por Andrés Páramo Izquierdo
Hablamos con el sociólogo portugués, asesor de la
Comisión de la Verdad, sobre la tensión entre la cultura de mercado y la
cultura como resistencia.
Boaventura de Sousa Santos (Coímbra,
Portugal, 1940) ha dedicado buena parte de su vida a analizar las dinámicas,
los conflictos y las cotidianidades del llamado sur global. Su vasta obra, que
hoy se lee en facultades de todo el mundo, denuncia las hegemonías (el
colonialismo, el neoliberalismo, el patriarcado) y propone modelos teóricos y
epistemológicos para entenderlas críticamente y superarlas.
Los términos para categorizar el
entorno le fluyen a Boaventura de Sousa: “línea abisal”, por ejemplo, es una
expresión que usa en esta entrevista y que se refiere a un límite invisible que
separa a los humanos, aquellos que vivimos en la civilización, de los
“subhumanos”, las personas útiles al capitalismo contemporáneo que habitan en
las márgenes bajo condiciones de explotación. En otras palabras, se trata de
una línea que vuelve irrelevante e invisible a una porción gigantesca de
personas que habitan nuestras sociedades. Ausentes útiles.
El portugués estuvo de paso por
Bogotá luego de una inmersión en Buenaventura junto con la Comisión de la
Verdad, y habló con ARCADIA sobre la cultura como resistencia, sobre la promesa
de futuro que hay en el hip hop y el grafiti, sobre la
precariedad del emprendurismo, y sobre paz.
¿Cómo terminamos en esto de
capitalizar la cultura?
El capitalismo tiene una urgencia de
someter a la lógica del mercado todo lo que existe en la vida. En El
capital, Marx analiza las dificultades que eventualmente tendría el
capitalismo para conquistar la propiedad y el uso de la tierra. Obviamente lo
logró. Lo que tenemos hoy en este continente es una voracidad insaciable por
cosas mucho más amplias que la tierra agrícola: el capitalismo va por los
recursos naturales, los acuíferos y los minerales. El capitalismo terminó
tomándose la tierra. Y en Colombia estamos asistiendo al despojo de las tierras
de campesinos, indígenas y comunidades afrocolombianas. Hoy regresé de
Buenaventura y te digo que nunca había visto tanto despojo, tanta miseria. Vi un
capitalismo que convirtió a este territorio en lo que llamo “una zona de
sacrificio”.
¿Y eso cómo se relaciona con el tema
de la cultura?
Es un contexto. Te lo digo porque la
tierra era lo que para Marx representaba lo más difícil de la entrada del capitalismo.
Marx ni siquiera mencionó a la cultura. O bueno, la mencionó aquí y allá, pero
nunca como centro. La idea de “cultura” pertenecía a un ramo de actividad de
las sociedades contemporáneas que no era susceptible de ser sometida a la
lógica del capital. Podría estar al servicio, sí, a través de conceptos como la
ideología, construida culturalmente por las élites para reproducir el sistema,
pero nunca como blanco central. Sin embargo, sucedió también. El capitalismo no
solo superó las dificultades para dominar el uso de la tierra, sino que se fue
por todo: es muy complicado hoy sostener una distinción entre economía y
cultura.
¿Cuál fue el principio de todo eso?
La cultura era el no mercado por
excelencia. Era un privilegio de las élites que les permitía ejercer una
actividad más limpia que la de los negocios. En el siglo XIX había dos
lados: el claro, el de la alta cultura, y el oscuro, que era el capitalismo
salvaje. Luego el capitalismo, sobre todo el neoliberalismo de los ochenta,
logró dominar todo. Y lo hizo sutilmente, poniendo sobre la mesa un tipo de
mercado distinto que apareció a través de competencias entre artistas, premios
y eventos. Todos estos sucesos fingieron mejorar la cultura aparentando estar
por fuera de la ley de mercado.
