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JORGE LIBERATI para elMontevideano


DESDE ALGÚN PUNTO DE VISTA 

  

Desde un punto de vista primario, espontáneo y normal, desde el que en general contemplamos todo lo que nos rodea, incluidas las personas, el mundo se parece a una toma de video en la que la cámara hubiera girado en redondo, enfocándose hacia arriba o hacia abajo, a veces deteniéndose un rato y por momentos moviéndose con rapidez como si se hubiera querido que todo figurase sin nitidez ni claridad. Desde otro punto de vista, menos espontáneo, parece que la cámara hubiera buscado captar una imagen en perspectiva, aproximándose o alejándose de su objetivo, en el propósito de que se apreciasen los detalles, perdiendo el cuadro general, o, al revés, buscando abarcar un horizonte más amplio, aunque fueran los detalles los que se perdieran. 

 

Finalmente, puede darse una visión más compleja, respecto a la cual ya no sabríamos desde dónde se habría filmado, tampoco cuál habría sido el punto de vista elegido para hacerlo, porque según ella habría sido fijado en cualquiera, con un movimiento permanentemente cambiante, sin ritmos ni velocidades reconocibles, yendo y viniendo hacia atrás o hacia adelante, procurando que la imagen se enfocara o desenfocara. Según este modo de aparecerse, el mundo habría sido filmado para un super espectador, para alguien que tuviera más sentidos de los comunes, capacidad de incluir en su visión aspectos de la realidad que normalmente habrían quedado al margen de la mirada de un par de ojos naturales y normales. El espectador en este caso sería un científico especializado. 

 

¿En qué se diferencian estos puntos de vista? Sin que se suponga que hay solo tres y no más, e incluso puntos intermedios en los que podrían combinarse los rasgos de unos y otros, la diferencia es la misma que se registra entre las formas de mostrar el mundo en la historia. Aquellas que han venido superponiéndose, sustituyéndose unas a otras y prevaleciendo en la consideración de los entendidos la más creíble al interpretar el mundo. Y la metáfora de la cámara se refiere, como ya se habrá apreciado, a la metafísica, a la filosofía natural, y a las tecnociencias que hoy dominan el conocimiento y sus aplicaciones. 

 

En un principio se procuró explicar el mundo de acuerdo a lo que nos brindan los sentidos del cuerpo, el tacto, la vista, el oído, el olfato, el paladar. Luego, por sospecharse de que no todo responde a lo que estos sentidos nos presentan en una primera instancia, se crearon ingenios para potenciarlos, aumentarlos, para que nos revelaran perspectivas más allá de los poderes y facultades naturales, descubriendo lo que en el cielo no aparece a simple vista o lo que en la tierra es tan pequeño que escapa a la discriminación natural, aunque lo iluminara la luz o aumentara la lente más potentes. 

 

Desde las cosmologías de caldeos y babilonios, egipcios y fenicios, filosofías de griegos, helenos y latinos, la erudición de los árabes y la sabiduría de indios y chinos, las reformulaciones de escolásticos y prerrenacentistas, con las grandes constelaciones del Renacimiento, la Ilustración hasta desembocar en la Edad Moderna al imponerse la investigación experimental, la cámara ha ido privilegiando sucesivamente a estos tres puntos de vista, hasta llegar al tercero, hoy preferido. Un punto de vista que va más allá de la retina y de las especialidades de los demás sentidos, más allá incluso del tacto, que es el sentido que esconden todos los otros. Porque, cuanto mayor es el poder de captación de la cámara, mayor es la dificultad de familiarizarse con la imagen. Hasta que la ciencia actual nos presenta una figura irreconocible, inconciliable con el punto de vista espontáneo y normal, con el que elige diferentes perspectivas, y todavía completamente ajenas al espectador (saltos cuánticos, más de cuatro dimensiones, multiversos, cuerdas vibrantes, energía oscura, etcétera). 

 

¿Qué falta que sobrevenga? ¿Cuál punto de vista distinto? ¿Acaso un punto que ni la vista ni los otros sentidos puedan abarcar, un punto, nada más, de entendimiento y comprensión, más allá de todas las explicaciones, descripciones o narraciones? Muchos han sostenido que lo que llamamos punto de vista no está en ningún lugar, lado ni escondite. Está a los pies de nosotros, ante lo que la espalda se dobla para trabajar, sobre la mesa de estudio o investigación, en lo que sale de las mismas manos o de la cabeza bajo la forma que sea. Está en lo que se busca, no aquí sino allá, y que los sentidos, los instrumentos que los multiplican o los modelos matemáticos que dibujan su imagen con sorprendentes aproximaciones, no podrían revelar. Faltaría, pensamos nosotros, que salgamos de la idea de punto de vista y tengamos en cuenta algo parecido a lo que el pintor romántico Eugène Delacroix llamó “puente de la visión”. Que exploremos sin tanto montar laboratorios, bibliotecas, instrumentales y maquinaria, aunque no abandonemos el concepto de la vista, de aquello que se ve normalmente. ¿De qué se trata? 

