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A LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD EN LA OBRA DE JUAN CARLOS ONETTI (23) - MARYSE RENAUD

 

1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.

1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.

Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola

 

III. TERCER PERÍODO:

 

SANTA MARÍA O EL RETORNO A LAS FUENTES (4)

  

Es cierto que los reiterados sarcasmos de Jorge Malabia y la monolítica expresión “acalycanto” (143), apuntan a estigmatizar el estereotipo mental y el murallón de los prejuicios, materializado aquí por la cómica imbricación de cuatro palabras normalmente autónomas. Pero más allá de la estrechez de espíritu del ámbito provinciano y el repliegue hacia posiciones que algunos califican en Juntacadáveres de obsoletas o hasta de reaccionarias, este encerramiento, hasta cierto punto más ostentoso que real, constituye sin ninguna duda una condición necesaria en la lucha contra la dispersión. A diferencia de Buenos Aires, donde todo resulta llevado por el “viento pasajero”, Santa María se afirma, dentro de su limitado perímetro, como el espacio de la sedimentación, la representación por excelencia de cierta forma de permanencia. Díaz Grey, al salir a buscar al farmacéutico Barthé a pedido de Larsen, ¿no atraviesa una ciudad con suburbios donde los “paisajes solitarios, confusos, (parecen) haberse conservado contra las horas, los charcos quietos de los baches, el doblegamiento de los ramajes desnudos, la suave deprimente luz que se (deposita) en al aire y la tierra…” (144)? Algunas líneas más adelante, cuando el médico, cuyo papel de mediador se ha confirmado, pasa “del centro de la Colonia a los caminos de las granjas”, es de nuevo “el mismo paisaje, como resuelto y fanático ahora, proclamando los elementos que había adoptado a partir del primer frío de junio” (145) el que retiene la atención del lector. Fiel a sí misma, haciendo de la continuidad uno de sus valores esenciales, Santa María se afirma, a imagen de su tierra impasible y su río imperturbable, “ileso bajo el viento” (146), como ese otro mundo al cual aspiran inconscientemente los principales héroes onettianos. No resulta sorprendente, por lo tanto, la obstinación con que Juan Carlos Onetti recurre en sus cuentos y novelas a ciertos lugares estratégicos en torno a los que se ordenará el universo “sanmariano”: algunos de frecuentación colectiva y otros de índole individual, todos contribuyen a reforzar la cohesión y la unidad, caracteres específicos de la ciudad-pueblo.

 

Los primeros, ya se llamen Plaza, Berna, Belgrano e incluso Chamamé, tienen por función reunir a los habitantes de Santa María. Es alrededor de un aperitivo o una cena, en efecto, donde suelen iniciarse y estrecharse los vínculos que unen a los miembros de la comunidad. A diferencia de los cafés de Buenos Aires, cuyo poder unificador es siempre ocasional y de duración limitada (147), como lo sugiere el cuento Regreso al sur, los lugares de encuentro cumplen en Santa María una decisiva misión social. Allí proliferan los rumores y conventilleríos que se convertirán en comidilla para la voracidad de la sociedad entera. No es casual que Díaz Grey, cuyo papel motor salta a la vista -en su calidad de personaje y narrador privilegiado dentro de las ficciones del ciclo “sanmariano”, sea precisamente un asiduo visitante de esos lugares, ya se trate del Club Progreso reservado para los notables (148) o de cualquier otro café de la ciudad. Porque, más allá del aspecto puramente anecdótico que revistan algunas descripciones de la atmósfera agitada de los principales bares de Santa María , lo que importa sobre todo es su función dramática: ellos constituyen verdaderas mini-células narrativas donde surge un sentido que será reelaborado a lo largo de todo el relato, como cuando en La novia robada los viejos especulan sobre el extraño comportamiento de Moncha Insaurralde y tiran sobre la mesa interpretaciones audaces y hasta escandalosas, que el texto se encargará más tarde de retomar y relativizar:

