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SÖREN KIERKEGAARD: UN FILÓSOFO DEL SIGLO XIX MUY ACTUAL

 

 por Javier González Serrano 

 

Søren Kierkegaard (1813-1855), prolífico y polémico pensador que influyó hondamente en importantes autores posteriores (HeideggerNietzsche, Lévinas, Unamuno, Camus, Simone de Beauvoir, Sartre o Karl Jaspers, entre otros muchos), y del que se dice abrió las puertas del existencialismo europeo más temprano, suele ser estudiado en su vertiente más puramente filosófica. Su obra queda en ocasiones relegada a los estrechos muros de la prisión académica, y por ello no logra llegar con la fuerza adecuada al público no especializado.

 

En una época dominada casi en exclusiva por la concepción hegeliana de la historia, según la cual el desarrollo de los tiempos consiste en el despliegue de un espíritu o idea absolutos –desarrollo, por lo demás, que seguiría un proceso lógico–, y en cuyo progreso una suerte de ardid de la razón no dudaría en sacrificar las pasiones particulares de los individuos en pos de conseguir la realización de lo universalKierkegaard se atreve a poner el acento en la persona individual, a la que concibe como un ser en guerra –repleto de sentimientos en constante puja y condenado a no cejar de luchar por ponerlos en orden–.

 

Lo abstracto, lo no singular, queda cargado para Kierkegaard de un componente sospechoso –que nos aleja de la realidad–. Así, por ejemplo, en La época presente no duda en arremeter contra el concepto de público, en contraste con el lector único que se compromete –y actúa en conformidad– con lo que lee: “El público es una monstruosa nada. […] Pero adoptar la misma opinión que un público es un engañoso consuelo, ya que un público sólo existe en abstracto. Jamás una mayoría ha estado tan segura de estar en lo cierto y de tener la victoria como lo está el público”.

 

En La época presente, breve pero enjundioso escrito publicado en marzo de 1846, damos con el Kierkegaard más sarcástico y crítico –sobre todo cuando se refiere al papel de la prensa o a la sociedad de masas–. Lo que diferencia a la sociedad actual de los pueblos antiguos, y en particular, de la paradigmática ágora griega, es que las sociedades modernas, tomadas como un todo, no son nunca algo concreto: “Lo desconsolador de la Antigüedad era que el hombre de excelencia era aquello que los demás no podían ser. Ahora lo alentador será que aquel que religiosamente se gane a sí mismo, logrará ser lo que todos pueden ser. […] El público lo es todo y nada, el más peligroso de todos los poderes y el más desprovisto de sentido. Se puede hablar a toda una nación en nombre del público y, sin embargo, el público vale menos que una sola persona real”.

 

“El público”, “el pueblo”, “la sociedad”, “la opinión”… abstracciones que no hacen sino deteriorar la necesaria relación dialéctica y dialógica que ha de existir entre los miembros de cualquier grupo humano. Corremos el riesgo de que la nivelación –noción que Kierkegaard emplea para referirse a la “tranquilidad sepulcral” que nace de la sensación de “ser todos iguales”– anide definitivamente en nuestras sociedades.

 

¿Cómo puede afectarnos esta “nivelación” o igualación? Kierkegaard lo tiene claro: nos conduce a la inacción. “La época presente es esencialmente sensata, reflexiva, desapasionada, encendiéndose en fugaz entusiasmo e ingeniosamente descansando en la indolencia”. Y sugiere un ejemplo revelador: “Cansada de sus quiméricos esfuerzos, nuestra época descansa a ratos en completa indolencia. Su condición es la del que se queda en la cama por la mañana: grandes sueños, luego adormecimiento, finalmente una cómica o ingeniosa idea para excusar el haberse quedado en la cama”.

