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LA VIDA PRIVADA DE MIGUEL ÁNGEL

 

por Javier Cisa 

La vida privada del maestro del Renacimiento es una de sus facetas más desconocidas. Las biografías escritas por sus contemporáneos Giorgio Vasari y Ascanio Condivi arrojan poca luz al respecto. Es a través de la correspondencia que se ha conservado y de su obra poética como podemos intentar adentrarnos en sus sentimientos.

Son varios los muchachos a los que dedicó algún soneto, pero el grueso de esa obra está destinado a dos personas. Por un lado, su gran amor, el joven romano Tommaso Cavalieri. Por otro, la aristócrata y poetisa Vittoria Colonna, a la que le unió un sentimiento que también puede calificarse de amor, aunque fuese más espiritual.

La lucha interna

Miguel Ángel no se casó ni tuvo hijos, y entre los estudiosos existe un amplio consenso sobre su homosexualidad. No hay constancia de que mantuviera relaciones carnales con otros hombres, y algunos académicos sostienen que sus amores fueron platónicos. Pero en el Renacimiento la homosexualidad, pese a gozar de mayor tolerancia que en otros períodos, no estaba socialmente aceptada, por lo que resultaba lógico intentar que no quedara rastro de las relaciones entre personas del mismo sexo.

Así pues, las teorías sobre el carácter físico o no de sus relaciones no pueden basarse sino en la especulación. Sin embargo, existen elementos que permiten intuir que Miguel Ángel libró una dura batalla contra sus propios deseos, tratando de encauzar sus impulsos sentimentales y eróticos hacia el arte.

En su juventud en Florencia, pasó algunos años frecuentando el jardín de San Marcos y residiendo en el palacio de los Medici. Alrededor de Lorenzo el Magnífico se había formado una importante corte de artistas e intelectuales. Allí, Miguel Ángel entró en contacto con un neoplatonismo que consideraba la belleza carnal como reflejo de una belleza superior, y no veía con escándalo la relación entre hombres adultos y jóvenes.

Pero, al mismo tiempo, ejercieron un fuerte influjo en el artista las prédicas del monje Girolamo Savonarola, que reclamaba un regreso a la pureza espiritual y condenaba, de manera muy específica, la sodomía. La contradicción entre ambas visiones de la vida creó una permanente tensión en Buonarroti.

Buscando la belleza

Como evidencian casi todas sus obras. para Miguel Ángel la belleza del cuerpo masculino era una obsesión y su principal fuente de inspiración. Él no era un hombre apuesto. De estatura mediana y complexión achaparrada, sus facciones quedaron desfiguradas cuando, de joven, en una disputa, el escultor Pietro Torrigiano le partió la nariz de un puñetazo.

Los hombres de los que sabemos que se enamoró y con los que mantuvo relaciones, carnales o no, tienen en común dos características: la hermosura y la juventud. Entre ellos destaca Cecchino dei Bracci, que murió a los 15 años. Debió de ser importante para Buonarroti, pues le compuso más de cuarenta epitafios y diseñó su tumba, ubicada en la iglesia de Santa Maria Aracoeli de Roma.

También estuvo Giovanni da Pistoia, un escritor joven y guapo que dedicó algunos sonetos a Miguel Ángel. Y los modelos Febo di Poggio (atractivo y pendenciero que, al parecer, robó dinero y dibujos al artista) y Gherardo Perini (que le atormentaba cada vez que desaparecía). Tommaso Cavalieri entra en esta categoría de jóvenes bellos, pero, a diferencia de los demás, pertenecía a la clase alta y poseía un elevado nivel intelectual.

El hombre perfecto

Miguel Ángel conoció a Tommaso durante una de sus estancias en Roma, en invierno de 1532. El artista, que entonces vivía en Florencia, atravesaba una época turbulenta. Mantenía un interminable pleito con Francesco Maria della Rovere, duque de Urbino, que le exigía que cumpliera el contrato que había firmado y completara la tumba de su tío, el papa Julio II.

Además, estaba físicamente exhausto tras un período de intenso trabajo en los sepulcros de los Medici para la Sacristía Nueva de San Lorenzo. Su estado anímico no era mejor: se acercaba a los sesenta y se sentía insatisfecho y angustiado. La tumba de Julio II, que debía haber sido su obra maestra, se había convertido en una pesadilla. Su otro proyecto emblemático, la fachada para la basílica florentina de San Lorenzo, no se había ejecutado ni se ejecutaría nunca.

En este contexto, el encuentro con el joven debió de ser como una bocanada de aire fresco. Se supone que Tommaso tendría entre 15 y 20 años. Perteneciente a una familia de la aristocracia romana, era un adolescente de extraordinario atractivo y maneras refinadas, y muy inteligente.

Miguel Ángel quedó deslumbrado por su belleza y en su interior nació una intensa pasión amorosa. El genio renacentista caía rendido ante un adolescente. Queda reflejado ya en su primera carta, que le mandó a los pocos días del primer encuentro. En ella le manifiesta con humildad su profunda admiración y se pone a su servicio.

Siguieron muchas otras misivas, en las que una y otra vez le expresa su adoración: “... vuestro nombre (...) nutre el cuerpo y el alma, llenando una y otra de tanta dulzura que no puedo sentir ni angustia ni temor de muerte mientras la memoria os conserve en mí”.

Miguel Ángel, en la cúspide de su carrera, debió de fascinar a Tommaso, aficionado al arte y la arquitectura. El joven Cavalieri se sintió muy halagado. Su correspondencia denota un entusiasmo con la nueva relación: “Juro devolver su amor. Jamás he querido a un hombre como lo quiero a usted, ni he deseado una amistad más que la que deseo la suya”.

