martes

JORGE LIBERATI para elMontevideano Laboratorio de Artes

  
EL INTERLOCUTOR FURTIVO
  
El diálogo espontáneo entre personas es enriquecedor en la mayoría de las ocasiones. Se pone al servicio no sólo de la amistad y el entendimiento, de los afectos recíprocos sino también de la necesidad de comunicación e información, insustancial o necesaria. En su curso también se incluyen aspectos del conocimiento profundo, asuntos que se aprenden, enseñanzas que se comparten, saberes que pasan de una persona a otra.
  
Pero, en los casos de encuentros esporádicos, cotidianos, espontáneos, en reuniones o cruces al paso, ¿qué es lo que funciona en realidad? Por bajo las formas de todo tipo de signos, palabras que actúan como dardos o como caricias, la voz con sus entonaciones de significación paralela, los gestos del cuerpo que arrojan miradas significativas y expresiones develadoras en el rostro, en las manos y brazos, adquiere relevancia otra cosa. ¡Y cuánta semiótica ha estudiado este asunto! Sin embargo, no se agota con ella lo que por lo bajo y en el fondo profundo de la persona funciona gobernándolo todo.
  
Es algo muy diferente al tipo de intercambio de información que funciona en el conocimiento sistemático, en las ciencias, en la filosofía, en el arte, en la historia cuando es ciencia de investigación y divulgación. No se parece tampoco al diálogo entre el maestro y el alumno, la clase en la que alguien mejor preparado o más capacitado enseña o explica algo a otro que lo es menos. En el diálogo funciona mucho la narración improvisada, el cuento o la anécdota, la descripción de un hecho más que su explicación. Funciona el drama más que la exposición, la puesta en escena por la cual el interlocutor “ve” de lo que se habla más de lo que, en el estricto sentido de las palabras, entiende o razona. Parece que se da más la imaginación y lo subjetivo que la argumentación, aunque haya discurso y argumentos simplificados o improvisados.
  
Pero, ¿no hay algo de simple en estas distinciones? ¿No interviene algo más que estas cuestiones superficiales, intercambios desordenados y pensamientos informales? Hay algo superfluo en el análisis que se confina tras los muros de los medios de intercomunicación e interacción personal, los laberintos de los signos y de sus sistemas, las implicaciones de las ideologías, la variedad e influjo de los contextos sociales. Sin que se quiera despreciar este tipo de análisis, es de reconocer que con frecuencia el diálogo flota en la superficie de un mar muy profundo y más vasto de lo que se piensa, y que el caso se involucra con el problema del conocimiento, especialmente en sus implicaciones con el conocimiento común, ese saber que funciona en la persona en todo momento, ante toda circunstancia con el fin de resolver problemas o disolver disyuntivas.
  
Si se pasa a un plano un poco más interno de la relación personal y de las formas de la convivencia y de la vida común y corriente, se da de frente con el complejo mundo de las preguntas sobre la existencia humana y del sentido que pueda encontrársele, sea sencillo o profundo, vivencial o filosófico. Dada la estructura de la apariencia, de la naturaleza y de la sociedad, variada, cambiante, muchas veces mareante y desconcertante, no se puede saber a ciencia cierta cómo funciona el submundo que la alimenta. No hay ya más fuerzas para averiguar de dónde surge o cómo consigue su potencia, quién la cuida con esmero o la descuida, mezquinándole o prodigándole protagonismo en la vida de las personas, en sus interrelaciones, en el trato de cada día, en los vínculos de toda clase en los que todos participamos.
  
En ese mundo sólo es posible presentar el hecho de la vida como un impulso inicial de causas misteriosas, en las que se quiere siempre encontrar algún sentido sin jamás lograrlo. Causas de orden biológico o de orden filosófico, y un sentido de carácter más amplio, ético, religioso, lógico o teleológico o antropológico. Y, aunque parezca lejano o desvinculado de los hechos comunes y cotidianos, está el impulso manejándolo todo, promoviéndolo, incitándolo, empujándolo todo para que se desarrolle y expanda de la manera que sea. Porque esa fuente original de la sociabilidad humana tiene que realizarse y consagrarse sea como fuere.
  
