Y es a partir de la reformulación final del Taller, sintetiza Guillermo Fernández, que Augusto empieza a practicar, al igual que todo el grupo, una pintura visual, una pintura de la luz que constituía una prueba más de la eficacia de la enseñanza de Torres, en el sentido de que sus alumnos no realizaban solamente obras geométricas y abstractas sino que eran capaces de pintar los mejores retratos y afrontar temas variados con una solvencia indiscutible. Dentro de este proceso Augusto se constituye en una figura muy importante, porque la pintura visual es una de sus pasiones. Y en esta pintura aporta soluciones y calidades que no se habían visto y que no resultaban solamente discipulares, diríamos, en cuanto a la obra de Torres García. El esfuerzo, la tensión y la solución que concretó en sus retratos, bodegones y paisajes, se ubican entre sus logros más altos, y se trata de un trabajo impar no sólo en el Río de la Plata, porque allí se retoma un sentido de la Mirada que va mucho más allá del llamado naturalismo y lo acerca a las grandes maestrías anteriores a la modernidad.
Es con los maestros venecianos -vale decir Giorgione, Tiziano, Tintoretto y Veronese- que se inicia un lenguaje donde la tonalidad de las obras y la rigurosa unidad gráfica produce lo que se podría definir como la destrucción del objeto por la luz y por la atmósfera. Su fantástica ciencia ornamental recoge todo un nuevo sistema de recursos y el barroco recibe esta herencia, creando los grandes lenguajes iluminados de Rembrandt y Velázquez. Y es especialmente Velázquez quien plasmará de un modo insuperable la “espera” del modelo a través del aire interpuesto, para recrearlo en un orden de pintura concreta. Estamos refiriéndonos, naturalmente, a una línea de trasmisión histórica histórica no continua: Chardin, Goya, Turner, Manet y los impresionistas también manejan esa difícil expresión, aunque tal vez será Cézanne el gran maestro paradigmático posterior al barroco.
Y en el memorable ensayo escrito por Guido Castillo al prologar la retrospectiva póstuma de Augusto Torres, encontramos una apreciación mucho más contundente:
Augusto, no obstante su juventud de entonces, también influyó sobre su padre, porque él fue quien lo indujo a retomar la pintura figurativa, e, incluso -sin caer nunca en el naturalismo imitativo-, la pintura de la luz, a la que Torres-García, en sus momentos de mayor fervor constructivista, consideraba como un oficio diabólico, que lo había mantenido apartado, durante algún tiempo, del verdadero camino del gran arte geométrico y universal. Muchas veces oí decir a don Joaquín, mientras señalaba acusadoramente a su hijo, que Augusto era un demonio que no se cansaba de tentarlo y que lo había hecho reincidir en el pecado mortal de querer aprisionar la luz sobre una tela, para violar así la pureza sagrada de una superficie bidimensional, penetrándola, agujereándola, con la magia engañosa de la tercera dimensión.
Y remata Castillo que es en la larga etapa final de Barcelona que Augusto intenta cumplir, por fin, con su viejo y único propósito, que hasta entonces había parecido un imposible y que ahora se le aparecía como una tarea demasiado ambiciosa pero realizable: fundir en un tono indivisible, y con la misma presencia y la misma fuerza, los dos polos opuestos que habían predominado alternadamente en el arte, desde los tiempos más remotos y que, en el siglo XX coincidieron para dividir a los artistas contemporáneos en dos tendencias antitéticas que, muchas veces, se manifestaban, también alternadamente, en las distintas obras de un mismo artista, que, ya no inmerso en ninguna tradición, creía poder elegir una u otra tendencia antagónica, según le viniera en gana. Me estoy refiriendo, por supuesto, a la tradición de un arte mental, abstracto, racional, geométrico y universal, por un lado, y, por otro, a un arte visual, concreto, sensible, luminoso y particular.
Y ahora nos toca proponer una vuelta de tuerca acerca del sosiego de Santa María que Onetti desencabalga del ritmo faulkneriano para instalar en una inefabilidad universal y realista pero dulce, rioplatense, barroca y capaz de liberar a su todopoderosa Inmaculada de la imposible visibilidad de esa especie de dios-motor reinstaurado por la Reforma. Y por eso es muy difícil concebir a la tan sólidamente construida satinación de El astillero, sobre todo, sin la influencia de la Escuela del Sur.
