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LA VIRTUD CUÁNTICA DE MARIO LEVRERO por PABLO SILVA OLAZÁBAL

 

 

(CUADERNOS HISPANOAMERICANOS / 1-12-2021)

  

En uno de los tantos homenajes a Levrero en el que me tocó participar, ocurrió algo llamativo. Fue en el 2015, en la Feria del Libro de Montevideo, yo estaba sentado al lado del editor y traductor Marcial Souto, junto a otros invitados, frente a una sala atestada de público, en su mayoría jóvenes. Además de haber sido amigo personal de Levrero, Marcial posee un palmarés asombroso: fue el responsable de la primera edición de La ciudad en tres países, Uruguay, Argentina y España. En aquella sala repleta, señaló lo irónico que resultaba hablar, frente a tanto entusiasmo público, de Mario («Jorge» decía, llamándolo por su nombre civil), alguien que en vida obtuvo escasos y tardíos reconocimientos. De pronto enmudeció: las lágrimas le impedían hablar. Tras minutos que parecieron siglos, logró superar el embate y terminó su intervención, centrada en la injusticia –palabra que repitió varias veces– de comprobar que mérito y fama no coinciden casi nunca. Cuento esto porque me llamó la atención que un veterano editor como él, que sabe cómo se cuecen las habas en el mundillo literario, estuviera tan afectado por aquel contraste. Porque hay que aceptarlo, los libros de los grandes escritores apuntan al futuro y pocas veces son aclamados por sus contemporáneos. Es otra de las virtudes del libro, traspasar el tiempo y alcanzar a generaciones que todavía no existen.

 

En el caso de Levrero está particularmente claro que su literatura no estaba conectada con la época ni con las corrientes de pensamiento hegemónicas en un país como el Uruguay de los ‘60 y ‘70, atravesado por una gran crisis política y por la Guerra Fría –que en Sudamérica fue más bien caliente. Mario Levrero desarrolló en solitario una escritura a contrapelo, que parece prescindir de la realidad social circundante, y que estuvo regida por la búsqueda espiritual y la construcción del yo –lo que tal vez sean dos formas de decir lo mismo. «Escribo» dijo «para escribirme; es un acto de autoconstrucción».

 

Nacido en Montevideo en 1940, el mismo año y en la misma ciudad que Eduardo Galeano –otro escritor que también firmaba sus libros con el apellido materno– Levrero fue durante décadas un autor poco o mal conocido. (Con respecto a Galeano, sus trayectorias en cierto modo podrían pensarse como paralelas y antitéticas, o como las caras de una misma moneda: la literatura uruguaya).

 

¿Cómo pasó de ser ignorado, o publicado por editoriales pequeñas, a alcanzar el impacto internacional que tiene en la actualidad? Libros, homenajes, traducciones, tesis, ensayos y semblanzas para un autor que vivió gran parte de su vida en aislamiento, que tenía trato difícil con los editores y que no buscaba ningún tipo de promoción. Un escritor que de manera indirecta colaboró para no ser difundido y que sostenía que su única meta era alcanzar a los lectores que realmente se interesaran por su obra. «Llegar a 200 lectores», decía, «con eso ya está».

 

¿Por qué ahora tantos jóvenes lo leen con fruición? ¿Por qué ese hambre de saber más sobre él? Hay una suerte de fetichización sobre su figura, que ha desarrollado una arqueología de datos en la web y que es el síntoma de una creciente avidez por acercarse y conocer más sobre su vida y en particular, sobre su manera de pensar. No solo se lo lee; se establece una relación de simpatía y cercanía con él.

 

Es fenómeno de índole personal no se da, creo, con el otro gran renovador de la narrativa latinoamericana, Roberto Bolaño.

 

Un latinoamericano del siglo XXI

 

Los dos escribieron, según Ignacio Echevarría, las novelas cumbres en castellano en el siglo XXI, ambas póstumas, 2666 y La novela luminosa.