 

Vivimos un momento, a juicio de Kierkegaard –y justo es hablar en presente, dada la insultante actualidad de este escrito–, en el que se anuncian medidas que nunca llegan, intenciones que no se cumplen, anhelos que jamás se materializan (aunque, ironiza, “para todo se tiene manuales”): es la época de la “publicidad” y del anuncio embaucador, de la parálisis social; el sistema, seguro de su victoria, actúa con total impunidad a sabiendas de que un pueblo que sólo se tiene por una unidad conceptual (y no efectiva), poco podrá hacer para deshacerse de las injusticias que le acechan y oprimen.

 

Un testimonio único y de llamativa vigencia (redactado hace más de 160 años): “Cada uno sabe muy bien, como todos sabemos, qué caminos se debe seguir y cuáles son los caminos alternativos, pero nadie quiere ponerse en movimiento”. Y qué cosa más triste, explica Kierkegaard, que ver a una época revolucionaria carente de pasión, o como apunta Manfred Svensson en la introducción: una sociedad “que mantiene en pie el orden social, pero vaciándolo de sentido”.

 

Kierkegaard fue un autor incomprendido e incluso denostado en su tiempo por numerosas razones (entre ellas, su abierta crítica al cristianismo oficial y su oposición a un idealismo hegeliano que, en los albores del siglo XIX, campaba a sus anchas). Como indica Carlos Goñi, autor de El filósofo impertinente, nuestro protagonista “veía demasiada razón por todas partes, un Sistema perfecto que anulaba al individuo, que ahogaba tanto la creatividad como la angustia propias de un ser que ha venido al mundo para vivir, no para entender”.

 

Aunque en muchas ocasiones se sintiera como una pieza desubicada en una gigantesca maquinaria que estaba destinada a absorberle sin pena ni gloria, ya desde su juventud Kierkegaard pujó por hacerse un hueco en la intelectualidad de la época. Pero los comienzos no fueron fáciles. Hasta la muerte de su padre, su vida transcurrió de un modo un tanto aséptico; Søren no tenía apenas preocupaciones, y dedicaba su tiempo a realizar diversos viajes, leer y pasar largas noches discutiendo amigablemente con sus compañeros de estudio.

 

Sin embargo, su disipada existencia da un giro de ciento ochenta grados cuando promete a su padre, que se debate entre la vida y la muerte, terminar sus estudios e introducir en su vida la regularidad y la calma que hasta aquel momento le habían faltado. Aunque en efecto finaliza la carrera (de Teología, por cierto, y tras seis duros meses de encierro que cataloga como “el paréntesis más largo de mi vida”) e incluso se doctora con la máxima calificación (magister artium), siempre conservará de su primera época un fresco recuerdo de la rebeldía que expresó en sus primeros años de estudiante, y que puede rastrearse en cualquiera de sus producciones posteriores.


Una característica que hace los textos de Kierkegaard de todo menos aburridos: en ellos se interpela a la conciencia del lector, y se le invita, impertinentemente, a pensar por sí mismo: “crear la dificultad, no permitir el acomodo, mantener despiertos los espíritus, despabilar las mentes, angustiar los corazones, desmontar el orden establecido, dinamitar seguridades, resquebrajar el sistema, será la severa tarea que Søren Kierkegaard se impone a sí mismo”, explica Carlos Goñi.


Muchos fueron los que quisieron amordazar la voz de este pensador de incomparable capacidad de escritura (por la cantidad y la calidad), que no dudó en aplicar su lenguaje más procaz para denunciar las vergüenzas de su tiempo. En La época presente, uno de sus escritos más incisivos, denunciaba sin pelos en la lengua (en una afirmación que mucho puede enseñarnos): “En contraposición con la época de la revolución como época de acción, la época presente es la época de la publicidad, la época de los misceláneos anuncios: no sucede nada, y sin embargo hay publicidad inmediata”. El ciudadano ha de huir de la “tranquilidad sepulcral” del silencio, que nada puede levantar ni iniciar, y situarse críticamente ante su tiempo para arremeter contra él intelectualmente.