Al poco tiempo, Miguel Ángel le envió unos dibujos como prueba de su devoción. Estos dibujos, La caída de FaetonteTicio atormentado por el águila y El rapto de Ganímedes, eran, según Giorgio Vasari, ejercicios de aprendizaje para que el muchacho mejorara su técnica en el dibujo. Pero Miguel Ángel no escogió los temas al azar, y pueden interpretarse como símbolos o metáforas de su amor apasionado. 

Como los otros dibujos que irá realizando y regalando a Cavalieri en los siguientes años (entre ellos El sueño, una de sus obras maestras), se trataba de creaciones acabadas, destinadas a ser admiradas en sí mismas. El dibujo deja con ellos de ser una simple herramienta preparatoria para la pintura.

Es probable que la idea de estar cerca de Tommaso influyera en la decisión de Miguel Ángel de mudarse a Roma, aunque no fuese el único motivo. El asfixiante clima que se respiraba en Florencia, con la tiranía represiva que los Medici habían impuesto tras la insurrección republicana, no era del agrado de Miguel Ángel. La Ciudad Eterna se estaba recuperando del saqueo sufrido en 1527, y la reconstrucción de los edificios destruidos demandaba una ingente labor de arquitectos, escultores y pintores.

El papa Clemente VII, sobrino de Lorenzo de Medici y florentino como Buonarroti, medió entre este y los herederos de Julio II. Se pudo llegar a un acuerdo por el cual el artista realizaría una tumba menos ambiciosa que la prevista inicialmente, a cambio del dinero que ya había recibido en concepto de adelantos. El pontífice, además, le encargó la pintura al fresco de El Juicio Final para decorar el altar de la Capilla Sixtina.

Una vez en Roma, la relación entre Miguel Ángel y Cavalieri se intensificó, convirtiéndose en arquetipo del eros neoplatónico: Miguel Ángel estaba enamorado de forma carnal del joven, pero su extraordinaria belleza física conducía al artista a un sentimiento de sublimación. Con los años, Tommaso, que no sobresalió en el terreno artístico ni en ningún otro, se casó y tuvo varios hijos. Pero siempre mantuvo una íntima amistad con Miguel Ángel.

La única mujer

Hacia 1536, aun enamorado de Tommaso, Miguel Ángel conoció en Roma a Vittoria Colonna. Ella sobrepasaba los cuarenta y cinco años y él los sesenta, y el encuentro produjo un vuelco en la vida de Buonarroti. Inauguró una fase en la que la espiritualidad pasaría a primer plano.

Vittoria descendía de estirpes ilustres. Se había criado en la refinada corte de Urbino, y recibió una sólida formación literaria y artística. De niña fue prometida en matrimonio a Fernando Francisco de Ávalos, marqués de Pescara. Se casaron cuando Vittoria tenía diecisiete años.

Algunos años después, en 1521, De Ávalos, que se encontraba al servicio de Carlos V, se convirtió en comandante de las tropas imperiales en Italia. En la batalla de Pavía, cuatro años después, los ejércitos germano-españoles que lideraba obtuvieron una importante victoria sobre los franceses, pero él resultó herido y murió pocos días más tarde en Milán.

Al enviudar, la marquesa de Pescara, sin hijos, empezó a pasar largos períodos en conventos, donde cultivó la poesía. Un editor de Parma obtuvo algunas copias de sus poemas y publicó un volumen, Rimas, en 1538. Le siguieron otras recopilaciones. Aunque Vittoria no buscaba la fama, su obra poética, influida por Petrarca, tuvo una difusión considerable, y su talento fue admirado en los entornos cultos de Roma, Venecia y Nápoles.

En esta última, la dama entró en contacto con el grupo del humanista español Juan de Valdés. En torno a él se desarrolló un círculo de intelectuales, laicos sobre todo, con inquietudes religiosas reformistas, que trataban temas relacionados con la salvación y la fe. 

La marquesa de Pescara era el centro de otras tertulias, que tenían lugar en el convento de San Silvestro al Quirinale, en Roma. Allí se debatían las ideas valdesianas, y a ellas empezó a acudir Miguel Ángel. El artista se sintió identificado con el ideario reformista que aspiraba a un cristianismo puro, desligado de los aspectos materiales. Era una doctrina heterodoxa y próxima a la herejía luterana.

La gran sintonía espiritual entre Miguel Ángel y Vittoria, a los que también unía su afición a la poesía, se convirtió en una relación de amistad muy profunda. Ascanio Condivi, en su biografía de Buonarroti, dice que este estaba enamorado “del divino espíritu de Vittoria”. Realmente, el afecto entre ambos se basaba en la recíproca admiración y en unas convicciones religiosas que entendían de la misma manera.

A lo largo de los años se donaron rimas de gran belleza, y el maestro realizó para ella varios trabajos artísticos de temática religiosa, como la Piedad, un exquisito dibujo a carboncillo que se desconoce si llegó a convertirse en pintura. En cambio, sí sabemos de un cuadro al óleo hoy perdido, la Crucifixión, que Vittoria pidió a Miguel Ángel como objeto de devoción. Queda un dibujo previo en el British Museum, y existen varias copias del original realizadas por otros pintores (una de ellas en la concatedral de Logroño).

La muerte de Vittoria en 1547 dejó a Miguel Ángel aturdido y sumido en un gran dolor. En los casi veinte años que pasaron hasta que le llegó su fin, continuó trabajando sin descanso, sobre todo en proyectos arquitectónicos, y centró su existencia en una espiritualidad cada vez más intensa. 

En 1564, fue el fiel Tommaso quien estuvo junto al lecho de muerte del artista y quien sostuvo su mano en los últimos instantes de su vida. 


(Historia y Vida Nº 522 / 24-3-2021)

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