 

Se ha sostenido que Bolaño puede verse como el último escritor latinoamericano del siglo XX, el eslabón final y brillante de una cadena que conocimos a través del boom y que en su caso pareciera nacer con Borges y Bioy Casares. El chileno forjó su figura de escritor, como quiere la tradición latinoamericana, con firme pensamiento político y estético. Fue un temperamento literario, ganó premios internacionales, apareció en grandes sellos editoriales, generó polémicas, opinó fuertemente sobre la realidad política y se codeó con grandes figuras. En resumen, cumplió con el mandato de ser un escritor en serio, un integrante de un grupo selecto, un depositario de una tradición, un (escéptico) aspirante a la posteridad literaria que murió demasiado joven.

 

Por su parte Levrero también se tomó en serio –por ejemplo, llevó una cuidadosísma planilla electrónica registrando todos sus textos, publicaciones, fechas, etc.– pero lo disimuló con un constante humor autoparódico y una obstinada y compacta negación a entrar en el juego del mundo literario. Vivió en una semirreclusión y centró sus actividades en Internet, comunicándose con amigos, alumnos y escritores a través del correo electrónico. De algún modo sus gustos por los productos de la cultura de masas (dibujos animados, cómics, etc.) o su registro autobiográfico donde revela una y otra vez adicciones virtuales (pornografía, juegos como el buscaminas o el golf, programación de software) parecen presagiar y adelantarse a la era de hiperconectividad, soledad e introversión que caracteriza a los jóvenes del siglo XXI.

 

Es posible que su tendencia a la introspección lo conecte con centennials y millenials quienes, cambiando constantemente de actividades (vocaciones, deportes, países, etc.) llevan a cabo una búsqueda de sus propios límites. De algún modo están embarcados en la introspección, dato que comparten con el escritor uruguayo.

 

Otro factor que lo distanciaba del escritor latinoamericano tradicional era la política: Levrero aborrecía decididamente de cualquier tipo de planteo ideológico. Tal vez sin quererlo, se adelantó al naufragio de los grandes metarrelatos que sostuvieron –y convulsionaron– el siglo pasado. (Atención, esto no significa que no tuviera una posición política; era consciente de que en lo más profundo de su ser había «un pequeño Napoleón dispuesto a dar sus consejos a la Humanidad»). El antídoto para no caer en esa «tentación catequista» fue siempre su humor desaforado; toda su obra está atravesada por una distancia paródica que cuestiona y relativiza lo que dicen sus narradores, que genera un efecto similar a los de Felisberto Hernández. Se trata por lo general de personajes arrastrados a la deriva por circunstancias que se le imponen y que demuestran su escaso sentido práctico de la vida. Además, al contrario de lo habitual, parecen menos inteligentes, o más tontos, que el lector.

 

Umberto Eco señaló que Borges genera un efecto de esnobismo en los lectores, que comprenden a la perfección su prosa penetrante y compleja, y por eso creen ser tan inteligentes como él –algo que no es cierto.

 

En Levrero en cambio el narrador da la impresión de no saber muy bien hacia dónde va ni cómo terminará la historia que cuenta (y que generalmente sufre). Además de llenos de fobias, sus protagonistas suelen ser cínicos y poco hábiles y son víctimas de presiones exteriores que hacen que, como dice uno de ellos, vivan «en una eterna postergación de sí mismos». Cuando algo les sale bien, es debido a un golpe de suerte o a través de una intervención inesperada.

 

La escritura y el Alzheimer

 

Un ejemplo curioso para demostrar cómo funciona este humor es comparar a Levrero con Rafael Sánchez Ferlosio. Es casi seguro que no se leyeron entre sí, pero ambos se expidieron sobre el mismo tema, la caligrafía y su (supuesto) poder terapéutico. Sin embargo, tomaron diferentes actitudes personales.

 

En el artículo «La forja del plumífero», Ferlosio contó su adicción a la anfetamina en los años ’70; esa droga lo llevó a un furor tan desmesurado que sus manuscritos se volvieron casi imposibles de leer. Fue así que para superar su dependencia, decidió mejorar la caligrafía; después de un tiempo de prácticas logró los dos objetivos, abandonar las anfetaminas y obtener una letra clara. Con su estilo sentencioso y tajante escribió: «Yo creo que la caligrafía salva del Alzheimer».