Y es que Kierkegaard, como relata Carlos Goñi en una reseñable anécdota, conoció desde bien pequeño su vocación de “tenedor”: cuando aún siendo niño su hermana preguntó a Søren qué quería ser de mayor, éste le contestó apenas sin dudar que quería ser un tenedor para poder pinchar lo que quisiera en la mesa. La hermana, no contenta del todo con la respuesta, planteó a Kierkegaard qué haría si todos los miembros de la familia se lo impidieran, a lo que respondió: “Os pincharía a todos”. De ahí que Carlos Goñi no dude en afirmar que “Si Sócrates fue el tábano de Atenas, Kierkegaard será el ‘Tenedor’ de Compenhague. Ambos pensadores aguijonearon las conciencias de sus contemporáneos usando la ironía y una dialéctica desconcertante”.


Con motivo del bicentenario del nacimiento del filósofo danés, conmemorado en 2013, Carlos Goñi (doctor en Filosofía y autor prolífico) publicó en Trotta este completo y muy ameno estudio que nos acerca a la figura de Søren Kierkegaard (1813-1855), que hará las delicias de entendidos y legos que deseen abordar el estudio de uno de los pilares de la filosofía del siglo XIX. Una oportunidad magnífica para conocer su biografía y experimentar lo que ocurre “intelectual y existencialmente cuando nos topamos con Kierkegaard. Tras un encuentro personal con él, no podemos quedar indiferentes, al contrario, se nos queda clavado un aguijón en la carne con el que hemos de vivir mientras sigamos pensando”, asegura Goñi.

 

No podemos dudar de que Søren Kierkegaard es una figura del todo imprescindible para entender el devenir de la historia de la filosofía de las últimas dos centurias. Para conmemorar aquella tan señalada efeméride, Herder también publicó un excelente libro escrito a varias manos, preparado por el profesor de filosofía en la Universidad Pompeu Fabra Fernando Pérez-Borbujo, en el que se investiga a conciencia -en un volumen de 270 generosas páginas- la obra y la vida del filósofo danés.

 

Y es que, si por algo se caracteriza el pensamiento de Kierkegaard a juicio de Pérez-Borbujo, es por su enigmático significado, que “sigue siendo un misterio, como si fuera imposible desentrañar su secreto. Más aún, podríamos afirmar que la filosofía kiekegaardiana es una ‘filosofía del secreto’“.

 

Detrás del mundo en el que vivimos, allá al fondo hay otro mundo que mantiene con él una relación similar a la que mantienen, en el teatro, la escena real y la que a veces vemos detrás de ella. A través de un fino velo vemos como un mundo de velos, más ligero, más etéreo, de otra calidad que el real. Muchas personas que se muestran corpóreamente en el mundo real no pertenecen a éste sino a aquel otro (Kierkegaard, Diario de un seductor).

 

Ese mismo halo de misterio que recorre las obras de Kierkegaard, y que ha provocado múltiples quebraderos de cabeza a los especialistas en su pensamiento, supone a la vez su gran virtud y su gran debilidad: “El corpus kierkegaardiano ha reunido en torno a sí una ingente producción hermenéutica e interpretativa”, asegura Pérez-Borbujo, y mientras para algunos exégetas el autor danés “era un ser atormentado, egoísta, esquizofrénico”, para otros era una “especie de Don Juan literario-musical”, “el padre de la filosofía existencial”, el más tenaz crítico de la Iglesia danesa y del cristianismo de su tiempo o, por fin, “el gran adalidad de la filosofía anti-hegeliana”. ¿Qué Kierkegaard es el (más) válido?


Así vivo en Copenhague: el único individuo que no es formal, que no gana dinero, que no realiza nada, ¡un pobre diablo medio loco! Así me juzga la turba: y aun los pocos que ven con algo más de profundidad no se lamentan de que este sea el juicio que de mí se forman (Kierkegaard).