Sin embargo, obviamente hay una
dimensión no mercantilizada de la cultura que sobrevivió; una cultura
resistente, en los márgenes, que es la que yo trabajo. Pero en el entretanto,
la distinción entre alta cultura y cultura popular empezó a difundirse por medio
de la llamada cultura de masas, que fue la entrada plena del capitalismo. Al
principio ni siquiera parecía un tema central de la ganancia capitalista. Pero
eso cambió: hoy las “industrias culturales”, que hace treinta años eran un
oxímoron, están plenamente presentes en nuestra realidad.
¿Cómo?
Hubo varios mecanismos de entrada.
Entraron, primero, por las ciudades, en donde se buscaba la innovación cultural
para que las metrópolis se volvieran más atractivas, para hacerlas una especie
de marca. Y ante esa necesidad, la industria cultural se masificó. Ya no hay un
festival por ciudad, sino muchos en todas partes, con el mismo modelo, en un
mercado de oferta y demanda estándar, homogeneizante.
Por otro lado, tienes la educación.
Hoy hay cursos bien pagados en universidades de todo el mundo, generalmente de
maestría o doctorado, para graduarte en gestión cultural. Ese es el
instalamiento pleno del capitalismo en la cultura. Y a mi juicio, esa entrada
del capitalismo ha generado dos tipos de artistas. Por un lado, los que venden
sus productos, junto con su alma, y producen exclusivamente lo que se compra.
Y, por el otro, los que venden sus productos, pero no su alma. Los que venden
su alma son mercado. No considero lo que hacen arte. Cuando el capitalismo
entra plenamente en el artista, la obra se vuelve de acomodación, de
adaptación. Y deja de ser inquietante.
¿Un gobierno por qué querría meter la
mano en eso?
Para instalar una dominación por vía
de la hegemonía. Esa es una manera de crear un sentido común del arte y la
cultura; una manera de lograr que no existan creaciones insurgentes,
inquietantes, que critiquen a esta sociedad. El presidente Iván Duque está
totalmente equivocado con lo de la economía naranja. Tenemos que ver los
problemas que hay en La Guajira, en Buenaventura, y saber que allí se produce
arte también. Un arte incómodo, que resiste, pero que no se ve ni se aprecia.
Esto de la economía naranja es un intento hegemónico por despolitizar la
producción artística y montar un espectáculo de masas. Tienes que tener circo,
cultura industrializada, entretenimiento masivo y redes sociales. La
industrialización de la cultura es otro modo de domesticar a las poblaciones y
de producir ausencias de manera masiva. Y con esa cultura industrializada se
ocultan realidades. La violencia no se ve y, por ende, la producción cultural
que se deriva de ella, del otro lado de la “línea abisal” –como las mujeres de
Buenaventura que pintan cuadros inspirados en las experiencias reales de las
“casas de pique”– tampoco. Esa ausencia es necesaria para el capitalismo y para
los gobiernos.
Hábleme de esa otra cultura, la que
está en los márgenes.
La cultura va por dos vías: la de la
acomodación y la de la resistencia. Con la entrada del capital, la segunda
tiene dificultades para desarrollarse plenamente y debe provenir de los
márgenes. En un lado de la “línea abisal” tenemos lo que críticos, opinadores y
revistas han constituido como el canon. Y esto fue creado para servir a la
sociedad metropolitana. Yo estoy centrado en la otra, en la producción cultural
de los pueblos que están excluidos, que están al otro lado de la línea. Los
artistas emergentes son los que vienen de zonas coloniales, poblaciones afros,
indígenas, mujeres explotadas, que poco a poco logran entrar en la cultura por
la vía, por ejemplo, del hip hop. La cultura de resistencia hoy
está en esas manifestaciones. Si tú miras cuáles eran las corrientes musicales
de resistencia en contra de las dictaduras de los años setenta, descubres a
Mercedes Sosa o a Víctor Jara. La resistencia hoy está en los raperos. La
fuerza de la rabia, de la insurgencia a una sociedad colonialista, machista,
racista e injusta viene de artistas que le dan a todo eso una expresión de
arte. Los grafiteros, por ejemplo, con sus murales. Ellos incluso empiezan a
ser visibles, transitando la línea, expresándose y dándose a conocer del otro
lado. Yo no puedo hablar de la cultura industrial sin hablar de los que están
por fuera de ella. Para mí, son ellos quienes producen la verdadera cultura del
futuro. Son quienes le dan dignidad a la resistencia. Cuando se habla de
industrias culturales, se habla de un universo total, y la realidad no es esa.
