jueves

JORGE LIBERATI - ALGO SOBRE POESÍA

  

a Hugo Giovanetti Viola

  

¿Hay algo que no se haya dicho sobre la poesía? Lo que tiene que ver con la manera de expresar es un aspecto de lo más interesante y que parece no tener fin. Si bien son comunes a toda poesía ciertos temas, amor, amistad, nostalgia, rebeldía, naturaleza, esperanza, cabe preguntar acerca de cuál manera de escribir corresponde a la poesía. Es necesario tener presente su forma de encarar los contenidos en el decir, desde que no hay otro capaz de permitir mayor percepción de esos temas como el suyo. ¿Qué relación guarda la poetización de las cosas con las cosas, la realidad de la poesía con lo real, el sentimiento volcado al mundo con el mundo? Si bien el aspecto formal del verso, las características históricas del género, los estilos y demás ingredientes fundamentales de la poesía, alcanzan para caracterizarla y definirla, hay algo intrínseco, privativo del poema, distinto, cuando se trata de las obras más preciadas.


Se trata de la forma de referenciar, de nombrar y mostrar. La poesía es el género literario que dice lo que normalmente no se puede decir apelando a sustantivos, adjetivos, verbos y adverbios como los del lenguaje corriente. No se articula con facilidad a través de una sintaxis racional, de un discurso acostumbrado. Si es poesía, no describe el mundo con los instrumentos de que dispone el lenguaje para describir, no narra los hechos como se narran en la vida diaria o como lo hace la narrativa literaria o el teatro. La lírica no tiene mayor interés en disponer desarrollo de hechos, lugares concretos, peripecias o dramatizaciones, porque su dominio espacial no es el espacio ni su ámbito temporal es el tiempo.

 

Superados el romanticismo y el modernismo, después de que los poetas del 98 compusieran sus poemas embargados de musicalidad, armonía y melodía, se quiso llevar la poesía en español al plano del habla de todos los días. Con ello se inició una nueva manera de elaboración en la literatura, libre de formalismos e intelectualismos. Aunque no hubo nada despreciable en eso, sin embargo, faltó algo, faltó crear junto al nuevo afán expresivo un nuevo lenguaje que se correspondiera. Faltó que se consiguiera un decir poético, como el anterior, neoclásico o posromántico, que rejuveneció la poesía al dar a luz la música y al crear un nuevo lenguaje. Y con ese lenguaje, nuevos temas, preferencias, tendencias, y una forma de dar vida a cualquier decir. Luego se remozaron los afanes, pero no las formas de la expresión. La obsesión por domesticar la poesía, por llevarla al habla corriente, a los giros y tonos del diálogo común, a los temas cotidianos, la empozaron, limitaron, la empujaron hasta confundir sus fronteras con los demás géneros.

 

¿En qué consistió este proceso? Se ha dicho que la poesía no debe nombrar, una suerte de regla que se ha oído de boca de importantes poetas y críticos. Justamente, el nombrar a secas, el nombrar gramatical sin poetizar, vino a desprestigiar el género. Mucha poesía se encierra en las cosas de la vida cotidiana sin transmutarlas, sin poetizar, apelando a nombres comunes y corrientes que no son transfigurados por contextos regeneradores y reconstructivos. Bajo la imaginación poética adquieren la capacidad de sugerir nuevas notas, de colmar la percepción con figuras insospechadas y sensaciones que los sentidos del cuerpo no son capaces de reproducir. Esa es la característica fundamental del arte, que va más allá de la visión y de la audición elemental y desnuda, y de las demás sensaciones. Aunque se crea que mediante la llaneza y la naturalidad y originalidad del lenguaje se revelará el secreto de la poesía, en verdad, la de la poesía es otra llaneza, otra naturalidad.

 

Nombrar es algo que puede hacer el poeta cuanto quiera, solo que, al nombrar, lo que nombra ya debe quedar transformado, ensalzado, llevado a otra dimensión de la intimidad sensible, de la percepción subjetiva. El nombrar sin transformar siempre es olvidable. Si se procede a nombrar con los nombres que llevan las cosas y los hechos, como se hace en el diálogo de todos los días, en cualquier informe, entonces, el nombrar no queda en el espíritu. De la misma manera, no queda y no es necesario que quede el nombre de la mesa, de la calle, del día de la semana. Se piensa, y se piensa bien, que lo más sencillo y vulgar puede alzarse al plano de la poesía más original y deseable. Pero, hay maneras de disponer, de alzar lo referido hasta ese plano más alto. Trátese de una cebolla (Neruda), de la pérdida de un ser querido (Nervo), de un país desgarrado (Vallejo), de lo más vulgar, un limonero, o de lo más inspirador, una fuente (Machado), si se nombra es porque lo nombrado ya está más allá de la percepción inmediata, de las sensaciones habituales.