 

Por su parte, en la novela autobiográfica El discurso vacío, Levrero se plantea una «terapia grafológica» para mejorar la mente, basándose en la misma hipótesis conductista de Ferlosio de que hay una estrecha relación entre la letra y la personalidad del que la escribe. En el libro da una serie de razones para justificar el ejercicio diario de la escritura manuscrita, pero luego proclama lo siguiente: «Debo caligrafiar. De eso se trata. Debo permitir que mi yo se agrande por el mágico influjo de la grafología. Letra grande, yo grande. Letra chica, yo chico. Letra linda, yo lindo».

 

Frente a la misma conclusión, Ferlosio no duda en expresar su íntima creencia mientras que Levrero se autoparodia para evitar el riesgo de caer en un manual de new age.

 

(Como anécdota, cuando le conté lo que había dicho el autor de El Jarama sobre la letra manuscrita, Levrero se limitó a comentar: «Sorprendente la coincidencia con el tal Ferlosio en la cuestión de la caligrafía».)

 

En un país como Uruguay, el más laico de América Latina, donde la Iglesia ha estado separada del Estado durante más de un siglo, y en un clima cultural fuertemente racionalista e hiperintelectualizado, planteos de esta clase no hubieran sido recibidos en serio; sin embargo El discurso vacío, publicado en 1996, con un protagonista casi caricaturesco que vive su crisis existencial, significó su consagración frente al sistema literario uruguayo.

 

Levrero declaró en una entrevista que el humor es lo único que nos permite aceptar conceptos opuestos dentro de un mismo discurso; la chispa graciosa, o de gracia, que recorre toda su obra no se debe, por cierto, a ninguna estrategia de recepción, sino que es parte integral de su temperamento y estilo literario. Sin embargo, este tono humorístico tiene excepciones, sobre todo cuando apunta a su interés central, la búsqueda de la salvación –en medio del caos de la vida cotidiana– del Espíritu.

 

Una visión cuántica

 

«Pienso que el Universo tiene una cantidad enorme de dimensiones que aparentemente no se notan» declaró en una ocasión, «salvo que caigas en cierto tipo de experiencias» (que él definió como «religiosas»). Aunque sostenía que su condición era la de «un religioso que no practica ninguna religión» (frase que suena muy ferlosiana, por cierto) su visión del mundo se transparenta a lo largo de toda su obra; en ella lo espiritual aparece como una rendija, o una promesa de rendija, por donde poder asomarse a la profundidad que subyace bajo la rutina enajenante. «Normalmente uno accede a una mínima porción de lo espiritual, pero allí todas las cosas están conectadas y organizadas de otra manera. Al entrar en esa experiencia lo personal se amplía al infinito», agregó. Además del interés por el psicoanálisis, la parapsicología y la religión, sobre todo en clave jungiana, no hay que olvidar que Levrero fue un gran lector de publicaciones científicas. La investigadora argentina Luciana Martínez, abordó en su libro La doble rendija. Autofiguraciones científicas de la literatura en el Río de la Plata (Prometeo, 2019) la obra de Levrero y planteó que la física cuántica tiene afinidades con la idea de que «las cosas están conectadas y organizadas de otra manera». En la visión cuántica cada una de las partes contiene la totalidad de la información y está conectada; algo así como si bajo el desarrollo constante de lo fenoménico hubiera una totalidad absoluta que se despliega en múltiples formas.

 

La ciencia actual, explica Luciana Martínez, necesita de la imaginación literaria para encontrar imágenes que nos permitan asimilar cultural y psicológicamente los avances cuánticos, del mismo modo que «en tiempos de Newton pudimos pensar el universo en términos de mecanismo de relojería». Quién sabe si en esta época de crisis sistémica, donde todo lo sólido parece desvanecerse en el aire, no habrá un lugar para la obra heteróclita, intensa y proliferante de Mario Levrero. Tal vez este escritor original y excéntrico todavía tenga una palabra, o una imagen, que ofrecer para que comprendamos mejor el mundo que nos rodea.

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