jueves

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (151)

 La muerte de los Sargentos y de la Mulita (20)

 

El humo de los cigarros empezó a salir por su cuenta, sin impulso alguno, de bocas y narices. El silencio se ponía opresor. Bajo una fuerte necesidad de hacerlo retroceder un poco, por lo menos hasta los primeros “benditos” y las primeras estacas de la caballada, el Flamenco pensó que bien podía exclamar que la noche estaba fría o que al otro día iba a desvasar a su tordillo. Optando por lo segundo se disponía a hablar, cuando se contuvo. Era que el Avestruz empezaba, con el pescuezo cada vez más inclinado:

 

-¡Pucha, miren ustedes lo que son las cosas! Toditos lo más amigos y, de repente… ¡Fíjensén lo que hemos hecho! ¡Hemos matado a un aparcero viejo!

 

-¡Yo no lo maté! -cortó el Mao Pelada echándose atrás como si le amagara su bote una cascabel de años  o le hubieran arrojado al pescuezo frío lazo viscoso.

 

-¡Lo matamos todos, sí… porque lo dejamos matar!

 

La voz de don Avestruz iba creciendo en intensidad hasta que le vino el recelo de que las palabras pudieran andar demasiado cerca de la carpa de los Cabos. Para evitarlo siguió bajito, pero en compensación envolviéndose en violentos ademanes:

 

-Si en vez de estar haciendo pruebas (esto lo digo por mí, sepan la gran verdá y por el Cabo Pato) o mirando la función (esto lo digo por casi toditos ustedes) le hubiéramos dado un buen sosegate al Sargento Segundo…

 

Interrumpiose con sobresalto el Avestruz. Y todos, encandilados por tener el fuego delante, intentaron ver quién producía aquel rasco de espuelas que por atrás llegaba.

 

Era el Soldado Gato Pajero, emponchado, de tiro su ya ensillado medio redomón, dispuesto a marchar con el “parte” a la Comisaría. El aire sombrío, sin sospechar que ponía el dedo en la llaga, exclamó ya sobre sus compañeros:

 

-¡Pucha, qué me cuentan! ¡Hemos matado a nuestro Jefe!

 

-¿No ven? ¡Sí, señor; él revienta con la verdá! -retomó el Veterano Avestruz-. ¡Lo hemos matado nosotros, nosotros!

 

El Flamenco agachó la cabeza. Luego, se revolvió como si hubiera dado entre las brasas que le brillaban enfrente.

 

-¡Y bueno, qué embromar! -estalló-. ¿Por qué no convidó a alguno a insubordinarse? ¿Por qué alguno no lo bajó de un tiro al Segundo, y así se acababa todo, y al que no le gustara también se le dejaba seco, y por qué no se le dio puerta franca a la Mulita y todo el mundo levantó el poncho, eh?

 

Se interrumpió el Flamenco tomando aliento, y miró callado conjunto de abatidos junto a los cuales cabeceaba impaciente el picazo del Gato Pajero. Después, como quien hace fuerza hacia abajo con la mano abierta, siguió:

 

-¡Y ahora, dele y dele decir que lo hemos matado y que lo hemos matado! ¡Claro que lo matamos! ¡Y ahora, caray -y frenético pateó el suelo ante un súbito recuerdo- ahora yo tengo que meterme de guardia para vigilar que la Mulita no escape… y todo esto es un relajo jamás visto!

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