En el mundo de la cultura hay una
idea de que, como el artista hace lo que le gusta, se aguanta que el mercado
esté precarizado. ¿Cómo ve esto?
Se creó la precariedad del
emprendedurismo. Ahí no hay autonomía, sino “autoesclavitud”. Lo que intenta
hoy el sistema es que tú seas esclavo de ti mismo. Eso no es ser autónomo. Para
serlo, es necesario tener condiciones, y eso se da o porque uno es rico, como
Schopenhauer, o porque uno tiene una vida de “zona liberada”, sin familia ni
obligaciones complicadas. El emprendedurismo, en cambio, le da un toque de
glamur a la precariedad. Hay casos en que ser esclavo de uno mismo se ve
exacerbado, como las personas que deben tener una belleza prototípica en sus
cuerpos porque lo venden todos los días. Y hay otros en que tienes que estar
haciendo proyectos de otros, para otros, y finalmente tú no decides nada sobre
tu obra. Los artistas del siglo XIX decidían qué hacer. Hoy no.
Tomémonos un espacio para hablar
de la Comisión de la Verdad.
Te respondo de forma global: todo el
proceso de paz en Colombia está en peligro. No hay voluntad política para
llevarlo a cabo. Es un proyecto incumplido. Cada vez que vengo a Colombia
pienso que estamos regresando a los años noventa. O peor: antes había paz en
tiempos de guerra, ahora hay guerra en tiempos de paz con el asesinato de
líderes sociales en todo el territorio, además de asesinatos de exguerrilleros.
Por otra parte, nos encontramos en una descaracterización del acuerdo por una
vía que es típica del neoliberalismo: no hay un ataque directo a las
instituciones, sino uno envuelto en la austeridad económica. Es decir, el
Gobierno reduce la plata: no hay dinero para la Comisión, ni para la jep, ni
para la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas. Ni para escoltas. Ni para
exguerrilleros. Por una vía de, llamémosle austericidio, se está desangrando el
proceso de paz. Por eso creo que hay que defender las instituciones que
trabajan por la paz. Hay gente muy buena trabajando, y hay que rodearla. Soy
miembro extranjero del consejo asesor de la Comisión, a sabiendas de que hay
una voluntad política en contra de ella. Hay, por ejemplo, un actor muy
importante en contra del que casi no se habla: Estados Unidos y su influencia.
El acuerdo fue importante para Estados Unidos por ser una paz neoliberal, no
democrática. Me explico: Estados Unidos veía el acuerdo como un proyecto para
sacar a la insurgencia de los territorios y permitir la entrada de
multinacionales. Lo que no previeron es que los líderes sociales y las
comunidades campesinas e indígenas no eran payasos al servicio de la
insurgencia. Era gente, ni siquiera de izquierda; personas que querían defender
su territorio. Tampoco previeron el fortalecimiento del narcotráfico, que
siempre trae violencia consigo. La sumatoria de ambas cosas dio lugar al
desinterés de Estados Unidos en la paz democrática, que implica cambios estructurales.
¿Usted es pesimista?
Yo sigo con esperanza. Soy un optimista trágico. Trabajo con los movimientos y no puedo darles la espalda dejando de ser optimista. Pero soy trágico porque conozco las dificultades. Hay mucha gente decidida a que la verdad sea encontrada, pero hay mucha gente que no. Tres grupos, principalmente: los que quieren la entrada de las multinacionales al campo; los grupos que le tienen miedo a la verdad porque son responsables de mucha violencia (algunos, miembros del Estado); y Estados Unidos, porque, como dije, no le interesa, y porque puede perder un aliado grande: las fuerzas armadas de este país, que es estratégico en su interés sobre Venezuela. Sin embargo, defiendo desesperadamente la esperanza.
(ARCADIA / 29-10-2019)
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