por Esther C. García-Tejedor
Una clave universal para el dominio de los pueblos
ha sido la manipulación del discurso ético. El bien y el mal, la virtud y la corrupción,
se utilizan como armas arrojadizas contra el otro. Quien no se
somete a las creencias imperantes, a las del más fuerte, es acusado de algún
modo de “inmoralidad” y presentado como una posible amenaza al orden imperante.
La moral se reduce así al ethos social (el origen de la
palabra “ética”, ese êthos, costumbre o hábito, lo que nos
identifica con nuestra tribu, lo que aprendemos de ella). ¿Qué nos lleva a
respetar esos “valores”? No es una reflexión ni un sentimiento profundo y
personal sobre el bien y el mal; no es un juicio universal basado en la empatía
hacia el otro, en el reconocimiento del otro como un semejante a mí. Realmente,
lo que mueve a acatar esos valores es la necesidad de aceptación de la tribu.
Entendidos así, ¡Cómo no van a ser tan fáciles de manipular! ¡Cómo nos puede
extrañar que, cualquier tipo de creencia o ideología, por absurda o inhumana
que pueda resultar, triunfe tan fácilmente en cuanto alcanza cierto número de
seguidores con cierta capacidad de poder!
En este mundo globalizado, donde las distintas creencias, lejos de
tolerarse, luchan por imponerse siempre contra otro, y donde el discurso ético
se vende más radical al postor más violento, ¿queda algún resquicio para
recuperar algún sentido al ser moral? En nuestra sociedad, sometida más que
nunca a una opinión pública que se ha convertido en un verdadero Leviatán, se
hace especialmente necesario que desarrollemos la reflexión ética, la educación
del individuo en la libertad de pensamiento, porque es en el individuo desde
donde se enraíza el sentido del humanismo.
Ortega y Gasset se valió de la riqueza de nuestro idioma para actualizar
y revitalizar ese horizonte que, pese a su naturaleza escurridiza a las
definiciones, sigue nombrando una esencia íntima del hombre:
Me irrita este vocablo, “moral”. Me irrita porque
en su uso y abuso tradicionales se entiende por moral no sé qué añadido de
ornamento puesto a la vida y ser de un hombre o de un pueblo. Por eso yo
prefiero que el lector lo entienda por lo que significa, no en la
contraposición moral-inmoral, sino en el sentido que adquiere cuando de alguien
se dice que está desmoralizado. Entonces se advierte que la moral no es una
perfomance suplementaria y lujosa que el hombre añade a su ser para obtener un
premio, sino que es el ser mismo del hombre cuando está en su propio quicio y
vital eficacia. Un hombre desmoralizado es simplemente un hombre que no está en
posesión de sí mismo, que está fuera de su radical autenticidad y por ello no
vive su vida, y por ello no crea, ni fecunda, ni hincha su destino.1
La postmodernidad puso en crisis el concepto precisamente por ese uso de
la palabra. Se denuncia la verdad misma como una mera apariencia entre muchas,
los valores como un arma de opresión contra la voluntad de poder del individuo,
aislado de su necesaria ligazón con los demás… Lo positivo es que se rompen
ciertas cadenas de sujeción a lo que hoy llamaríamos “políticamente correcto”;
se cuestionan creencias anquilosadas, se avanza en la liberación no ya solo del
pensamiento sino del sentir propio. La filosofía intentaba devolver al
individuo su autonomía frente a la masa, frente a lo establecido. La razón, aun
siendo universal, exige el compromiso activo del individuo en ese repensar lo
dado.
Pero todo nuevo espíritu, cuando se anquilosa, genera sus propios
fantasmas y sus propias cadenas. El volteriano ideal de tolerancia se va a
trocar en un terreno abonado para la tiranía de la opinión. Curiosamente, en
vez de relativizar nuestras propias creencias, dejamos de buscar una verdad más
allá de la creencia de nuestra tribu; mi opinión no necesita ser verdadera,
sino tener fuerza bruta con que defenderse. La meta no es comprenderla sino
imponerla.
