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PETER BROOK - EL ESPACIO VACÍO (71) Arte y técnica escénica

 

EL TEATRO INMEDIATO (24)

Toda sugerencia a la acción lleva en sí un retroceso a la inercia. Tomemos como ejemplo la música, la más sagrada de las experiencias, que hace tolerable la vida a gran número de personas. Muchas horas de música a la semana recuerdan a los melómanos que la vida tiene un valor y, al mismo tiempo, esos instantes de solaz embotan el filo de su insatisfacción y los capacitan para aceptar lo que de otro modo hubiera sido una intolerable forma de vida. Consideremos el caso de los relatos de atrocidades o la foto de niños quemados por el napalm, que suponen una conmoción, una de las experiencias más desagradables y que, a la vez, abren los ojos a la necesidad de una acción que mientras se produce el hecho se tiende a minimizar. Es como si experimentar vivamente una necesidad excitara dicha necesidad y al propio tiempo la ahogara. ¿Qué puede, pues, hacerse?

Conozco una prueba concluyente en el teatro. Literalmente, es una prueba concluyente. ¿Qué queda al terminar la representación? Se olvida el entretenimiento, desaparece también la emoción fuerte y el argumento pierde su hilván. Cuando emoción y argumento se enjaezan al deseo del público de verse con mayor claridad, algo se fija entonces en la mente. El acontecimiento marca en la memoria un contorno, un gusto, una huella, un olor, una imagen. Lo que queda es la imagen central de la obra, su silueta, y, si los elementos están rectamente mezclados, dicha silueta será su significado, la esencia de lo que ha de decir. Cuando pasados los años pienso en alguna sorprendente experiencia teatral, encuentro un meollo grabado en mi memoria: dos vagabundos bajo un árbol, tres personas sentadas en un sofá en el infierno, y, de vez en cuando, una señal más profunda que cualquier imagen. No tengo la menor esperanza de recordar con precisión los significados, pero a partir de ese núcleo reconstruyo una serie de ellos. Un propósito se habrá cumplido. Unas pocas horas podrían modificar mi forma de pensar para siempre. Esto es casi imposible de lograr, aunque no ha de rechazarse por completo.

El actor casi nunca queda marcado por su esfuerzo. En su camerino, después de interpretar un papel agotador, se halla relajado, resplandeciente. Al parecer es muy saludable el paso de fuertes sensaciones a través de alguien inmerso en una dura actividad física. Los directores de orquesta y los actores suelen alcanzar una edad avanzada. Pero también han de pagar un precio. El material que el intérprete emplea para crear esos personajes imaginarios es su propia carne y sangre. El actor se da constantemente. Explota su posible desarrollo, su posible entendimiento, y usa este material para tejer esas personalidades que desaparecen al acabar la obra. Surge la pregunta de si hay algo que impida que le ocurra lo mismo al público. ¿Pueden los espectadores retener una señal de su catarsis o lo máximo que pueden llegar a alcanzar es un brillo de bienestar? Incluso en esto hay muchas contradicciones. El acto teatral es una liberación. Tanto la risa como las sensaciones intensas despejan escombros del sistema; en este aspecto son lo opuesto a lo que deja huella ya que, como todas las purificaciones, hacen que todo quede limpio y nuevo. Pero ¿tan completamente distintas son las experiencias liberadoras de las que permanecen? ¿No es una ingenuidad verbal creer que unas se oponen a otras? ¿No es más cierto decir que en una renovación todas las cosas son de nuevo posibles?

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