 

No es propio del poeta trazar inventarios como lo hace cualquier observador empírico, con resultados semejantes o más pobres que los siempre limitados de los sentidos. Y, aunque esta no es una regla, aunque no es ley para el poeta, sin embargo, no hay nada que tenga que ver con la poesía si la poesía, como la pintura, no interpone aquello que le es propio como indirecta transcripción entre los sentidos y el sentir, entre la empiria (experiencia) y los sentimientos o, aun, entre éstos y la vivencia (experiencia íntima). Por eso apela tanto el poeta a la alegoría, a las imágenes, a la metáfora, a las formas conocidas de hablar de algo sin nombrarlo, sin mencionarlo, sin someterlo a una vulgaridad. El arte no se ocupa de objetividades estrictas, su ámbito no es el de la realidad palpable ni el de los hechos incontrovertibles, su cometido no es la aprehensión inmediata del mundo y la vida.

 

Es verdad que una flor, un paisaje, una sonrisa, una mirada puede suscitar sentimientos como el amor o el odio, la alegría o la tristeza. Pero la índole sencilla, habitual y afectiva de una motivación no alcanza para transferir lo que transfiere la poesía. Tiene que incurrir en el plano del lenguaje y, aunque el lenguaje es un territorio vastísimo, no admite libre circulación. Que se elija cualquier sendero no es del talante de la poesía, la dirección que toman las palabras en el diálogo o en el relato cuando estamos en familia o en charla amistosa. El poema está señalizado, y es esto lo que desde antiguo fue observado por sus tratadistas, filólogos, críticos y teóricos, que optaron por darle forma a una ciencia que lo describe y explica, especialmente a las formas. Juntaron, clasificaron, ordenaron, dividieron y subdividieron y poniéndose de acuerdo en algunos preconceptos básicos fundaron lo que hoy se llama métrica o versificación, y el género literario que hoy se llama lírica.

 

No se crea que en estas distinciones anida el intento de protocolizar la poesía, un conato de doctorado para el poeta. Aunque ciertos principios parezcan los de un manual para iniciados, o para que algunos escritores corrijan sus crudas denotaciones, despojadas y triviales, debe advertirse que hay ciertas condiciones que deben cumplirse. Si bien se salva a la poesía regresando a la tierra lo que se había elevado al cielo, tampoco se trata de revolcarla por el suelo. Miguel Hernández, por ejemplo, baja la poesía del cielo para sumirla en el más terrenal de los terrenos de la tierra, y sin vulgarizar nada, sin nombrar con nombres desnudos. Para evitar esa flojedad de la poesía no es necesario dictar normas sino destacar la necesidad de tener en cuenta algo más llano, práctico por tratarse de procedimientos de escritura. Son los hábitos poco poéticos los que lucen como normas, como lugares comunes o impertinencias. Quien suponga que la poesía “es fácil”, que en ella “vale todo” porque “la libertad es libre”, está tristemente equivocado. Si el poeta no quiere referir ese otro plano, inefable para la prosa dialéctica, si no puede presentarlo bajo otras vestiduras, ha equivocado su oficio.

 

 Hay mucho del afán por la transparencia, por escribir lo que todo el mundo entiende, porque existe el miedo a no ser leído o valorado. El poeta se ha esforzado desde lo más íntimo, más auténtico y profundo, ¿cómo podría ser ignorado, no ser reconocido?  Tendrá que reflexionar, algo no habitual en los malos poetas, acerca de lo que toda poesía contiene en riesgo de ser incomprendida, no captada en su originalidad (que, si no la tiene, no es poesía). Es buena señal que el creador tenga miedo de que no lo comprendan, que dude de su propia valía. Porque, si no teme la incomprensión y no duda de sí mismo, entonces, si está seguro y confiado, su obra puede ser frágil sin que lo sepa. Por lo que es preferible que experimente ese temor si está seguro de que en lo suyo hay alguna sorpresa literaria.

 

Es el drama oculto del escritor, no solo del poeta. Escribir para la literatura es el designio, no para sí mismo y ni siquiera para un posible lector. El fin último, la empresa no declarada, es escribir para un fantasma, para la devoradora de imaginación e inspiración que es la literatura. Si hay algo parecido a la profesionalidad en poesía, aunque suene feo, es ese velado compromiso con la constelación desplegada en la escritura, interminable historia de autores, libros, obras geniales y también versos evitables. Es el sino del poeta, lo que para colmo de males le faltaba conocer, todo lo que en su anterioridad ignorada fue experimentado, sentido, dolido y cantado, metamorfoseado en decires, cánticos y declamaciones. Vale más, pues, soñar con la poesía que soñar con el poeta.

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