 

No sólo de mostrar y explicar, de convencer acerca de una o dos visiones, sino de compartirlas comprensiblemente. De afanarse no por encontrar la verdadera sino por encontrar la que pueda servir como una visión del mundo de tipo cooperativa. Un poco o bastante de esto está en la teoría de los paradigmas del filósofo Thomas S. Kuhn, que consideró, inspirándose en las ideas de Alexandre Koyré, el consenso entre científicos como el conocimiento provisoriamente verdadero y aceptable en la ciencia y en un momento dado. “El puente de la visión” es el título con el cual fueron publicados “Los Diarios de Delacroix, que en el arranque confiesa escribir para él solo, sin la pretensión de construir teoría del arte ni de hacer filosofía. 

 

“En la pintura ‒escribe Delacroix‒ se establece como un puente misterioso entre el alma de los personajes y la del espectador […] El arte del pintor es tanto más íntimo al corazón del hombre cuanto que aparece más material; pues en él, como en la naturaleza exterior, se tiene en cuenta francamente lo que es finito y lo que es infinito, es decir, lo que el alma encuentra que la conmueve interiormente en los objetos que no afectan más que a los sentidos.” Esto es lo que necesitamos primordialmente en la visión del mundo, quizá antes que la muestra y la explicación. Sin ello, nada nos quita de la abulia y del esplín, es decir, de la inconstancia, pues antes que nada necesitamos la visión interior, pues sin ella nada nos conmueve. No importa si falsa o verdadera, y solo importa que haya una. 

 

No quiere decir que la ciencia ocupe un puesto secundario, en absoluto. Sólo quiere decir que, entre sus propósitos, que no siempre se dejan ver ante el no entendido, está el de llegar al interior humano, no sólo al exterior objetivo y práctico. Y que, precisamente, ese exterior es el que puede ayudar con mayor éxito a que se comprenda, a que llegue, a que se deje ver el mundo con la claridad suficiente. 

 

Delacroix encuentra en la pintura ese misterio, no tanto en la literatura o en la música, porque la pintura juega en el interior como juegan en el exterior los sentidos. Cuando escribía que “el arte está por encima del pensamiento” se refería a la ventaja por la vaguedad del arte, la vaguedad que llamaríamos fecunda. A nuestro entender, no quería presentar la pintura como superior a la literatura, sino afirmar que el arte tiene a su favor el poder de convertir el mundo externo en mundo interno con los mismos recursos sensibles de los sentidos, la misma imagen, primaria o secundaria, en definitiva, la mirada y su punto de vista (en el arte figurativo). Y que la tercera modalidad por la cual apreciamos el mundo, agregamos nosotros, es complicada, aunque la más avanzada y objetivamente confiable, aunque aún no dominamos interiormente. 

 

¿Dónde está el punto de vista verdadero? Nos inclinamos por el que se localiza invisiblemente aquí mismo, en donde estamos y en lo que hacemos cuando nos procuramos una situación favorable para producir algo auténtico, renunciando a toda distracción u ocupación inútil. Es de desconfiar el punto de vista sólo teórico o sólo práctico, social, político, científico, filosófico. Decía Delacroix: “Todo estriba en mí en la necesidad de encerrarme más en la soledad. Los instantes más bellos y más preciados de mi vida transcurren en distracciones que en el fondo no me aportan más que aburrimiento. La posibilidad o la expectativa de ser distraído empiezan ya a debilitar las escasas fuerzas que me deja el tiempo mal empleado de la víspera. La memoria, al no tener nada importante a que aplicarse, perece o languidece. Entretengo mi actividad con proyectos inútiles.  Mil ideas preciosas abortan por falta de continuidad. Ellos me devoran, me saquean. El enemigo está dentro, en el corazón; su mano alcanza todo. Pensar en los bienes que vas a encontrar, en vez de en el vacío que te pone incesantemente fuera de ti: una satisfacción interior y una memoria firme; la sangre fría que da la vida ordenada; una salud que no arruinarán las concesiones sin fin al exceso pasajero que acarrea la compañía de los demás; trabajos continuos y mucha labor…” 

 

Michel de Montaigne, un francés del siglo XVI, opinaba parecido: “Meditar es un estudio poderoso y pleno para quien sabe tantearse y emplearse vigorosamente: yo prefiero forjar mi alma que amueblarla. Ninguna ocupación existe ni más débil ni mas fuerte que la de conversar con las propias fantasías, según sea el temple de espíritu que se posee, y con ello hacen su oficio las mayores: ‘Para los cuales vivir es pensar’ [Cicerón], por eso la naturaleza la favoreció con este privilegio, consistente en que nada hay que podamos hacer tan continuamente ni acción a la que podemos consagrarnos de manera más ordinaria y fácilmente. Es la labor de los dioses, dice Aristóteles, de la cual germinan su beatitud y la nuestra.” 

 

¿Exageraban Delacroix o Montaigne? La vida actual comprueba abundantemente esa doble convicción: la de que lo externo tiene que hacerse interno, convertirse, transformarse, metamorfosearse, para movilizar el interior distraído y despreocupado, u ocupado en vanidades, y la de no necesitar sino aquello que está ante los ojos, la creación de las propias manos o la de la mente y que, si se quiere y procura, no se escurre como agua entre los dedos. Esa es la clave para contemplar el mundo, la visión que nos falta y que reside en nosotros y cuya consagración es autónoma. No la que pedimos prestado ni la que encontramos fuera, frecuentemente mal expresada o cargada de trivialidades e intemperancias. La red social que falta es interna, y sería fuente de tiempo ganado, y hasta alcanzaría para forjarnos un sitio propio, un punto de vista. 

 

Diciembre 6 de 2020

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