empinado de más de cuatrocientos metros con 25 grados a la sombra, cargando equipos pesados no es moco‘e pavo, más todavía cuando en una semanita tenés más de un cerrito de esos, pero cuando estás ahí arriba, bueno ese es el premio, y que nada supera. Yo ya había recorrido alguno de esos sitios, otros los descubrimos juntos; el Oscar hasta hoy está fuertemente impactado emocionalmente.
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