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LOS JUEGOS DE CÉSAR VALLEJO

 

por Andrés Felipe Yaya

 

Con Ludwig Wittgenstein se conoce que el significado de las palabras se genera en la práctica, en la sutileza de los juegos del lenguaje. Las construcciones poéticas se producen bajo una conciencia del lenguaje porque buscan una sincronía de todos los elementos que componen el organismo del poema. El poeta peruano César Vallejo, a primera vista, nos redescubre las cosas en la medida que nos redescubre el lenguaje. Vallejo y Wittgenstein nos llevan a filosofar la realidad como filosofamos, en algunos momentos, la gramática como esencia de las cosas.

 

El lenguaje, en concordancia con Wittgenstein, es un organismo vivo: una ciudad que bulle y su estruendo permanece. Anota: “Nuestro lenguaje puede verse como una vieja ciudad: una maraña de calles y plazas, de viejas y nuevas casas, de casas de diversos períodos”. El lenguaje que, como tantas veces sucede, es dinámico: se crea y se recrea. Está conectado, pero guarda relaciones diferentes y está regido bajo la noción de “aire o parecido de familia” porque lo uno, en todo, lleva a lo otro.

 

En este sentido, César Vallejo inicia con Trilce (1992) una renovación en sus métodos expresivos y explora, verso a verso, formas distintas de narrar la angustia. Renovar los métodos permite que se prolonguen temas y acentos del lenguaje, en otras palabras, que se generen ciertos juegos y cierta plasticidad de las palabras. Vallejo, sin duda, maquilla las palabras y las dota de una extraña sensibilidad. Esa iluminación alcanza al lector que percibe la armoniosa convivencia entre destreza y una delicada pasión. El dolor, en su poesía, es transversal y lo lleva cada forma verbal, cada signo, cada silencio. Escribe del dolor lejos de las acciones del llanto; desnuda su naturaleza y lo materializa a través de la música verbal. A propósito, Carlos Mariátegui escribe: “Se despoja, por eso, de todo ornamento retórico, se desviste de toda vanidad literaria”. En los Heraldos negros, predominan ciertas imágenes modernistas, partiendo, por supuesto, del título mismo. Vallejo es consciente de la factura simbólica que puede encerrar una imagen: va de lo visible a lo invisible. Asume el silencio de Dios y el mal que el hombre asume sin comprender. Todo destino se precipita como un golpe sin justificación: “Hay golpes en la vida tan fuertes…Yo no sé”.

 

Trilce apareció en 1992, aunque la escritura de los poemas que los conforman fueron escritos a partir de 1918 a 1919. Existe una comunicación entre los últimos poemas de los Heraldos negros y las primeras composiciones de Trilce. Es, en síntesis, una prolongación de temas y ritmos del primero, aunque es otra cosa: es una etapa nueva del poeta. Rompe de manera absoluta en todas las normas: no es una poesía “experimental” sino una poesía “experiencial” puesto que viene de una serie de experiencias de fondo, sumamente personales.

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Podemos asumir dos movimientos al interior de los poemas de Trilce: un movimiento centrípeto y un movimiento centrífugo. Uno busca la unidad y el otro va hacia lo heterogéneo. Vemos que Vallejo busca, en parte, que el poema se estructure en torno a un sentido y se encadene a una música que, efectivamente, guardan las palabras. Al leer los poemas de Trilce, de Vallejo, se respira un sentimiento de incertidumbre y de perplejidad del poeta ante la realidad. Sus largos silencios dan testimonio no de su mudez, sino de su reflexión. Hay un abismo de sentimientos que lindan con lo absurdo y generan, no obstante, una atracción. El exilio le permite dislocar el lenguaje, porque la cercanía de lo perdido, en vano, se le presenta en forma de vocablos y de imágenes. Perdió a su madre en 1918 y luego padece cuatro meses de encierro en la cárcel en 1920. El exilio, material y físicamente, lo golpea; la orfandad es telúrica y la imposibilidad de sosiego traspasan el conjunto de poemas de Trilce.

 

“Trilce —según afirma Juan Larrea—se nos aparece como un mosaico”. Son un conjunto de 77 poemas, sin titulación, organizados a través de una numeración romana. La supresión de los títulos, en efecto, permite que el poeta posea la voluntad de encerrar todo el contenido en un poema general. Hacia 1923 aparece publicado en la revista Alfar, La Coruña, un poema titulado: Trilce. Habla, entonces, de “un lugar que yo me sé / en este mundo, nada menos, / a donde nunca llegaremos”. Está escrito en tercetos eneasílabos regulares con un doble sistema de rima, consonante y asonante. Larrea propone que el poema ya estaba escrito cuando se publicó el libro, y de allí Vallejo, posiblemente, hubiera transferido el título del poema. Trilce fue, repentinamente, un título a último momento porque en principio el libro iba aparecer con el título “Cráneos de bronce”, firmado con el seudónimo de César Perú.

 

En Trilce el hombre es arrojado al mundo, un mundo vacío y hostil, cuyo paisaje es una multiplicación de la extrañeza. Apenas nombra a Dios mientras se disgrega en el tiempo y disgrega al lector. De un lado el mundo le entrega la ausencia de lo vivido y recuerda a su madre como “amorosa llavera de innumerable llaves”. La madre reparte a sus hijos no “pan” sino “ricas hostias de tiempo”. Hay hambre de hogar donde toda la comida sobra. El amor que no es satisfecho corta el apetito: “¡Madre, y ahora! Ahora, en cuál alvéolo / quedaría, en qué retoño capilar, / cierta migaja que hoy se me ata al cuello /y no quiere pasar”.

 

Vallejo convierte la añoranza de la imagen materna en sustancia poética porque la unidad, es decir, la dualidad, se desintegró. La madre está muerta y el hijo solo. Vallejo conserva el pasado como un hueco que se llena, en este caso, de oleadas de nostalgia. La ausencia de un mundo lo lleva a apalabrar el mundo que ahora se deshace en sus ojos: apalabra los objetos y los encadena. La palabra, naturalmente, vitaliza aquello que se creía muerto.


(EL ESPECTADOR / 12-12-2020)

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