martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (104)

 El sitio de la Mulita (26)

  

Seguía discerniendo con justo criterio el jefe, porque, en verdad, mientras no le mojaran la oreja, el Trompa era un montón de pulpa para chorizos. A él tan sólo le gustaba echarse de barriga, meter la cabeza entre los brazos y, después, que lo despertara un rayo, si era brujo. Para cosas de la inteligencia, mejor un poste. Le dice usted que enderece al bajo, y es capaz de subirse a un cerro, en el empeño de cumplir bien la orden. Se le manda: “Andá y contestale que “¡Cómo no!, qué bueno” y por el camino se le enreda todo de tal modo que al llegar es capaz de decir que “En la puta vida”. Y si se encuentra con un camoatí o una lechiguana asomaditos a alguna rama, se para ese señor relamiéndose, loco de la vida, aunque vengan degollando.

 

Surgiole en seguida el Fajinero Mao Pelada. Lavaba con prolijidad unas huesosas presas para el puchero frente a la olla del “rancho”. Estaba remangado casi hasta los sobacos, y rodeaba su rechonchez con un viejo culero, a guisa de delantal. Pero no escapó a la sostenida penetración del Cimarrón que la ausencia del Fajinero, ¿quién iba a cocinar, entonces?, sería más llamativa que si, al él partir, le fuera detrás el Tamanduá tocando dianas con su clarín. Mayor incapacidad le puso de manifiesto el Soldado Cuzco Overo, que ahora se le cuadró pestañando de tiesura. ¡A este sí que habría que decirle “Salime de ahí”! Ese va armando barullo desde que monta a caballo. Para peor, a todos les cae en gracia. Se encuentra, ¿quiere creer?, con un mudo, y sobre el pecho los dos se agarran encantados en confidencias; en ambos hecha un aleteo la mano que no se ocupa de las riendas, y hasta sin querer parando en seco a las cabalgaduras por alguna brusca reclamación de la zurda. Si a dos leguas apartado de su ruta le llama algo la atención, este “tropa” deja el viaje para otro momento porque, de curiosidad, le asegura, revienta. Y va allí, y refistolea, y hasta que no averigua todo, no ceja.

 

-Vos, Flamenco (se le apareció el Flamenco) lo único que tenés, es mal genio cuando andás de luna. Después… sos capaz de pasarte de cabeza gacha las horas, pensando en qué puta estabas pensando.

 

Ahora, quien se le hacía presente era el Soldado Gato Pajero, con la bizarría de sus bigotes enhiestos, la fría voluntad de su boca fina, bien anudada la golilla roja, el uniforme hecho un jaspe de prolijo, los botones de la chaquetilla tan ardientes como sus ojos, y con las botas de charol ganadas en la última tabeada, que ya las quisiera para un domingo el propio Comisario Tigre. Botas así, las del Coronel Puma del pueblo, cuando anda de gala; y pare de contar.

 

-Ah, rubio, vos traés peligro! Confiar en vos… ¡ni cuando estás roncando!

 

De atrás, volvió a aparecer el Soldado Avestruz.

 

-¡Sí, no hay caso, sí…! ¡Vos sos un veterano! ¡Y leal conmigo! ¡También, tantos años juntos en el servicio…! A vos, lo que te jode, son los años. Vos, sí ¡ya sé! Como vos, ¿quién puta? Pero tu cabeza, reconócelo, ya no está para estas cosas tan, tan delicadas.

 

El Sargento Cimarrón, en su imaginación, se deslizó, como la cosa más natural del mundo, carpa afuera. De salida, rebajándolo en un grado, se le trocaron las sargentiles jinetas del hombro por una “escuadra” en el antebrazo, con la que volvió a ser el antiguo Cabo Cimarrón. Y así, todavía joven y muy serio, quedó sentado, tomando mate al descampado junto al mangrullo de cierta Comisaría que hubo hace años cerca del Arerunguá. A su frente, el Avestruz, con la chaquetilla sin insignia en el antebrazo, como lo estuvo y lo estará hasta el fin de sus días, también serio y también todavía joven, la caldera entre las piernas, lo escuchaba: “Pero mirá, vos tenés que atender a lo que te dicen y a lo que hacés. Si no, te vas a secar de milico. Cuando te dan una orden, vos grabala en la memoria como a punta de cuchillo. Y, después, andá repitiendolá, que es útil. Yo sé por qué te lo digo. Y, entonces, no te dejés cruzar nada por la mente. Cada cosa tiene su momento. Si vos ves que se te viene, no más, alguna idea, hace como que te calentás con la orden que tenés que cumplir, metele espuelas al rosillo y meneá la cabeza, que es bueno. Como te podés figurar, eso mantiene a raya a los otros pensamientos. Vos llegás, cumplís el cometido y, entonces sí, entonces sí podés quedarte quietito y dejar que pienses en lo que te venga. El mal de todos ustedes, oímelo bien, es que se entreveran con cualquier cosa. Mirá, todo es cuestión de práctica. ¿Querés creer que un día, el finado Comisario, que me estaba probando hace tiempo para el ascenso, me largó de sopetón: “Pero, che, seme franco, ¿de dónde has sacado esa cabeza? ¿Acaso vos sabés escribir y leer?”… Y era por esto, hermano: a mí me ordenan una cosa, y ya en la cabeza no me entran ni a hacha…

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