 

La crónica policial no dijo nada y la columna de chismes de El Liberal no se enteró nunca. Pero todos sabíamos, unidos en la mesa de juego o de bebida que la vasquita Insaurralde, tan distinta, se encerraba de noche en la botica de Barthé -que tenía encuadrado y a la vista su título de farmacéutico, indudable y muy alto detrás del mostrador- y con el mancebo manceba que ahora sonreía con distracción a todo el mundo y que era, en los hechos sin base conocida, el dueño de la farmacia. Los tres adentro y sólo quedaba para nuestra curiosidad avejentada, para adivinanzas y calumnias el botón azul sobre la pequeña chapa iluminada: Servicio de urgencia. Movíamos fichas y naipes, murmurábamos juegos y desafíos, pensábamos sin voz; los tres; dos y uno mira, dos y mira el que dijo estoy servido, me voy, no veo pero siempre estoy mirando. O nuevamente los tres y las drogas, líquidos o polvos escondidos en la farmacia del propietario confuso, equívoco, intercambiable.

Todo posible, hasta lo físicamente imposible, para nosotros, cuatro viejos rodeando naipes, trampas legítimas, bebidas diversas (149).

 

El papel de estos lugares de encuentros abiertos será contrabalanceado por el que desempeñan otros más secretos: la pieza de hotel en El álbum, alcobas donde se apagan los ruidos ciudadanos en Juntacadáveres o Tan triste como ella, jardines o glorietas en La novia robada, Juntacadáveres y El astillero, ámbitos cerrados e íntimos propicios para la reflexión, que parecen remitir en última instancia al espacio privilegiado por excelencia del ciclo “sanmariano”, el famoso consultorio de Díaz Grey, discreto pero paradójicamente abierto a la vida pública y privada de Santa María. Este local de uso profesional se presenta, en efecto, como un espacio ampliamente volcado hacia el exterior. Sus dos grandes ventanas dan directamente a “la plaza: coches, iglesia, club, cooperativas, farmacia, confitería, estatua, árboles, niños oscuros y descalzos, hombres rubios apresurados; sobre repentinas soledades, siestas y algunas noches de cielo lechoso en las que se (extiende) la música del piano del conservatorio” (150). Desde ese lugar sintético por excelencia que es la plaza mayor, se abarcará casi la totalidad de la ciudad. Pero además de constituir una posición estratégica que permite a Díaz Grey otear directamente la vida y milagros de loa sanmarianos, el consultorio médico favorece una percepción más matizada y profunda de los habitantes de la ciudad-pueblo. Como se sugiere en pocas palabras, este “consultorio donde las vitrinas, los instrumentos y los frascos opacos ocupaban un lugar subalterno” (151) se aparta progresivamente de la exclusiva vocación profesional a la que el narrador parece haberlo destinado. Imagen emblemática de la racionalidad y el espíritu metódico, el consultorio no demora en transformarse en un ámbito entrañable donde el pensamiento lúdico contribuye a equilibrar los traspiés del trabajo científico. Porque Díaz Grey suele recibir a pacientes que, como Elena Sala (152), Moncha Insurralde (153) o Goerdel (154), sufren menos de problemas fisiológicos que afectivos. Tendrá pues el médico que desplegar toda su sagacidad y delicadeza para desbaratar las trampas tendidas por algunos enfermos, para analizar justamente los dolores secretos, los abismos interiores que ocultan y desvelan a la vez los retorcidos discursos de los habitantes de Santa María, y así lograr realmente auscultar las pasiones que agitan al mundo aparentemente sereno de la “ciudad-pueblo”.

 

Notas 

(143) Ibid., II, p. 11: “Y si fuera una sola palabra, yo podría regalarla esta noche o mañana a Julita, cuando me pida, como siempre que le dejé una palabra que pueda durarle todo el día siguiente para irla gastando, como una vela, frente al recuerdo de mi hermano muerto. Acalycanto, le diría, sintiéndome un poco consolado, más libre de ella y de su desventura viciosa”.

