martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (114)

 El sitio de la Mulita (37)

  

El Sargento bajó un poco el chiripá, pegajoso de sangre, del Aperiá. Entreabrió la camisa. Observó las heridas del pecho… En la cara, en la cara no tenía un tajo. Cuajado le estaba en ella aquel aire recogido y modesto que el joven ponía cuando, tan respetuoso siempre, decía: “Sí, señor”, “No señor”, “¡Basta su palabra!”, “¡Compermiso!”.

 

El primero que se incorporó fue el voluntario Terutero. Al guardar su daga -también había logrado “mojar”, aunque ya en un muerto- se arregló de paso el chiripá que, claro, por estar de particular, él sólo usaba entre tanta bombacha colorada.

 

-¡Si será desgraciado! -exclamó riendo con desdén. -¡Mire que querer disparar y dejar sola a la otra!

 

-¡No! -resonó detrás una voz amarga y dura.

 

Se tornaron los del grupo e hicieron la venia. Parado al lado de ellos, ceñudo y cruzados los brazos, con lo que situaba hacia delante ostensibles, sus jinetas jerárquicas, estaba el Sargento Primero Cimarrón.

 

-¡No! -repitió con la vista fija en el cuerpo yacente; con un acento que tenía la imperiosa gravedad del trueno. -Él no disparó para salvarse sino para sacrificar su vida por la amiga, que es merecedora de eso y de mucho más, ¿me has oído, carajo?

 

Lanzándole de reojo una inquisitiva mirada, porque se le estaba iluminando cierta zona de sus sospechas. El Sargento Segundo Cuervo ratificó con la habitual nobleza nuestra aun en los corazones más negros.

 

-¡Es razón! Y sepan que, si no es por mí, ella se escapa, no más, por el otro lado cuando ustedes se encarnizaban con él. Ese era el plan. ¡Lo ve un ciego!

 

Y como advirtiera que el Sargento Cimarrón, erguido, tieso, sombrío les daba la espalda y se dirigía a su carpa, el Cuervo, sin dejar de seguir a su Superior con el pensamiento, ordenó que retiraran al muerto.

 

-¡La pucha! ¡Entonces era un guapo! -exclamó el Cuzco Overo. Se aseguró el quepis; tomó de las piernas al Aperiá por arriba de las alpargatitas.

 

También se afirmó su quepis el Trompa Tamanduá al inclinarse y cogió al yacente por los hombros, mientras reponía:

 

-¡Sí, era un guapo!... ¡Vamos! ¡Upa! ¡Sí, las memorias hay que respetarlas! ¡Era un guapo este livianito!

 

A la vez, como al descuido, echó con toda el alma su piernas hacia atrás, y derribó entre chasquidos de espuelas al Voluntario Terutero, en castigo de haber chiflado:

 

-¿Pero y no le van a sacar aunque más no sea las alpargatas o ese cinto?

 

El círculo de soldados, que hacía cabeceos aprobatorios del elogio del Tamanduá, los continuo para, en la aprobación involucrar también a aquella ruda patada. Después, ensanchó el redondel y se abrió, callado, frente al pajonal del bajo.

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