domingo

CUATRO: MENSAJE



En 1954, cuando yo tenía seis años, nos mudamos del Paso Molino al suburbio playero que todavía era Punta Gorda y mi padre compró nuestro primer tocadiscos y unos álbumes de long-plays asesorado por César Salsamendi, un pintor del Taller Torres-García que además era Inspector de la Orquesta del Sodre.

Vivíamos a un baldío de por medio del caserón anaranjado donde había muerto don Joaquín en el 49 y visitábamos mucho a Manolita y los tres hijos solteros: Augusto, Ifigenia y Horacio.

Mi padre pintaba sus inspiradísimos constructivos escuchando de todo un poco en su tallercito y a mí los únicos los discos que me entusiasmaban eran uno de Gardel y otro de Charlo.

Y ahora es muy fácil analizar los procesos absolutamente inversos que vivieron aquellos dos genios máximos en sus patriadas colonizadoras. En 1954 Torres García existía apenas nominalmente en el panorama plástico de la posguerra, sus cuadros valían dos pesos y parte de nuestra prensa todavía lo consideraba un viejo loco que había vuelto a su país a corromper a los jóvenes en un sótano del Ateneo. Y el Mago era tan reverenciado como Chaplin y Obdulio Varela juntos.

Ah, el gran arte popular capaz de pelearle el mando a la esquizofrenia ética.

Manolita Piña de Torres-García tenía más de setenta años y una eterna sonrisa tintineándole en la tercera orilla de la boca. Trasnochaba sistemáticamente fumando y tomando café con los visitantes ilustres que podían ser Guido Castillo, José Gurvich, Paco Espínola o Juan Cunha, se apuraba en el piano hasta hacer enojar a Horacio cuando tocaban La primavera de Beethoven y, lo que es una de las lecciones más importantes que cualquier chiquilín puede atesorar en el mundo, siempre se divertía.

Y una vez contó que en la casa de la calle Charrúa don Joaquín se había pasado la mañana muralizando un gigantesco cartón de estructura completamente abstracta y mondrianesca destinada a implantarle de una vez por todas una corriente de propulsión de la vida en lo eterno a nivel masivo a este pueblo tan adicto al bienestar de asadito y al aullido de estadio y que justo llegó el lechero y lo llamó para pedirle una opinión sincera y el hombre se puso bizco escrutando tanto rectángulo en blanco y al final murmuró:

Perdóneme, maestro, pero usté va pa atrás.

Y al rato Manolita escuchó un ruidaje rajador que no le gustó nada y encontró el constructivo hecho pedazos en el taller.

El Morocho del Abasto, en cambio, se había ido de vuelo de este infierno tan querido después de boxear con todas las imposiciones de humillación grotesca que le encajó el gringaje y pudo conservar, entre tanta pasteurización de la orquesta y tantas películas frivolizadas hasta lo descacharrante, ese grano zorzalesco que nos sigue saciando la miseria de amor.

Discepolín murió entelarañado por la utopía peronista y recién ahora sabemos que su famoso Mensaje le fue dictado en sueños a Cátulo Castillo, igual que el Yesterday de Paul McCartney. Lo único que había dejado Mordisquito era una línea melódica.

¿Y a quién puede importarle cuál el es verdadero nombre propio que suscribe la autoría de estas aladas palabras?

Nunca quieras mal / total la vida qué importa / si es tan finita y tan corta que al fin / el piolín se corta / no te aflija el esquinazo del dolor / y si el amor te hace caso / no le niegues tu pedazo de candor / que es lindo creerle al amor. / Bueno y nada más / que siendo bueno no hay odio injusticia ni veneno / que hagan mal. / Yo / tan chiquito y desnudo / lo mismo te ayudo / cerquita de Dios.

Una tarde de julio de 1972 caí a lo de Onetti desesperado por el derrumbamiento de mi primer matrimonio y el Viejo me dejó entrar y sirvió vino, manso. Pero apenas empecé a verborragiar mi desahogo insoportablemente egolátrico levantó el brazo como un juez de fútbol y gruñó:

Un momentito. Ahora vamos a escuchar la opinión del maestro.

Y prendió la Clarín y me obligó a emborracharme escuchando tangos maravillosos y horribles clarinados al barrer por el empecinamiento de aquella gran sonrisa y al final chistó:

Bueno, ahora te callás y te vas.

Gardel siempre decía que su patria era el tango y el día que se animó a besar la noche triste debe haber aprendido, igual que Onetti y Torres García y tantos otros capitanes, que después que ves el bordecito de plata de la nube negra la vida está ganada.


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