martes

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 68

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Los tiempos todavía eran duros. Cuando Mears-Starbuck me llamó por teléfono para pedirme que me presentara a trabajar el lunes yo fui el más sorprendido. Ya había trabajado en decenas de cosas a lo largo de toda la ciudad y no me quedaba más nada por hacer. Yo no quería un empleo, pero tampoco quería vivir con mis padres. Mears-Starbuck era una compañía que tenía grandes almacenes en muchas ciudades, y no podía imaginarme lo que me iba a tocar hacer.

 

El lunes fui caminando hasta el gran almacén que quedaba a pocas cuadras de mi antiguo instituto, con mi comida envuelta en una bolsa de papel marrón.

 

Todavía no entendía por qué me habían elegido. La entrevista duró apenas unos minutos, y después tuve que llenar varios formularios respondiendo lo que había que responder.

 

Con el primer sueldo que me paguen, pensé, me voy a alquilar una pieza cerca de la Biblioteca Pública de Los Angeles.

 

Mientras caminaba no me sentí tan solo. Y en realidad no estaba solo, porque me venía siguiendo un perro vagabundo. El pobre animal estaba terriblemente flaco, y se le podían ver las costillas debajo del poco pelo que le quedaba. Era otra víctima apaleada, asustada y acobardada por el homo sapiens.

 

Cuando me arrodillé para acariciarlo pegó un salto hacia atrás.

 

-Vení, compañero… Soy tu amigo… Vení…

 

Entonces se acercó, con unos ojos inmensamente tristes.

 

-¿Qué te hicieron, muchacho?

 

Él se siguió arrastrando sobre la vereda, temblando y moviendo mucho la cola. Era bastante grande, y de golpe se abalanzó empujándome la espalda con las patas delanteras y cuando me caí me empezó a lamer la cara, la boca, las orejas y la frente. Me lo saqué de arriba y me paré limpiándome la cara.

 

-¡Tranquilo! ¡Lo que precisás es comer algo! ¡COMIDA!

 

Saqué un refuerzo de la bolsa y le di un pedazo.

 

-¡Una parte para cada uno, compañero!

 

Él apenas olfateó la comida y después se fue cabizbajo y dando vuelta la cabeza para mirarme.

 

-¡Esperá, compañero! ¡Es crema de maní! ¡Vení a comer un poco! ¡Dale, vení!

 

Entonces se me volvió a acercar con mucha desconfianza. Busqué un refuerzo de bologna, lo partí, le saqué la capa de mostaza barata y lo puse en la vereda.

 

El perro se acercó a olerlo y se volvió a ir, aunque esta vez ni siquiera daba vuelta la cabeza.

 

Y yo me di cuenta que me había sentido tan deprimido toda la vida porque nunca me alimenté correctamente.

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