por Carlos Javier González Serrano
Convencido de haber llevado a buen
término sus más hondas convicciones filosóficas, Friedrich Nietzsche (1844-1900)
escribía en el aforismo 40 de El Anticristo:
“Nosotros hemos trastocado lo aprendido. Nos hemos vuelto más modestos en todo.
Al hombre ya no lo derivamos del ‘espíritu’, de la ‘divinidad’, hemos vuelto a
colocarlo entre los animales”. Es en este libro –que el más íntimo y acaso
único amigo de Nietzsche, Franz Overbeck,
rescató de los postreros papeles del legado del filósofo– donde el pensador de
Röcken dejó expresadas sus últimas y más radicales conclusiones. Overbeck
acudió a Turín en 1889, entre voces de alarma, cuando la dolencia física y
psíquica de Nietzsche no tenía vuelta atrás. Literalmente, relata su fiel
colega, lo encontró “inundado entre montones de papeles”. Entre ellos, uno de
los cartapacios contenía el manuscrito completo de El Anticristo, libro desde muy pronto vilipendiado
e incluso maldecido.
Overbeck sólo pudo ordenar aquella
montaña de documentos tras recuperarse del choque que supuso encontrar a su
amigo en tan lamentable estado. Lo trasladó a Basilea, junto con sus
pertenencias, donde comenzó el desenlace de la vida de Nietzsche. Es entonces
cuando se inicia su verdadera soledad, que lo condenó a una dolorosa incomunicación. Es indudable que, a lo
largo de su periplo vital, el filósofo contó con no pocos amigos a su lado que
le hicieron más soportable la existencia, e incluso la amistad supuso un tema
de reflexión recurrente. Sin embargo, y a la vez, a pesar de reconocer la “soledad como exigencia filosófica” para
desarrollar sus pensamientos, también aseguró que resultaba complicado dar con
espíritus afines que lograran comprender la hondura de sus investigaciones.
Todo Nietzsche, como pensador y como hombre, encontró su base en esta dicotomía
de elementos enfrentados. En carta al propio Overbeck de 1887, confesaba:
“Dicho sea entre nosotros, yo soy, en efecto, en un sentido terrible un hombre
de las profundidades, y en este trabajo subterráneo no soporto ya la vida”. O
en una carta dirigida a su madre y su hermana:
Hay buenas razones para que me falten
personas que coincidan conmigo, y sería ridículo para un filósofo exigir algo
distinto. A pesar de ello, no se extingue en mí el anhelo de que tenga lugar
una vez este maravilloso y feliz caso; resulta espantoso estar solo en la
medida en que yo lo estoy. No me entiendas mal: lo último que deseo es fama y
ruido en los periódicos y admiración de discípulos; he visto de muy cerca lo
que todo eso significa en nuestros días. Me sentiría en medio de ello más
solitario que ahora, y quizá aumentaría mi desprecio hacia los hombres.
El Anticristo, de hecho, lo
dirige Nietzsche a tales espíritus privilegiados: “Este libro pertenece a los
menos. Tal vez no viva todavía ninguno de ellos. Serán, sin duda, los que
comprendan mi Zaratustra […]. Tan sólo
el pasado mañana me pertenece. Algunos nacen de manera póstuma”. Y es que, como
escribía en otro lugar Nietzsche, “El ruido mata los pensamientos”; un ruido
producido, casi siempre, por el tumulto “de los muchos”, de los que son
incapaces de pensar por sí mismos. Como el protagonista del relato de Poe “El hombre de
la multitud”, quien no reflexiona y le falta la disposición para tomar
distancia de aquel funesto ruido, es incapaz de estar solo. Y es la soledad la
que permite que la filosofía se dé. Un punto que compartía con uno de sus
maestros intelectuales, Arthur Schopenhauer (1788-1860),
quien apuntaba: “El ruido es la más impertinente de todas las interrupciones,
ya que interrumpe, y hasta quebranta, incluso nuestros propios pensamientos”.
Zaratustra recomienda en no pocas
ocasiones refugiarse en esa necesaria soledad: “Estaba solo, y no hacía otra
cosa que encontrarse a sí mismo. Entonces gozó de su soledad y pensó muy buenas
cosas durante horas enteras”, o “¡Amigo mío! ¡Refúgiate en tu soledad!“.
O en Aurora:
En medio de la multitud vivo como la
mayoría y no pienso como pienso; al cabo de cierto tiempo acabo por experimentar
el sentimiento de que se me quiere desterrar de mí mismo y quitarme mi alma, y
empiezo a malquerer a todo el mundo y a temer a todo el mundo. Entonces tengo
necesidad del desierto para volver a ser bueno.
La vida de Nietzsche discurrió entre
ambos polos: el ahínco de encontrar un lugar apropiado en el universo de los
asuntos humanos mientras, a la vez, no dudaba en mantener la necesidad de la
soledad. Y es que, explicaba en Más allá del bien y del mal,
“Todo hombre de elección aspira instintivamente a su torre de marfil, a su
reclusión misteriosa, por la que se libra de la masa, del vulgo, del gran
número, porque en ella puede olvidar la regla ‘hombre’, puesto que él es una
excepción a esta regla”. Cantaba Zaratustra: “¡Oh, soledad! ¡Soledad, patria
mía!”. Una polaridad que, como leemos en uno de los fragmentos
póstumos nietzscheanos, resulta útil y, más allá, necesario para el progreso de
los más eminentes espíritus:
La primera cuestión a propósito de la jerarquía:
hasta qué punto alguien es solitario o gregario (en el último caso su valor
reside en las características que mantienen su rebaño, que aseguran su tipo, en
el otro caso reside en lo que en él destaca, le aísla y le convierte en
solitario). En consecuencia, no se debe valorar el tipo solitario según el
gregario, ni el gregario según el solitario. Considerados desde lo alto, son ambos necesarios, incluso su antagonismo
es necesario.
Un deseo que no estuvo exento de altibajos, en los que el filósofo estuvo a punto de rendirse a la “vida ordinaria”. En otra de sus cartas, admitía: “Me he sentido del todo dichoso cuando he encontrado o creído encontrar con alguien un pedazo o rinconcito en común. Mi memoria se halla sobrecargada con mil recuerdos vergonzosos de tales debilidades en momentos en que he soportado mal la soledad”. En definitiva, Nietzsche deja la opción abierta: es uno mismo quien, al fin y al cabo, ha de escoger: “En la soledad el solitario se roe el corazón, en la multitud es la muchedumbre quien se lo roe. ¡Elegid!
(El vuelo de la lechuza / 23-6-2018)
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