lunes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (119)

 Los tres viejos (4)

  

Todavía quedaba algo del brocal del pozo. Una pared del rancho estaba casi enterita. Apenas si, en trechos, le faltaban las últimas hileras de terrones. La población se habría conservado bastante bien, aun, si puertas, si ventanas, si el techo no hubieran sido retirados para aprovecharlos en la ampliación de la vivienda, distante una legua escasa, del cuñado del finado (que ahora, a su vez, ya no era cuñado ni nada ni nadie porque en una alegación de carpeta también él había fallecido.) Ahora, el yuyal, que al principio ocupó sólo el patio, lo había invadido todo. Y plantas, lluvias, alimañas apresuraron la destrucción.

 

-¡Qué cosa, amigo! ¡Y era una población superior!

 

Volvía el “chifle” a sufrir otra merma cuando el Lechuzón apareció, iluminados los ojos, quitando a su arma con el extremo del poncho los brillos del rocío.

 

-¡Con esta, soy un presidente!

 

En efecto: a un dedo de la boca, el taco se mantenía firme; dentro, bien apretados, los tornillos, clavos, piedras aguardaban el envión del estampido que al fin los hiciera irrumpir en desparramo carnicero.

 

-¿Estamos, señores?

 

-Estamos.

 

-¡A caballo!

 

Se escuchó el sordo golpetear, otra vez, de los vasos del delantero indiferente. Con insólita arrogancia, muy sentado en su adormilado matalote, no talón, nazarenas aplicó el Lechuzón, al tiempo que contenía, enérgico, de las riendas. Bruscamente, entonces, el rosillo pareció haber desandado con su existencia diez años, por lo menos. Menuditos los pasos, tan pronto presentábales la derecha como la izquierda de su jinete a las ancas (donde el rocío había enfriado el sudor) del bayo y del malacara.

 

Y estaba oscuro, mismo, cuando se presentó el cuarto o el tercero de los chilcales grandes. Inmóviles los hombros, el Carancho tornaba como con gozne la cabeza, y apenas si distinguía a los que le precedían, pues ellos, ahora de uno en fondo, conservaban cautelosos varias varas de distancia para evitar así el encontronazo de la detención intempestiva o del tropezón a ciegas. Pero el apagado dar de los cascos no se contenía ni por asomo, aunque, ahora, ya no sólo era eso lo que al silencio in la invisible inmensidad. Aquí y después, incorporábanseles en su trayectoria los rumores de llevarse chilcas con el encuentro y, si el trote restablecía al punto su regulación, muy pronto lo acompañaban rayones del crujir de tantas familias tronchadas. Resopla acá el rosillo, los ojos volcados sobre el suelo. Su jinete lo sofrena. Sintieron el imperio de las riendas también el bayo y el malacara. Y, otra vez, muy campantes todos (salvando matorrales con un salto, de súbito, para caer de nuevo en el vago redoble) y más y más los arañazos de uñas a lo oscuro, cuando no alguna fría aspereza de crespón al mojar con su cosquilla el rostro siempre, siempre impasible de los caballeros.

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