 

Este curioso dato, que rodea a Kierkegaard en una complicada vorágine interpretativa, no sólo podemos aplicarla a la actualidad, sino también a la época de nuestro protagonista, nunca comprendido por sus contemporáneos. Con éstos mantuvo desde muy pronto una relación polémica de colisión intelectual y vital. Incluso, como señala Carlos Goñi en su magnífica biografía sobre Kierkegaard, “en muchos momentos de su vida se vio despreciado por la opinión pública, por lo que él llama ‘la turba’, que le hará recluirse en su intimidad y en su actividad de escritor”.

 

Después de mi muerte no se encontrará en mis escritos (y esta es mi consolación) una sola explicación de lo que en verdad ha colmado mi vida. No se encontrará en los repliegues de mi alma aquel texto que lo explica todo (Kierkegaard, Diario).

 

Para contrarrestar, en la medida de lo posible, este último dictado kierkegaardiano, Herder publicó el imprescindible volumen Ironía y destino. La filosofía secreta de Søren Kierkegaard, en el que intervienen Jon Stewart (catedrático del Centro de Investigación Søren Kierkegaard en la Universidad de Copenhague), Jacobo Zabalo (doctor en Humanidades y profesor de Filosofía en la Universidad Pompeu Fabra), María J. Binetti (onvestigadora del CONICET de Argentina), Francesc Torralba (catedrático en la Universidad Ramon Llull) y Luis Guerrero Martínez (presidente de la Sociedad Iberoamericana de Estudios Kierkegaardianos).


En los artículos que componen el libro, sus autores se ocupan de desentrañar los vericuetos más profundos de algunos de los temas más recurrentes en la obra de Kierkegaard, aunque no por ello mejor comprendidos: el concepto de lo estético (y de la inmediatez), la ética, la búsqueda de Dios, su relación con el gigante Hegel o, de gran actualidad, la crítica al orden establecido.

 

Lo esencial en la existencia no es tener ideas claras y sublimes, sino la resolución de la voluntad, la resolución al servicio de los deseos. Y en esto, amigos, todos falláis de una u otra manera (Kierkegaard, In vino veritas).

 

La extrema vigencia del pensamiento del genio danés ha servido para que autores más o menos recientes -como Heidegger, Jaspers, Adorno, Lacan, Derrida, Ricoeur, von Balthasar, Apel o Blanchot- hayan dedicado numerosas páginas al estudio de su figura. En opinión de Fernando Pérez-Borbujo, “la lectura meditada de los escritos kierkegaardianos nos puede acercar a verdades profundas y estables sobre la condición humana”.


La interioridad es lo eterno, y el deseo es lo temporal, pero lo temporal no puede fundamentarse sin lo eterno. El deseo disminuye y por último desaparece, pero el tiempo de la eternidad nunca acaba. La interioridad, la eternidad nunca acaba (Kierkegaard).

 

Si bien es cierto que en la actualidad se tiene a Kierkegaard como uno de los máximos exponentes de la historia de la filosofía, su reconocimiento como pensador no se produjo hasta bien entrado el siglo XX -debido, sobre todo, a la escasa difusión de sus escritos, redactados en su mayor parte en danés-. Hasta ya pasada la Segunda Guerra Mundial, nuestro protagonista pasó casi desapercibido, aunque ya contaba con lectores de la talla de Kafka, Wittgenstein o Unamuno (este último aprendió danés para poder leer directamente los textos de Kierkegaard). Fueron autores como Heidegger o Sartre quienes, al considerar que en escritos como La enfermedad mortal o El concepto de angustia se palpaban los antecedentes del genuino existencialismo, dieron una fama definitiva al olvidado Kierkegaard.

 

Un polifacético autor, fundamental para entender el devenir de la filosofía en los últimos dos siglos.

 

El planteamiento kierkegaardiano ante la crisis se distancia de cualquier intento de solución social o colectiva. La crisis responde, antes que nada, a una dimensión ético-religiosa, apela a un imperativo de la conciencia individual, la cual ha de responder de manera singular. Por eso la vía para la solución de un tiempo histórico en crisis es la interioridad (Fernando Pérez-Borbujo, Introducción).

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