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CUATRO: EL DISFRAZ DEL HÉROE



Del cuarto ventarrón, capitaneado 20 años después en Maracaná (click aquí para ver video) por Obdulio Jacinto Varela, hablaremos en otro capítulo. Porque la fe en el mito de la grandeza celeste y su pureza prospectiva ya estaba muy socavada.

Y ojo, que lo más sano que puede hacer un pueblo es escarbar infatigablemente en la caverna de los mitos que lo fundan, cohesionan y verticalizan ya sea para descategorizarlos, reafirmalos o hasta reinventarlos, Machado dixit. Pero siempre fue casi imposible palpar el nacimiento de un tesoro colectivo in situ. Con Artigas pasó eso, y para nuestro establishment terminó por volverse imprescindible estatuizar un símbolo sosegador tan potente como ambiguo en la Plaza Independencia.

Tomando como modelo a los Estados Unidos, yo quería la autonomía de las Provincias, dándole a cada Estado un Gobierno propio, su constitución, su bandera y el derecho de elegir sus representantes, sus jueces y sus Gobernadores entre los ciudadanos naturales de cada estado, le explicó el Overava Karaí o Señor que resplandece al Brigadier José María Paz, durante una de las visitas que le hizo en Ibiray: Esto es lo que yo había pretendido para mi Provincia y para los que me había proclamado su Protector. Pero los Pueyrredones y sus acólitos querían hacer de Buenos Aires una nueva Roma Imperial mandando sus procónsules a gobernar a las Provincias militarmente y despojarlas de toda representación política.

Y nunca quiso volver a esconderse de los mismos bombazos fratricidas que esquivaba en la Nueva Troya Isidoro Ducasse, el futuro Conde de Lautréamont, el niño montevideano de aterremotado y desamparadísimo corazón francés que nos inspiró para bautizar nuestro Laboratorio de Artes.

Lo asombroso a esta altura es la constatación, por ejemplo, de los todavía persistentes ladridos espinolianos de un historiador fóbico fundador de una contracorriente antiartiguista que llegó, hasta hace una década, a provocar oleadas epigonales de cierta consistencia universitaria. No hace falta nombrarlo. Cualquiera que lo haya escuchado en la televisión berreando que Artigas se escapó a papar moscas a Arerunguá mientras Alvear se la jugaba en el Sitio, se da cuenta que esos colmillos intelectuales van a quedar incrustados en una jaula más triste que la que le tocó habitar a la viveza del guillotinado Pancho Ramírez.

Pero lo verdaderamente grave es que en aquel Uruguay novecentista todavía apto para el vuelo palomar ya haya habido tanta astucia al servicio de una resignificación estatuaria casi garibaldina del padre de los pobres, y con tan poca gracia de profundidad evangélica como la que inmortalizó el triunfo de su derrota terrenal.

Y aunque nadie pueda negar que en 1907, durante la presidencia de Claudio Williman, se le encargó a Juan Zorrilla de San Martín que compendiara un corpus documental -que terminó por titularse La Epopeya de Artigas- como fuente vectora para los artistas nacionales y extranjeros interesados en palpar una heroicidad digna del monumento, el proyecto del escultor italiano Zanelli que le ganó por desempate al del uruguayo Ferrari hizo polemizar violentamente a medio Montevideo.

Demás está aclarar que muchos de los que vamos a seguir tolerando hasta la muerte la imposición ostentosa de ese General de los Pueblos Libres en un caballazo italiano de condottiero, ya empezamos a darle menos pelota que al mismísimo Palacio Salvo desde que aparecieron los panchos que amostazó con tanta creatividad La pasiva en los años 60.

Y otro terrible antecesor del múltiple discurso que no se cansa de seguirnos embutiendo el poscambalachismo es el vestuario implantado por Juan Luis Blanes a nuestro jefe crístico en el cuadro de la Batalla de las Piedras: ahora sabemos que la casaquilla que usaba el modelo del pintor perteneció a Oribe, los estribos, riendas y frenos a Rivera, la carona a Lavalleja, la espada a Freire, los tiros de la espada a Marcelino Sosa, el cojinillo bordado a Santos, el pantalón a Villagrán y las pistoleras a Posadas.

Fue recién en el 68, con la aparición de cuatro canciones versificadas por Julián Murguía y musicalizadas por Tabaré Etcheverry en homenaje a la maravillosa desnudez histórica del conductor de nuestro Éxodo a la Grandeza, que el gran arte popular pudo hacernos comulgar con la completad simbólica del héroe donde hervía un Axis Mundi lleno de patria alta. Al Jefe-mana se lo estandartizaba sin necesidad de nombrarlo, incluso: Es ese que va de azul / cuello y puños coloraos.

La Purificación no se da por vencida, Overava Karaí. Y por eso el Presidente fascitoide Pacheco Areco necesitó prohibir la circulación del disco tres años antes de que el Golpe de Estado cívico-militar se decidiera a quemarse los dedos tratando de tapar el sol.



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