domingo

TRES: EL INDIFERENTE MORAL



En 1930 Gardel filma diez tangos acompañados por diálogos breves con figuras ya consagradas dentro del jet set criollo -prefigurando lo que serían los actuales videoclips- y en uno de ellos debuta cinematográficamente Enrique Santos Discépolo, actor profesional y compositor de los decisivos Quevachaché, Esta noche me borracho, Chorra, Cambalache, Justo el 31 y ¡Yira, yira!

-Decime, Enrique: ¿qué has querido hacer con el tango ¡Yira, yira!?
-Una canción de soledad y esperanza.
-Hombre, así lo he comprendido yo.
-Por eso es que lo cantás de una manera admirable.
-Pero el personaje es un hombre bueno, ¿verdad?
-Sí, es un hombre que ha vivido la bella esperanza de la fraternidad durante cuarenta años y de pronto un día, ¡a los cuarenta!, se desayuna con que los hombres son unas fieras.
-Pero dice cosas amargas.
-Carlos, ¡no pretenderás que diga cosas divertidas un hombre que ha esperado cuarenta años para desayunarse!

Y es que entre la grabación pionera de Mi noche triste y los primeros tangos-bombazos escrachados contra la hipocresía del establishment por Discepolín durante la posguerra y el aquelarre burbujeante de la belle époque, acababa de instalarse la selvática rebelión del hombre-masa urbano insuperablemente caracterizado en el siglo anterior por Balzac y Dostoievsky y ahora por Ortega y Gasset y Jacinto Benavente, que llegaron a pelotear mano a mano con Gardel sobre el tsunami ético-lingüístico que implicaba la pudrición de un mesianismo burgués capaz de guillotinar a la Bastilla y al mismo tiempo frankesteinizar al fantasma de Sade.

Es por eso que Cambalache sigue siendo la profecía perfecta de la ampliación oceánica de las degeneraciones en los actuales reinos coqueros-cocacoleros. Y a posmodernizar que hay quórum, todavía.

Y sin embargo Discepolín habla de su canción como de un manifiesto de soledad y de esperanza, y Gardel insiste con que el personaje dice cosas amargas pero es un hombre bueno.

Porque todavía faltaba una década para que Onetti casi se disculpara con Enrique J. Payró, en la dedicatoria de Tierra de nadie -subrayada con reiterado ensañamiento en pleno primer tramo de la utopía castrista- de seguir empozado en el terrible triunfo de la indiferencia moral que le tocó sondear a Eladio Linacero.

El Mago, en cambio, cuando en los estudios de la NBC le propusieron grabar en un lenguaje neutro para los países de habla hispana, se había dado el lujo de zamparle a la prensa un soplamoco histórico:

¿Cómo voy a cantar palabras que no entiendo, frases que no siento? Hay algo en mí que vibra al sonido de las palabras que me son familiares, que están hondamente arraigadas en lo más íntimo de mi ser; palabras que aprendí en mi niñez, que tienen el significado de cosas muy nuestras, imposible de trasmitir. El idioma, señores, es el español… o mejor aún, el porteño. La pregunta ¿me quieres? no contiene para mí la emoción que se vuelca en la misma pregunta porteña: ¿me querés? El pronombre vos, en lugar de tú, el verbo conjugado como vení en lugar de ven… ¡Qué pena, amigos, que no pueda satisfacer sus deseos! ¡Yo sé cantar solamente en criollo!

Y es seguro que para el desencantadísimo Mordisquito -el clown decidido a repartir hasta la última miga del corazón y aprender la poesía cruel de no pensar más en sí mismo con las penas noqueadas y levantar un tomate podrido igual que si recogiera una rosa- ser criollo también significara no confundir la lluvia de un calefón con el llanto de una Biblia.

La generación de mis padres, incluso, podía bailar en el Parque Hotel hipnotizada por las mismas orquestas que se escuchaban en la radio a la par del jazz y todavía medio Uruguay amanece mateando frente a aquel izamiento identitario que el zorzal inventó comprendiendo que nacemos con la obligación y no con el derecho de ser felices y que el criollo podía ser un Hombre Nuevo siempre que no esperara nada de nadie para purificarse.

Y en el capítulo XXIV de Juntacadáveres, un supuesto indiferente moral sanmariano se emborracha y le grita a la desnudez de una sirvienta hondamente plateada por la luna: …tiene que estar Dios en la cama. Entonces sería distinto, estoy seguro; se puede hacer cualquier cosa con pureza.


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