Maryse Renaud, en la conclusión de su extraordinaria exégesis del enclave galáctico fundado por Diosbrausen, no parece ser menos categórica al respecto:
Así, la búsqueda de la identidad, ardua y a primera vista desesperada, logrará superar las trampas de un idealismo mezquino -generador de valores estables, referencias seguras y estáticas- para abrirse generosamente, al igual que las historias onettianas, a la dinámica, proliferante y excesiva belleza del mundo.
Es con los maestros venecianos -vale decir Giorgione, Tiziano, Tintoretto y Veronese- que se inicia un lenguaje donde la tonalidad de las obras y la rigurosa unidad gráfica produce lo que se podría definir como la destrucción del objeto por la luz y por la atmósfera. Su fantástica ciencia ornamental recoge todo un nuevo sistema de recursos y el barroco recibe esta herencia, creando los grandes lenguajes iluminados de Rembrandt y Velázquez. Y es especialmente Velázquez quien plasmará de un modo insuperable la “espera” del modelo a través del aire interpuesto, para recrearlo en un orden de pintura concreta. Estamos refiriéndonos, naturalmente, a una línea de trasmisión histórica histórica no continua: Chardin, Goya, Turner, Manet y los impresionistas también manejan esa difícil expresión, aunque tal vez será Cézanne el gran maestro paradigmático posterior al barroco.
Y en el memorable ensayo escrito por Guido Castillo al prologar la retrospectiva póstuma de Augusto Torres, encontramos una apreciación mucho más contundente:
Augusto, no obstante su juventud de entonces, también influyó sobre su padre, porque él fue quien lo indujo a retomar la pintura figurativa, e, incluso -sin caer nunca en el naturalismo imitativo-, la pintura de la luz, a la que Torres-García, en sus momentos de mayor fervor constructivista, consideraba como un oficio diabólico, que lo había mantenido apartado, durante algún tiempo, del verdadero camino del gran arte geométrico y universal. Muchas veces oí decir a don Joaquín, mientras señalaba acusadoramente a su hijo, que Augusto era un demonio que no se cansaba de tentarlo y que lo había hecho reincidir en el pecado mortal de querer aprisionar la luz sobre una tela, para violar así la pureza sagrada de una superficie bidimensional, penetrándola, agujereándola, con la magia engañosa de la tercera dimensión.
Y remata Castillo que es en la larga etapa final de Barcelona que Augusto intenta cumplir, por fin, con su viejo y único propósito, que hasta entonces había parecido un imposible y que ahora se le aparecía como una tarea demasiado ambiciosa pero realizable: fundir en un tono indivisible, y con la misma presencia y la misma fuerza, los dos polos opuestos que habían predominado alternadamente en el arte, desde los tiempos más remotos y que, en el siglo XX coincidieron para dividir a los artistas contemporáneos en dos tendencias antitéticas que, muchas veces, se manifestaban, también alternadamente, en las distintas obras de un mismo artista, que, ya no inmerso en ninguna tradición, creía poder elegir una u otra tendencia antagónica, según le viniera en gana. Me estoy refiriendo, por supuesto, a la tradición de un arte mental, abstracto, racional, geométrico y universal, por un lado, y, por otro, a un arte visual, concreto, sensible, luminoso y particular.
Y ahora nos toca proponer una vuelta de tuerca acerca del sosiego de Santa María que Onetti desencabalga del ritmo faulkneriano para instalar en una inefabilidad universal y realista pero dulce, rioplatense, barroca y capaz de liberar a su todopoderosa Inmaculada de la imposible visibilidad de esa especie de dios-motor reinstaurado por la Reforma. Y por eso es muy difícil concebir a la tan sólidamente construida satinación de El astillero, sobre todo, sin la influencia de la Escuela del Sur.
Maryse Renaud, en la conclusión de su extraordinaria exégesis del enclave galáctico fundado por Diosbrausen, no parece ser menos categórica al respecto:
Así, la búsqueda de la identidad, ardua y a primera vista desesperada, logrará superar las trampas de un idealismo mezquino -generador de valores estables, referencias seguras y estáticas- para abrirse generosamente, al igual que las historias onettianas, a la dinámica, proliferante y excesiva belleza del mundo.
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