jueves

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (157)

 La muerte de los Sargentos y de la Mulita (26)

 

Ya el sol empezaba a tender su angosta alfombra habitual; ya se deslizaba esta con lentitud inobservable por el rugoso suelo de tierra apisonada de la cocina. Pero en los rincones, obstinadas, refugiábase indemne un tropel de penumbras y de francas tinieblas. De allí, tonos -no formas- oscuros, con brillos de hollín, como con un furtivo y avieso lustre dorado encima, con el algo repelente de lo viscoso, la aguaitaban sin tregua (sentía bien claramente la Mulita) la tenían presente, la vigilaban, mejor, quién sabe con qué propósitos nada buenos. Sin recordar ya el menor detalle ni siquiera del pasado más inmediato, sin pensar en el más inmediato futuro, sin otro resquicio en la tiniebla de su mente que el de lo que veían sus ojos; como si una cuchilla gigante le hubiera cortado el tiempo por delante y por detrás, la Mulita se había casi arrastrado, a fin de poder llegar a su cuarto y liberarse un poco de tanto peso. Pero allí, también allí, ¡y mucho más!, se encontraba con el misterio tan cerradamente acorralándole e infundiéndole, tan inexorable, su negra frigidez. Y, para mayor malignidad, todo se operaba sin bulla, con lo cual ella quedaba más echada al medio. Todo venía como descalzo y como en puntas de pie o hecho de goma. Así, el silencio adquiría la existencia de cosa con grosor, con largo y con ancho; de una dimensión desaforada.  Y cuando del campo -igual a arañita silenciosa- llegaba algún modesto rumor, o cuando -como guijarro arrojado con cruel acierto- penetraba el bronco grito de algún soldado, el silencio persistía y se hacía más enérgico, obrando aquellos a la manera del simple rasguñar sobre la lisura de acero.

 

Comprendía a veces la Mulita que el moverse era peor; que lo que hacía con esto era provocar estremecimientos, decididos bamboleos, unos como amagos de avances bruscos con ansias de ese su blando contacto que -debe revelarse ya- que muy, pero muy pronto daría frío. Entonces, otra vez volvía a la cocina y a su silla, sacaba su pañuelo, otra vez lloraba. Sin lágrimas, en ocasiones. Pero enjugándose, lo mismo, porque no era capaz de advertir su inanidad. A hurtadillas, el pañuelito descubriendo a medias aquellos ojillos más achicados ahora por el miedo, miraba a las penumbras tétricamente expectantes, como patibularios carceleros, en torno de la asustada. De ahí, más pronto que ligero, posaba la vista en la franja de sol estirada en el suelo. Pero esta era demasiado débil para llegar a los rincones, vencer a las sombras y expulsarlas por el pasado y obligarlas a que se consumieran en la ardorosa luz de afuera sin ni darles tiempo a que las tan malas consiguieran atravesar el espacio que distaba de la noche siempre en marcha; de la noche ahora ya a espaldas -porque se interponía todo lo ancho de la mañana- de quién sabe qué horizonte nunca visto.

 

Aquellas penumbras, acentuadas al acercarse al techo o al recostarse a las paredes, insistían en su enconada observación. Y algo tuvo que haber ocurrido, también. Y grave. Porque un espíritu poderoso, inmenso, sin posible cotejo, había penetrado -ella lo advirtió en cuanto, sin objeto, por cambiar de lugar, entró en la cocina-; sí, eso se había escurrido en la mesita, en los asientos, en el mate, en todo, y le estaba prestando a cada cual algo de su propio ser sobrecogedor. No era que las formas de las cosas sugirieran ahora visiones monstruosas; no que se transmutaran en imágenes de pesadilla. No. Allí, mucho más feo, lo que ellas cambiaban era su actitud de toda la vida. El manso caballete del recado del finado, colgantes sus estribos de campana, estaba ahora esperando la orden para írsele encima a la Mulita y, con el encuentro, llevársela por delante. Y si la Mulita miraba hacia el banco de ceibo, sentía que al siempre modesto y tan cómodo asiento le había nacido como un odio por ella y que, aunque él no sería capaz de hacer nada en contra, estaría más que contento de que la pechada aquella del caballete sucediera. El negro, gran ollón poníase fulo, como empapado en un rencor lleno de recovecos. Y como, por la falta de la pata trasera, se inclinaba tanto hacía atrás, el grueso recipiente mostraba una altanería despiadada, de esas que permanecen sordas a los ruegos y hasta a las lágrimas.

 

En sus perillas y cajones la alacena se había vuelto muchos ojos, muchas bocas cerradas como apretando los dientes en el instante de una inquina atroz. Apoyada en el mueble, la escoba de chilcas parecía, unas veces, que se le inclinaba para pedirle que no fuese así con la Mulita; otras, al contrario; otras creeríase que con secretas palabras la incitaba a la alacena contra la asustada. La tinaja, ¡ah!, la panzuda tinaja se disponía a irrumpir para volcarle encima el resto del agua fría que todavía le quedase. Y los tirantes de la parte del techo que suplía la intervención de la roca elegían, sí, ya el sitio en que, todos a la vez, irían a caer en abatir de garrotazos.

 

Y en silencio todos, de testigos malos -callados como las cosas de los muertos- los jarros, los platos, los tazones, los tarros cuadrados y cilíndricos pata la sal, la pimienta, el ají, el orégano, etc; hasta el ahora ciego candil acentuaban entre tanta hostilidad el ovillo azul y blanco en que estaba convertida la Mulita.

 

Hasta que -traído por un rumor que en seguida creció hasta el fragor de cascos y de ruedas a barquinazos del lado del arroyo- cobró presencia otra vez el otro espanto, el de lo que había afuera. Igual que por la noche una muchacha, solita y su alma en el rancho, siente un trotar como por sobre trapos que se detiene, y escucha en la puerta leve llamado con los nudillos; y ella enciende la vela, trémula de susto, y después prefiere el miedo a abrir al miedo de quedarse envuelta en el mutismo aun más escalofriante del misterio y, entonces -¿qué ha de hacer, la pobre?- entonces va y destranca y se asoma, y ante aquello ¡al fin! que tiene delante ni gritar puede porque la garganta se le cerró hace rato, así la imaginación de la Mulita quedaba ahora helada al adivinar a los pocos pasos, allí, junto a su propia batea de lavar, detrás del horno y del barril del agua y abajo de la higuera y abajo del gran ceibo como tapado de sangre en su florecer, los aspectos feroces, las cerradas de puño, el fulgor de los sables que la estaban aguardando. Y, entonces, como la que, al abrir fría de susto su puerta, siente que la atraen de un brazo hacia la noche, y su terror es ya más grande que ella y la aplasta, así la Mulita inclinó en su asiento la cabeza hacia adelante. Y cayó redondita.

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