martes

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 74

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Peiné todo el mercado de trabajo, como solía decirse, pero era algo inútil y aburrido. Tenías que tener una recomendación hasta para ser un guarda de ómnibus. Por eso la ciudad estaba llena de lavaplatos que no podían conseguir otro trabajo. De tarde nos amontonábamos en la playa Pershing, asediados por los evangelistas. Había gente que tocaba la guitarra o hacía percusión, y la zona de los arbustos estaba plagada de homosexuales.

 

-Algunos tienen plata -me contó un muchacho vagabundo. -Me pasé dos semanas viviendo en el apartamento de aquel tipo. Podía comer y tomar lo que se me antojara y comprarme ropa buena, pero me la chupaba tanto que al final no tenía fuerza ni para caminar. Hasta que una noche me escapé arrastrándome mientras él dormía. Fue algo horrible. Una vez me besó y lo desparramé de un piñazo. “¡La próxima vez que hagas eso te mato!” le dije.

 

La cafetería Clifton era un buen lugar. Si tenías poca plata, te dejaban que pagaras lo que pudieras. Y si no tenías nada, ni siquiera pagabas. Estaba lleno de vagabundos y atorrantes que comían bien. El dueño era un viejo rico fuera de serie, pero yo nunca quise aprovecharme comiendo hasta reventar. Pedía un café y una tarta de manzana y pagaba veinticinco centavos. A lo sumo me llevaba un par de bizcochos con crema. Era un lugar tranquilo, fresco y limpio, y podías sentarte frente a una gran fuente a imaginarte que todo iba bien. La Cafetería Philippe también era un buen sitio. Un café te costaba tres centavos y te lo rellenaban todas las veces que quisieras y nunca te echaban, tuvieras la pinta que tuvieras. Lo único que les prohibían a los linyeras era que fueran a emborracharse. En esas cafeterías encontrabas un poco de esperanza cuando andabas muy mal.

 

Los tipos que se juntaban en la plaza Pershing se pasaban todo el día discutiendo sobre si existía Dios o no. La mayoría no tenía facilidad para exponer sus argumentos, pero de vez en cuando se enfrentaban un religioso y un ateo que sabían hablar, y el espectáculo era bueno.

 

Cuando andaba con algunas monedas iba a un bar que funcionaba en el sótano de atrás del cine. Tenía 18 años pero me servían igual, porque parecía un tipo de 25 y a veces yo mismo me sentía un treintañero. El patrón del bar era un chino que jamás hablaba con nadie. Lo único que necesitaba era tomarme una cerveza, y después esperar que los homosexuales me invitaran con whisky. Les sangraba unas cuantas copas y cuando se me acercaban me ponía antipático, los empujaba y me iba. Claro que después de un tiempo me calaron la jugarreta y ya no me sirvió ir al bar.

 

La biblioteca se transformó en un lugar deprimente, porque ya me había leído todos los libros. Entonces agarraba algún tomo gordo y me ponía a mirar a las chiquilinas. Casi siempre había alguna. Yo me sentaba a tres o cuatro sillas de distancia fingiendo leer el libraco para ver si las enganchaba. Sabía que era feo, pero pensaba que poniendo cara de inteligente iba a tener alguna chance. Nunca funcionó. Lo único que hacían ellas era sacar apuntes y cuando se iban yo me quedaba observando el vaivén de los cuerpos mágicos y rítmicos bajo los vestidos impecables. ¿Qué hubiera hecho Máximo Gorky en esa situación?

 

En casa seguía pasando lo mismo. Apenas empezábamos a comer, mi padre preguntaba:

 

-¿Conseguiste trabajo?

 

-No.

 

-¿Preguntaste en algún sitio?

 

-En muchos. A algunos ya fui dos o tres veces.

 

-No te creo.

 

Pero era verdad. Como también era verdad que algunas compañías ponían anuncios en el diario todos los días sin tener ningún trabajo para ofrecer. Lo hacían nada más que para que funcionara de departamento de empleo de la empresa. Y toda esa pérdida de tiempo les seguía jodiendo las esperanzas a los desesperados.

 

-Mañana vas a encontrar un trabajo, Henry -decía siempre mi madre…

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