jueves

EL ÚLTIMO RECOVECO DE MANUEL ESPÍNOLA GÓMEZ (1921-2003)



El siguiente texto fue escrito en 2003 para la revista mexicana El Entrevero, en ocasión de la desaparición física de uno de nuestros Capitanes del Vuelo, Manuel Espínola Gómez.

Fue un sábado con sol, después de agonizar durante varias semanas en un Centro de Terapia Intensiva, donde lo intravenó la mejor de las certezas.

Esa tarde pensé que iba a meterme en un velorio lleno de barrigazos oficiales y no encontré ni flores. La segunda sorpresa fue el cajón destapado y aquella serenísima coronación lunar que nos ofrecía el rostro del maestro. Lo respaldaban y flanqueaban un caballete con un autorretrato grafitado en la década del 80 y el titular que presidió su histórica retrospectiva del 2000: ENTRE LA ENTRAÑA Y EL LÍMITE.

La familia que le quedaba a Manolo éramos una patrulla de amigos íntimos y los demás iban llegando de a poco. También se filtraba Bach (El evangelio según San Mateo, a pedido expreso) desde el cubículo donde ardía el gran rigor, emulsionando el entrecruzamiento de las versiones explicatorias.

Yo había tenido la suerte de encontrarlo, dos martes atrás, desentubado y bien despierto. A los saludos que le amontoné me respondió murmurando: Ustedes saben cómo los quiero. Y enseguida llegó el infaltable ¿Tus cosas andan bien? y me animé a desembuchar: Bien. ¿Y vos cómo andás? Entonces cabeceó y aplomó una mirada terminante: Estamos viejos.

No quería seguir. El Hombre Nuevo lleno de PAX-LUX que últimamente no tenía ganas de hacer nada pero que siempre tuvo ganas de vivir se desembarazaba de este mundo con una inquebrantable fe en la especie y en el cosmos y una no menos profundísima desilusión del comparserío dirigencial (de todas las banderías) que hizo tocar fondo a la cultura uruguaya en los últimos sesenta años. Alcanza con verlos jugar al fútbol para entender lo qué es esta decadencia total decía cuando andaba bravo.

Despedíamos al mayor juglar matrero que tuvo nuestro pueblo: un obelisco autodidacta (ni siquiera fue al liceo) de cuño ruralísimo y paridor de un friso plástico-verbal de indescifrables espiralamientos barrocos, escatológicos, brutales, supramundanos.




Manolo nunca se casó ni tuvo hijos. Pasaba muchas horas en boliches que elegía como apostaderos temporarios para conversar con quien se le sentara enfrente y contemplar la vida. No vendía sus cuadros y vivía de una jubilación y una pensión que cada vez le daban para menos. Ya hacía años que no soñaba con ver terminado el museo que ahora sí (mortis obliga, que no rigor noble) se destinó a sus obras.

Esa noche pasé por el boliche más clásico y en la mesa donde se recortaba su elefantiásica melena blanca había flores y una vela. Allí lo escuché dar con su voz de montaña una lección tan sencilla y memorable como un koan. Un pintor bastante joven comentó la exposición de un colega cabeceando: Está bien. Y a Manolo se le encabritaron las cejas y los lunares de su inajable rostro de galán y corrigió: El problema es que las cosas no hay que hacerlas bien. Hay que hacerlas muy bien.

Lo enterramos el domingo muy temprano y aquella noche me sorprendí redondeándoles este balance a unos amigos que visité: El velorio fue una fiesta. Humilde. Despojada. Sin pelucones-cuervos ni flores podridas. Una fiesta. Delicada.

Fue recién dos domingos después, cuando Jorge Abbondanza organizó una preciosa página en El País a propósito de Espínola Gómez, que me entendí del todo. Porque había un testimonio de Magalí Sánchez, extraordinaria tapicista y compañera esqueletaria del maestro, que testimoniaba: Manolo tendría unos catorce años cuando asistió a un velatorio en su Solís de Mataojo que lo marcaría para siempre. Según contaba, la viuda cubrió, desprolijamente y con gran ternura, el rostro de su marido, con un tul, algo que parecía no tener ninguna importancia. “Sin embargo, eso fue importantísimo. Con eso, la señora protegió la intimidad del muerto sin exponer su cara tan crudamente. Al mismo tiempo, no fue descortés con los deudos que venían y por eso no se tapó el cajón” decía Manolo. Y además siempre me dijo: “Yo quiero ver a la muerte llegando, mirarla a la cara, y uno tiene que estar en el cajón preparado como para echarse a andar”. La semana pasada, cuando el final era irreversible, vi que sus botas estaban muy feas y entonces le compré unos zapatos que estrenó en su velorio. Por eso lo velamos vestido con un pantalón de pana, un cinturón flamante, un buzo negro y una camisa gris que mi hija mayor le trajo de Europa. Nada de mortajas con puntillas. Como no era creyente, no hubo cruz sobre la cabecera, sino un autorretrato. Sobre el pecho, idea de Arotxa, pusimos el pincel con el que pintó el Polifocalismo y dos biromes, una roja y otra azul. Nadie va a sospechar jamás lo que me costó salir a comprar el pedazo de tul.

Entonces comprendí que Manolito nos había revelado su último recoveco en el ágape clave. Y que yo, por lo menos, no descifré qué era lo que le otorgaba a aquel rostro su ingravidez lunar. Un delgadísimo pedacito de tela que era capaz de perforar / transparentar la irrealidad caricaturesca de la parca.

Porque sólo la muerte / construye la espesura del amor grabó sobre la piedra Juan Carlos Macedo, que también se despidió un sábado con sol. Y esa es la verdad purísima, vallejiana, ecuménica, más allá de cualquier desencuentro filosófico que pueda distanciarnos.

Y a la cultura liberadora hay que rehacerla muy bien. O reinan los misiles.




HUGO GIOVANETTI VIOLA

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