sábado

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (155)

 La muerte de los Sargentos y de la Mulita (24)

 

La calva del horno, y luego el viejo palenque, sin resultado alguno ya se expusieron también, todavía medio algodonosos, a la contemplación. Ardían rebrillares en todas partes… vagos celeste-limón seguían descendiendo en neblina sobre las hirsutas copas de los espinillos y los talas, bañaban ya, hechos ahora de naranja hasta su mitad superior, las copas de los sauces y la del ombú, y seguían descendiendo más y más. Las cuchillas desemparejaban su lisura; descubríanse en el bajo las montuosas costas del arroyo; las piedras próximas recobraban su fosca aspereza. Y, rayado de insectos recién desentumecidos y en aumento junto al barril de agua y a la batea, el aire iba envolviéndolo todo, hasta lo de más arriba, en un vaho de pastitos macerados, a cuyo perfume, por el tanto fumar quedaban insensibles los reminiscentes del ya pálido fogón donde, de pronto, hubo viva conmoción. La causó el brusco salir corriendo hacia su ranchejo del Trompa Tamanduá recién consciente de su deber. Se agachó ante el “bendito”, metió la mano adentro… Y se incorporó para quedar rígido y soplando por su clarín, que centelleaba.

 

-¡Talarí, talarí… laráaaa…!

 

Los avanzantes jinetes: Soldado Gallareta, Coatí, Guazuvirá, Bandurria, Aguará… y otros a quienes estos no permitían ver, sólo escuchaban el redoble de los cascos de sus cabalgaduras, el golpeteo de los sables sobre la carona, el como duro palmoteo en las espaldas de la pesada carabina. Ni otra cosa oía el Comisario Tigre quien, por su grado y por mejor montado -aunque nunca como aquel lobuno que le llevaron los de Don Juan- galopaba bien adelante, el emplumado quepis hasta los ojos, feroz el aire, en uniforme de gala por causa de no haberle llegado desde la capital el de campaña sustitutivo del que, casi flamante, le quemaron con la plancha.

 

-¡Talarí, talarí, laráaaa…!

 

Bien habituado a que ellos siguieran otro poco después que él dejaba de soplar, el Tamanduá bajó el clarín indiferente a otro Talarí… laráaaa… que le pasó proveniente como de la alta loma del ombú, para cruzarle por delante, ahora apareado con los otros dos: uno, llegado del lado del Paso y, el otro, tal vez del tororal o, a lo mejor, de más lejos, todavía, y que, al parecer, pretendían en vano insistir juntos sobre los bultos del Sargento Cuervo y el Soldado Águila, que como para las dianas estaban bajo sus ponchos patria.

 

Detrás de la carpa, desabrochándose con recato por la proximidad de su interlocutor, el Cabo Pato argumentaba al Cabo Lobo:

 

-No es posible. Y menos a estas horas, con el sol ya encima. Por más vueltas que vos le des, no tenemos más remedio que cumplir con nuestro deber

 

Abrochándose también cuidadoso de la vista de su compañero, el Cabo Lobo aceptaba no sin reticencias.

 

-Sí, sí, hay que dar el ejemplo, yo sé. Pero yo te digo a vos, y acordate, que en caso de enfrentarnos con Don Juan la mitad de la gente se le pasa. ¡Lo que es yo…! Mirá, yo no sé qué te diga. A veces no hay cabeza que aguante.

 

A la distancia, el Mao Pelada, su culero de delantal, envuelto en espejeos de trinos habías echado troncos al fuego para ir preparando brasas, descolgaba un cordero de la rama donde se oreaba con dos más toda la noche, lo ensartaba bien abierto en el asador… y así lo dejó en actitud de querer abrazar a todo el mundo, de contento. Junto al barril del agua, desnudos de cintura para arriba, toallas al hombro ahora, en vez del máuser, los milicos empezaban a esperar turno para lavarse. Lejos y cerca, de cada rama, de cada mata, hasta el suelo, rayando ya la ardiente, franca luz, el gorjear surgía incesante, se mezclaba en barullitos como los del rozar de papeles y vidrios y de delgadas laminas metálicas… primando ese, riente y nunca igual, que tan bien hace la imitación del corcho, cuando este es frotado, húmedo y en zigzag,con una botella.

 

Pero sin pájaros, ni agitación alguna, el pajonal del bajo permanecía callado. Entre el pisoteadero de espadañas de los que allí se detuvieron ratos antes para dejar su carga, yacía el Sargento Primero Cimarrón, tendidos los brazos a lo largo del cuerpo como en posición militar de firme, la espada a un costado y, al otro, tan arrimado a él como aquella, y como aquella tan frío, el vencido protector de la Mulita. Aunque con ropa de “particular”, la idéntica postura de los brazos y la rigidez de la muerte dábanle asimismo al joven Aperiá el aspecto de soldado en revista.

 

Sobre la cara del Sargento Primero llegaba a alcanzar una punta de su poncho. Cubriéndole la suya, el Aperiá presentaba, hecho sopita, su sombreriro color canela.

 

Y gracias al rezagado frescor de la noche, todavía ni una sola mosca.

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