domingo

5 / EDUARDO FABINI

El segundo Capitán del Vuelo que necesitó vivir en Europa para terminar concretando un puente continental de esplendor planetario fue un precocísimo violinista nacido en Solís de Mataojo y becado a los diecisiete años -la misma edad que tenía Torres García cuando convenció a su padre de vender el almacén y radicarse en Cataluña- para profundizar sus estudios en el conservatorio de Bruselas.

Y fue seguramente entre 1903 y 1905, después de haber ganado un Primer Premio de violín y volver para deslumbrar a Tontovideo con sus recitales en el Solís, que también empezó a visitar el altillo del imperator.

Pero los panoramas que soñaban los amigos guitarreando frente a los cielazos purpúreos del Templo Inglés y el castillo de Piria eran las dos vertientes complementarias de nuestra PAX-LUX.

Coriún Aharonian, responsable de la trabajosísima reconstrucción discográfica del corpus esencial fabiniano completada en 2007, puntualiza con esa necesaria y rabiosa vehemencia que no siempre hacemos relampaguear los uruguayos:

Estamos frente a un verdadero pionero a nivel latinoamericano, no sólo en el logro de un nivel de dominio técnico comparable al de los mejores modelos metropolitanos -inevitable desafío en el juego colonial-, sino además -y especialmente- en la búsqueda y solución de la problemática de la identidad. Su tarea como adelantado, en la década del 20, en la obtención de un resultado magnífico en este plano, es lo que convierte a Fabini en referente de la potentísima generación renovadora que encabeza el mexicano Silvestre Revueltas, y que integran, entre otros, los cubanos Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla, el también mexicano Carlos Chávez y el brasileño Heitor Villa-Lobos.

Sería interesante recordar, a propósito de estas laberínticas síntesis nuevomundistas, que ya cerca del 900 una célebre gestora cultural contrató nada menos que al gran compositor posromántico y nacionalista checo Anton Dvorak para que se radicara en el naciente imperio y sondeara en los elementos autóctonos y mestizos que convivían en tamaño territorio, tratando de acercarse a un sonido identitario norteamericano.

Y la programada propuesta de esta búsqueda resultaría hasta un poco ridícula si Dvorak, después de tres años, no hubiera construido su extraordinaria novena sinfonía, la llamada Del Nuevo Mundo, donde aunó matices de danzas indígenas con pájaros nativos como el tordo y el azulejo, configurando una especie de sentimiento-paisaje imbricatorio que se acercó bastante al objetivo de generar un sonido estadounidense.

Pero el relevamiento musicológico ha revelado muchas mixturas tan tramposas como sabrosas, y hoy en día sabemos, por ejemplo, que el tema que alude específicamente al Nuevo Mundo se trata en realidad de un homenaje al nombre de un pequeño barrio artístico donde Dvorak se formó en su juventud praguense. Y sería, en definitiva, después de los desarrollos realizados por Gershwin y Aaron Copland medio siglo después, que se podrían ya definir elementos rotundos de una real síntesis identitaria.

El caso de la enriquecedora adaptación del exiliado maestro húngaro Bela Bartok al vanguardizante sinfonismo norteamericano impulsado, entre otros, por Toscanini y Stokowsky a partir de los años 30, marca, por el contrario, un triste aggiornamiento. Bartok extrañaba tanto a su folclore natal y se sentía tan perdido entre el pandemonium neoyorquino, que dejó de escribir durante años. Se cuenta, incluso, que una vez olfateó un caballo en la Séptima Avenida y no pudo dejar de seguirle el rastro hasta localizar un parque desde donde salían los cochecitos turísticos.
Ah, la suave patria, maestro López Velarde. Y fue recién a mediados de los 40, al componer por encargo su inolvidable Concierto para orquesta, que consiguió aportar un verdadero puente continental.

En el caso de Fabini, en cambio, tuvieron que mediar los viajes al Viejo Mundo para que el maestro se decidiera finalmente a tratar de fundar nuestro campo musical con elementos terruñeros y contemporaneidad globalizante. Ya se sabe que fue un parto insegurísimo y con fórceps, pero, y esto sí que es extraño, triunfó de entrada.

Después sobrevendría el vértigo frente a la posibilidad de menores rendimientos y el asomo de los verdosos colmillos de los infaltables enemigos, pero lo cierto es cada nuevo trabajo se constituía en un periplo de alquimia casi agónica, entre el pajarerío minuano y el insomnio, donde siempre emergieron machihembrados a la perfección el puro amor con el puro dolor.

Lo que necesitaba el ex-violinista para parir su estrella de cinco puntas era contemplar la soledad serrana y embanderarnos con la pureza del gran humus amniótico.



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