martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (113)

 El sitio de la Mulita (36)

  

En su alelamiento, la Mulita no fue sensible al espanto que, entre tamaña oscuridad, significaba la orden, otra vez, de apagar la luz. Igual que si la agarraran por los hombros, ella se tornó y, a tientas, buscó la salida del pasadizo. Ahora era un muñeco de trapo, la Mulita. Lo que había quedado en el gran vacío que en la mente de golpe se le hizo, resultaba una docilidad de ciego en casa ajena. Esperaría a oír los gritos, correría hacia adelante sin parar… No sabía otra cosa que eso. Y aguardó.

 

Como pedregullo que se desmorona la envolvió, en seguida, el clamoreo, desde arriba. Y ella, entonces, a lo cascote arrojado con ímpetu, atropelló.

 

Pero en el extremo ya del pasadizo, se paró en seco al ser rozada en la ropa de arriba abajo; roce en arañón, roce de manotazo que falla. Era que, saltando en su recado al oír el barullo, el Sargento Cuervo, en el aire, lo había comprendido todo. Y en vez de enderezar, como los otros, al horno, corrió más que ligero hacia el pasadizo. Allí, machete en mano, perfilando el cuerpo, esperó, iluminado por una sonrisa, la aparición de la Mulita, que se echó atrás al ver brillar la levantada chata hoja de acero, se salvó así del manotazo de izquierda que, como luz, el Sargento le largara, y fue retrocediendo de espaldas por aquella larga estrechez de piedra fría.

 

Cuando tropezó con la entreabierta puerta de la cocina, a dos manos se apoyó en el marco. Así, de frente todavía al pasadizo, rígido el cuello, quedó jadeante la Mulita, entre los dedos del susto. Pero el previsor Sargento Segundo no se había animado a adelantarse. Pensó que, una vez dentro, ni un ciego le erraba el tiro.

 

-Bueno, por ahora no vas a intentar otra -se dijo el Cuervo sin advertir que, desde la abertura de la carpa, unos ojos, los del Sargento Primero Cimarrón, lo estaba contemplando todo. Y siempre ignorando que era seguido por la intensidad de aquellos ojos, el Sargento Segundo corrió hacia el horno dibujado vagamente en lo oscuro. De detrás de él, junto con algún relampagueante brillar de dagas y espadas en molinete, le llegaba ay seguía a perderse en la quietud del campo un tropel de voces ensañadas.

 

-¡Tomá! ¡Tomá este otro!

 

-¡Aprendé a respetar la autoridá!

 

-¡Tomá! ¡Tomá…!

 

-¡Compermiso!

 

-Es suyo. ¡Pero no gaste bala, mi Cabo!

 

-¡Sí, a qué! Guardá vos también esa pistola. ¿Y estás herido?

 

-No es más que un rajuñón. Me mandó un viaje cuando atropello, pero sin fuerza. Venía como mormoso. Me dio flojito en la hebilla del cinto, y se le aflojó el cuchillo.

 

-¡A ver! ¡A ver! ¡Despejen!

 

Al brusco apartarse de los soldados, el Mao Pelada, su daga tinta en sangre, dejó de un pisotón al Cuzco Overo con la pierna en el aire, agarrándose a dos manos, entre protestas.

 

El Sargento Cuervo se inclinó sobre el muerto.

 

Sin dejar de atender a la conversación, se agachaban los heridores y limpiaban su machete o cuchillo en el pasto para envainarlos bien seco. Es que, si no, la mancha se hace indeleble en el acero. Uno raspa, friega allí y, con más o menos trabajo, se va cualquier mancha. Pero la mancha de la sangre, no; esa mancha no sale. Uno se olvida, si puede. Pero el cuchillo no puede.

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