Desde este ángulo del problema se podría decir que vivir es obligatorio, como ir a la escuela, y no hay más que un pretexto para evitar la obligación: no existir, no nacer, morir. Vivir es nuestro, pero el título de propiedad de vivir no lo es; pertenece a un orden del universo cuya comprensión se nos escapa completamente. Podemos tener hijos, pero no hacerlos, amarlos apasionadamente, pero no determinar ese amor. No tenemos potestades en lo que se refiere al orden que las dispone, y sólo las tenemos en el orden en que nos respaldan para crear y realizarnos en el círculo de las personas. No podemos ir más allá, romper la membrana que nos encierra en una burbuja de intercambios a veces incomprensibles y a veces estimulantes y complacientes. No podemos intervenir en lo que somos como individuos y sólo podemos hacerlo en lo que somos como personas. Como individuos no somos nada, no nos conocemos, desconocemos qué somos y para qué estamos.
  
Cada persona responde a ese mandato interior, pero encausa el impulso a su manera. Encuentra a solas su estilo de manifestarse. Y esto es lo que complica el diálogo, pues la dinámica presente en todos, que responde a un mismo condicionamiento profundo ‒que rige la naturaleza y el universo y que, en definitiva, se expresa en cada forma concreta de actuar‒ se confunde y se disuelve en lo que parece sencillo, hogareño, familiar, inocente, elemental. El menor acto de la vida tiene tras de sí el invisible e incaptable empujón que nos conmueve y mueve, y parece que nos dirige hacia un “adelante” o que nos obliga a abandonar un “presente” que no existen. No tiene el hombre cómo interceptarlo y toda la aplicación de la inteligencia, que no escapa al empujón, es impotente ante su energía arrolladora.
  
Por lo que muchas veces resultan inútiles las controversias y desencuentros, pérdida de tiempo y energía las discusiones interminables, muchas, quizá muchísimas, cuando se olvida esa presencia de fondo, inapreciable pero invencible que anima a todos aun cuando se debata con honestidad y conciencia de que se navega en el mismo barco. Es una voluntad ciega que inicia todo lo que tiene vida, todo lo que se piensa y hace. Y, si bien no justifica los actos, está en el más deleznable de los sujetos tanto como en el más amable y virtuoso.
  
Es así que muchas veces se producen los desencuentros, aunque puedan prevalecer algunas opiniones sobre otras y ciertos pareceres se impongan mediante las estrategias de la intercomunicación personal. En el fondo no se ha impuesto nada, nada se ha elegido ni volcado hacia alguno de los lados de las significaciones que andan en busca de la verdad. En cantidad de casos y circunstancias, especialmente en aquellas que se experimentan y dirimen en la vida práctica, la dirección que toman los acontecimientos humanos se elige a sí misma. Adopta como fundamento lo que le dicta la voz de aquel sustrato, contenido todo en su solo y poderoso querer ser y para el que no valen razones ni imposiciones que no sean las de su misma autodeterminación.
  

Para el impulso de fondo, como para todo lo que compone la realidad de que forma parte lo humano, no hay distinciones ni cosas censurables ni misterios a develar ni problemas a resolver. La realidad es como es, y sería una ingenuidad adjudicarle las distinciones, categorías, propiedades y analogías que solemos nosotros adjudicar a las representaciones que nos hacemos de ellas. Si se quiere, no hay representaciones que valgan y se trata de ficciones que nos hacemos para poder vivir de la única manera que nos hemos impuesto por carecer de otra. Los inconvenientes a que nos conducen las imposiciones de fondo son los que deberían resurgir de la profundidad para esclarecernos y apaciguarnos, en el único y verdadero salvataje posible: un encuentro con aire puro que devolviera vida a la inteligencia.

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