(144) Ibíd., IV, p. 24.

(145) Ibíd., IV p. 24.

(146) El astillero, La casilla – I, p. 47.

(147) Regreso al sur, en Tiempo de abrazar, p. 82. “Sabían también que cada semana inauguraban un nuevo café con canciones y música; en todos ellos instalaba Oscar al guitarrista junto a una Perla remozada y locuaz que bebía manzanilla y golpeaba las palmas a compás. “Es por la guerra de España”, comentaba Walter.

Pero la guerra de España había terminado hacía mucho tiempo, y por muchos meses la Avenida de Mayo fue para Oscar -y él pensaba que también para tío Horacio- diez cuadras flanqueadas de cafés ruidosos en la noche, con hombre y mujeres gordos tomando cerveza en las aceras, mientras a la luz del día muchos toreros iban y venían con paso apresurado. Y las pocas veces en que Oscar atravesó solo de noche Rivadavia y vio una Avenida de Mayo reconocible, volvió sin decir una palabra a tío Horacio y olvidó en seguida lo que había mirado”.

(148) Para una tumba sin nombre, I, p. 7: “Todos nosotros, los notables, los que tenemos derecho a jugar al póker en el Club Progreso y a dibujar iniciales con entumecida vanidad al pie de las cuentas por copas o comidas en el Plaza. Todos nosotros sabemos cómo es un entierro en Santa María”.

(149) La novia robada, en La novia robada y otros cuentos, pp. 18-19.

(150) La vida breve, I parte, Cap. I, p. 19.

(151) Ibíd., Cap. I, p. 18.

(152) Ibíd., Cap V, p. 40: “Voy a pedirle perdón. -Estaba vestida, los ojos miraban atentos cuando él alzó la cabeza. Usted estará pensando… Vi que tiene mucho trabajo.

-No, no mucho- “No es eso, hay algo más; la verdadera mentira acaba de empezar”-. Por lo menos, no mucho trabajo interesante. ¿Qué le pasó?

-Nada. Tuve vergüenza. Pero no de que me viera desnuda. -Sonreía con una naturalidad más irritante que el cinismo. “Tenía razón, una vieja costumbre de hombres”. Era una farsa, no sé cómo se me ocurrió ésta, tan estúpida, tan grosera, tan increíble. Pensé en el ridículo de que usted creyera que quise seducirlo desnudándome.

-Es absurdo -dijo él; la miró, midiendo todo lo que había en ella digno de ser creído, existente debajo de la mentira.

(153) La novia robada, en La novia robada y otros cuentos, pp. 12.13: Había entonces tantos médicos nuevos y mejores en Santa María, pero la vasquita, Moncha Insaurralde, casi en seguida de su regreso a Europa, antes de la clausura entre los muros, llamó por teléfono al doctor Díaz Grey, pidió consulta, trepó una siesta los dos tramos de escalera y sonrió estupidizada, sin aliento, la mano apretada contra el pecho para levantar la teta izquierda y apoyarla donde ella creía tener el corazón, excesivamente próxima al hombro.

Dijo que iba a morirse, dijo que iba a casarse. Estaba o era tan distinta. El inevitable Díaz Grey trató de recordarla, algunos años atrás, cuando la huida de Santa María, del falansterio, cuando ella creyó que Europa garantizaba, por lo menos, un cambio de piel.

-Nada, no hay síntomas -dijo la muchacha-. No sé por qué vine a visitarlo.

(154) La muerte y la niña, Cap. I, p. 14: “Eso es todo, doctor -dijo el visitante con su voz acostumbrada a la resignación; agregó: -¿Qué puedo hacer?

Díaz Grey soltó la lapicera y estuvo mirando en silencio la trampa, la hipocresía, la dureza oculta, la congénita astucia.

-¿Y ella? -preguntó como si creyera estar ganando tiempo, un tiempo intemporal y absolutamente inútil”.

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