El giro que da aquí Ortega y Gasset no es en realidad sino una
recuperación del antiguo sentido que tenía para los griegos. La palabra “ética”
tiene un doble origen en el griego. Por un lado, como señalé más arriba, êthos significa
costumbre, hábito. Por otro lado, tenemos ēthos, que significa lo
propio, designando así igual morada, patria, modo de ser… Aristóteles aprovecha
esa doble etimología –en griego, simplemente, esa casi homofonía- para analizar
el sentido de lo moral:
“La [virtud] dianoética se origina y crece
principalmente por la enseñanza, y por ello requiere experiencia y tiempo; la
ética, en cambio, procede de la costumbre, como lo indica el nombre que varía
ligeramente del de “costumbre2”.3
Pero, pese a esta profesión del papel de lo aprendido de la costumbre,
Aristóteles analiza la virtud como fruto de la razón, consecuencia de la
elección del “hombre prudente”. No aparece en él tan ligado el hábito a la mera
tradición heredada como al ejercicio constante del individuo en su deliberación
de razón práctica. El ethos es ahí comunión con el otro,
conciencia de convivencia, de colaboración.
En el fragmento de Ortega y Gasset se siente renacer el daimon socrático,
la voz interior que supera las fronteras de lo aprendido. Aquí, la fuerza para
labrar nuestra vida, para “salvar nuestra circunstancia”. Ciertamente, frente a
la presión social, todos entendemos por verdaderos valores o principios la
defensa de algo más universal, que supere los mezquinos localismos; reconocemos
como moral aquel que se mantiene en lo justo, venciendo ese parroquialismo que
denunciara Adam Smith. Kant entiende como condición sine qua non de
la moral su autonomía. Una voluntad libre, una voluntad racional que se
entiende propia del individuo. Moral es aquel que no simplemente hace lo que
cree que debe hacer, sino que sabe lo que debe hacer sin necesidad de doctrina
externa: se lo dice su propia razón.
El individualismo nietzscheano, el daimon interno de
Sócrates, la autonomía moral kantiana, el antiparroquialismo de A. Smith… Estos
planteamientos, entre los de muchos otros, encuentran un inesperado punto en
común: la idea de la moral (mos-moris) o la ética (ethos)
revelándose contra su etimología, como una conquista del individuo. Ese es el
sentido íntimo recuperado aquí por Ortega y Gasset.
¿Qué nos aporta ese análisis? Recuperar, una vez superada la sujeción al
dogma, el espíritu de luchar por lo que sea justo; recuperar nuestra esencia.
Sin el sentido del bien y el mal, sin un sentido moral propio, nos sentimos
perdidos, porque nada vale. El humanismo carece de sentido cuando al ser humano
se le priva de su dimensión moral, de esa capacidad de concebir unos fines
hacia los que dirigir su crecimiento.
Nuestro tiempo necesita un nuevo discurso ético. Pero no puede basarse
en meros contenidos a aprender –Kant, asumiendo el análisis de Hume, se da
cuenta de que la moral no puede formularse sobre la base de creencias o
contenidos, sino desde el sentimiento de deber- Necesitamos un vocabulario
específico para ello. No unas doctrinas hechas sino unas herramientas para
iniciar el diálogo, para comprenderse, no sólo unos a otros sino, sobre todo,
cada uno a sí mismo como ser humanamente moral. La moral ha de ayudarnos a ser
cada vez más nosotros mismos, a recuperar ese sentido de crecimiento y
libertad. Para ello, el individuo debe volver a librarse de la tiranía de las
modas y las costumbres. Unas modas y costumbres que ahora se han desgajado de
su origen tribal, que se generan desde abismos psicológicos más profundos, más
arraigados en el miedo y el desconcierto imperante. Nuestro tiempo nos exige,
como individuos y como humanos, combatir un nuevo titán que ha nacido de esa
opinión pública cada vez menos humana, más generada desde las redes
sociales. Likes, bots, trendings e influencers,
estudios de mercado canalizando inquietudes y configurando ideologías ad
hoc para la publicidad y el control, ajenas a la intimidad humana. Esa
conciencia mecánica que está sustituyendo nuestra conciencia de individuos
humanos, nuestra razón práctica, se está forjando no a base de valores sino de
intereses. Ahí es donde el individuo debe volver a su propio quicio y recuperar
su vital eficacia.
Notas a pie
Aristóteles juega aquí con las dos etimologías griegas de ética: ἔθος (costumbre)y ἦθος (carácter).
Aristóteles. Ética a Nicómaco Libro II, 1103a, 15-25.
Bibliografía
Aristóteles (1988). Ética a Nicómaco. Madrid, España: Ed. Gredos. p. 158.
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