martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (111)

 El sitio de la Mulita (34)

  

Vuelto del fogón con nueva caldera caliente, cebaba mate bien doblado en tres el Asistente Macá, sin mirar más que a hurtadillas. Y como la zozobra que le produjo la intempestiva llegada del Sargento Cuervo en realidad se le había disipado, al Sargento Cimarrón le empezó a emanar de sus palabras, que nada íntimo denunciaban, una entonación muy velada de tristeza más que comprometedora.

 

En el aire la advirtió el Cuervo. Y a ella atendió con fineza sin saber de dónde provenía semejante destemplanza, como quien, ante una madeja demasiado enredada, toma entre dos dedos la asomada puntita y no la larga y tira por ella con cautelosa paciencia para averiguar si el hilo está suelto o si sigue, no más, desenvolviéndose. Cuando se prendió a la cosa, dispuesto, ya encarnizado, a no soltarla, fue desde que, al decir él:

 

-Esos no van a aguantar mucho, dificulto. Si no, los mata el hambre-

 

el Sargento Cimarrón exclamó fuera de sí:

 

-¡Dejemé! ¡Esto no es para mí, amigazo! ¡A mí, estas cosas, no me las dean!

 

Se quedó el Cuervo a la manera del que se guarece tras unas matas para espiar sin ser visto. Y en esa actitud, muy mansito, dejó seguir al Cimarrón, sin interrumpirlo.

 

-La Mulita es inocente y el Comisario nos está haciendo hacer una cosa, mire… ¡una cosa que no tiene nombre!

 

El magín del cuervo se dispuso ahora en la forma, no ya de quien se oculta así no más, entre marañas, sino en la de aquel que, de sigiloso también en cuclillas, se ha puesto tras ellas. Hasta se achicó de cuerpo el Cuervo, ya que empezó a apretar el pecho contra los muslos. Y no siguió encogiéndose porque casi, casi se espolea en los fondillos.

 

Al Asistente Macá, oyendo las confidencias de su jefe, le empezó a sudar la cabeza. Y cuando fue a ofrecer el mate al viejo Cimarrón, lo elevó adrede y se lo metió entre los ojos para advertirle de algún modo el peligroso sesgo que iban tomando sus palabras.

 

-¡Pucha, este hombre es una barbaridá! -decíase desesperado, en su impotencia-. ¡Se calienta, pierde la cabeza y atropella, no más…!

 

En efecto: aquel estaba, a la vez, como sordo y como ciego. Y, además, estaba que trinaba.

 

-¡Pucha, cualquier día chapo las jinetas y las hago chatasca, mire! ¡Yo no sirvo para esto, canejo! ¡Mire, le garanto…! ¡Yo quisiera que usté, Segundo, me hubiera visto en la frontera!

 

Atorose el Cimarrón. Y cuando el sable, al sacudirse, le hizo ruido con la cadenilla, en tropel se le vinieron unas fantasías de órdago. Obediente, a lo lejos, a su imaginario grito de “¡Entregate que va a ser pior!”, se le apareció el mentado matrero correntino que él concebía en ocasiones, a cada vez más fiero, y más diestro en el cuchillo a cada salida a su conciencia, con quien muchas veces luchó enconadamente, al que atravesó de parte a parte, cierto amanecer, en medio de un arroyo crecido, sin que pudiera llegarse a saber jamás si lo dejó mal herido, y murió tragando agua, o fue decisiva la estocada; a quien, en posterior oportunidad, llevó atado al vientre de su propio caballo hasta la Comisaría, donde el personal miraba y no podía creer lo que estaba viendo, al punto de que el mismo Cimarrón tuvo que encargarse de desatar y descabalgar a su feroz presa. Pero por primera vez en su vida -llegada ya a su fin- apenas si dueña de un corto trecho de nada en cuanto transcurriera aquel atardecer tan, tan manso que ya era un mirar de cordero; por primera y última vez, pues, el Sargento Primero Cimarrón hundió desdeñoso tras la conciencia semejantes imágenes, a las que con adustez las dejó caer como una tapa de piedra. Y defraudando al Asistente, que se rehacía de aquel pisar entre brasas y se aprestaba a contemplar en su mente, bajo sus propias aprobaciones, lo que su jefe necesitara para el invento de cualquier hazaña, siguió con ejemplar austeridad expresiva, y con una sinceridad que, pronto, ya lo veremos, ningún lector dejará de atestiguar:

 

-Yo, ¡yo no quiero para los demás las injusticias que no quiero para mí!

 

Ahora, el caletre del Sargento Segundo Cuervo estaba igual a quien, no ya en cuclillas sino echado de bruces en el suelo, entre el matorral casi ni respira y aguaita. Y cuando sintió prolongarse mucho el silencio que se hizo, intervino con fingida desaprensión, para no turbar al Cimarrón, y así, dejarle largo el lazo.

 

-Yo…

 

La voz, con razón, porque hablaba presa de intenso recogimiento, le salió cual si fuera la de un pozo:

 

-…yo no me preocupo por nada. Las órdenes son órdenes. Obedezco y se acabó. Si está mal lo que uno hace, uno no es culpante.

 

Y aulló y quedó atentísimo al efecto provocado, mientras el joven Macá se echaba el quepis a la frente, rascándose el copete que se dejaba en medio del casco.

 

-¡Está bien, Segundo, está bien! ¡Pero dejar morir de hambre a inocentes!

 

Gran sobresalto tuvo el Macá. Fue que, en vez de entregar al mate al Sargento Cuervo, pues a él le tocaba, se había sorprendido sorbiendo la bombilla, como si él también perteneciera a la rueda de los superiores. Por suerte, los otros no lo vieron. Ni el Sargento Segundo advirtió que el mate al primer chupetazo le quedó medio mediado. De modo que, tranquilamente, abriendo una melosa sonrisa -y por dentro con las ideas como hormigas cuando algún distraído le planta la pata a su hormiguero- el Cuervo exclamó:

 

-¡Se está volviendo un terrón de azúcar, Sargento! -devolviendo el mate más pronto que otras veces, claro, porque en esta ocasión el recipiente presentó menos agua.

 

El Cimarrón había extraviado la mirada en el cielo oscurecido que, cada vez más bajo hasta esos instantes, ahora había empezado a ascender, pues la luna alumbraba de lleno… Lejos de ella, en un playo blancuzco, ya estaban apareciendo estrellas vibrantes, menos sobre un sitio de color amarillo rojizo, el cual, ese sí, permanecía fijo como el ojo del odio.

 

Abajo, cada vago “bendito” tenía próximo el bulto de un caballo atado a estaca. Más lejos, su dueño, como los otros conmilitones no dando tregua a los mates, hacía círculo al fogón y contribuía al mosquerío de miradas que revoloteaban, pesadas, sobre los asadores.

 

-¡Linda noche! -exclamó el Sargento Segundo Cuervo subiendo la voz y la mirada juntas hacia el vasto estrellerío. -Y agregó, de lado: -Por mí, suspendé- entregando el mate al Macá porque, diciendo:

 

-Compermiso -el Fajinero Mao Pelada, ceñido por delante un culero como delantal, se apareció clavando los talones a cada paso rápido bajo el peso de un cordero destilante de jugos, y cuyo grueso espetón hundió en el suelo, ante los dos Sargentos.

 

El Macá recostó el mate en la caldera y se introdujo en la carpa. Volvió con una carona que extendió en el suelo frente a sus superiores. En otro viaje trajo y puso sobre ella varias galletas y un platillo con fariña cruda.

 

Los dos Sargentos, entonces, sacaron a un tiempo sus cuchillos.

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