miércoles

A LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD EN LA OBRA DE JUAN CARLOS ONETTI (72) - MARYSE RENAUD

 Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola 

1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.

1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.

 

LAS DOS CARAS DE LA TRANSGRESIÓN

 

CAPÍTULO PRIMERO

 

II LOS RITOS INDIVIDUALES O LA FASCINACIÓN DEL ACTO TRANSGRESOR (1)

 

Pero es en realidad la irrupción de la voluntad individual lo que nos permitirá descifrar mejor el sentido profundo de las prácticas rituales. Asistimos entonces, como en La cara de la desgracia o Tan triste como ella, a una verdadera inversión sígnica. Lejos de complacer el orden establecido mediante la implícita creación de un nuevo consenso social, ideológico o cultural, estos rituales solitarios se transformarán en ostensibles factores de desestabilización. Por su desmesura ofrecerán a los actores de la vida ritualizada la penosa parodia de la ridiculez.

 

Así, en La cara de la desgracia, el narrador, creyéndose responsable del suicidio de su hermano mayor, se abisma en una profunda melancolía. Movido por un extraño impulso autodestructivo, sordo e indiferente a la llamada de cuanto lo rodea, se inventará nuevos rituales cuyo metódico cumplimiento linda con la obsesión: la lectura periódica de unos recortes de diario que le recuerdan la muerte del “cajero prófugo”, su hermano, o el maniático vaciamiento de la pipa (19). Luego, por un clásico mecanismo de asociación de ideas, se sentirá paralizado por la memoria de Julián, a pesar de los laboriosos esfuerzos de su mejor amigo por devolverlo a una vida normal:

 

Oí suspirar a Arturo y escuché cómo se transformaba su suspiro en un silbido de impaciencia. Se levantó, tirando el cigarrillo al baño

-Sucede que mi deber moral me obliga a darte unas patadas y llevarte conmigo (…)

-Te hablo otra vez -dijo Arturo, poniéndose un pañuelo en el bolsillo del pecho-. Te hablo, te repito, con un poco de rabia y con el respeto a que me referí antes. ¿Vos le dijiste al infeliz de tu hermano que se pegara un tiro para escapar de la trampa? ¿Le dijiste que comprara pesos chilenos para cambiarlos por liras y liras por francos y los francos por coronas bálticas y las coronas por dólares y los dólares por libras y las libras por enaguas de seda amarilla? No, ni muevas la cabeza (20)

 

Aplastado por los remordimientos y afectivamente bloqueado por un masoquismo estéril, el narrador aparecerá como un desposeído de sí mismo. Su presencia en el mundo se reducirá a un sombrío vagar por el balneario. Las páginas iniciales de La cara de la desgracia lo sugieren en forma admirable, al transformar el primer encuentro entre el hombre y la joven en una fantasmal danza de sombras:

 

Al atardecer estuve en mangas de camisa, a pesar de las molestias del viento, apoyado en la baranda del hotel, solo. La luz hacía llegar la sombra de mi cabeza hasta el borde del camino de arena entre los arbustos que une la carretera y la playa con el caserío.

La muchacha apareció pedaleando en el camino para perderse en seguida detrás del chalet de techo suizo, vacío, que mantenía el cartel de letras negras, encima del cajón para la correspondencia. (…) Un momento después volvió a surgir la muchacha sobre la franja arenosa rodeada por la maleza. Tenía el cuerpo vertical sobre la montura, movía con fácil lentitud las piernas, con tranquila arrogancia las piernas abrigadas con medias grises, gruesas y peludas, erizadas por las pinochas. Las rodillas eran asombrosamente redondas, terminadas, en relación a la edad que mostraba el cuerpo.

Frenó la bicicleta justamente al lado de la sombra de mi cabeza y su pie derecho, apartándose de la máquina, se apoyó para guardar equilibrio pisando en el corto pasto muerto, ya castaño ahora en la sombra de mi cuerpo (21)

 

Sólo la irrupción milagrosa de la muchacha conseguirá arrancar al hombre del poder maléfico de los rituales, infundiéndole de nuevo el amor a la vida. Así, pues, al término del relato los rituales y la neurosis obsesiva aparecerán íntimamente ligados. Lejos de favorecer la homogeneidad del grupo, los rituales personales contribuirán, tan inesperada como objetivamente, a aislar a sus fervorosos practicantes del resto de la sociedad. Además descansan muy a menudo -como lo sugiere el encuentro entre el narrador y Betty, la prostituta frecuentada regularmente por Julián- en malentendidos e imposturas. Tal es el sentido de la larga conversación mantenida con aquella, en que el narrador comprende con estupor que su hermano robaba desde hacía mucho tiempo y en gran escala, lo que lo libera de toda responsabilidad relacionada con el suicidio:

 

Botija -murmuró la cabeza sobre el hombro, la sonrisa contra el límite de la tolerancia-. ¿Hace tres meses? -resopló mientras alzaba los hombros-. Botija, Julián robaba a la Cooperativa desde hace cinco años. O cuatro. Me acuerdo. Le hablaste, m’hijito, de una combinación en dólares, ¿no? No sé quién cumplía años aquella noche. Y no falto al respeto. Pero Julián me lo contó todo y yo no le podía parar los ataques de risa. Ni siquiera pensó en el plan de los dólares, si estaba bien o mal. Él robaba y jugaba a los caballos. Le iba bien y le iba mal. Desde hacía cinco años, desde antes que yo lo conociera (22)

 

Notas 

(19) “Vacié la pipa y estuve mirando la muerte del sol entre los árboles. Sabía ya, y tal vez demasiado, qué era ella. Pero no quería nombrarla”. (La cara de la desgracia, 2, p. 10.) (El subrayado es nuestro.)

(20) Ibíd., pp. 14-15.

(21) Ibíd., I, p. 7-8. (El subrayado es nuestro.)

(22) Ibíd., 5, pp. 39-40.

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