miércoles

VIAJE AL FIN DEL MIEDO / CREER O REVENTAR (11) - HUGO GIOVANETTI VIOLA


1ª edición bilingüe: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020

Prólogo de MARYSE RENAUD

Traducción al francés: CARL D’ABLEIGES

para Bénédicte Froissart


SAINT-TROPEZ

ME DESPERTÓ un suavísimo percutir de nudillos en la puerta. Abel saltó en la oscuridad y preguntó quién era mientras tanteaba dentro de la valija roja. Cuando escuché la voz de Ramón solté el cuchillo prendí la luz me puse un pantalón y abrí la puerta y me abracé al gigante sin mirarlo a la cara. “Principito” me dijo, con voz titilante: “Qué de tu vida”. “Mi vida está jodida, viejo” contesté: “Vení. Pasá y sentate a tomar unos verdes. Ya deben ser como las siete ¿no? ¿Y Eva y la nena?”. “Están en un hotel” dijo Ramón, sentándose en mi cama. Yo seguía sin mirarlo, mientras armaba el mate. “Así que todavía tomás esa porquería, petiso” observó el gigante, con admirada tristeza. “Sí. Pero ya no cuelgo fotos de Liverpool” dije: “Estoy adelantando”. Entonces puse a calentar agua y me senté en el suelo en posición fetal y conté de un tirón lo que me estaba pasando con Ray. Era la primera vez que lo contaba en todos sus detalles.

“Apagá el fuego” murmuró Ramón: “Se te va a achicharrar la cacerola. Está recontra hirviendo”. “¿De veras?” preguntó Abel, y levantó los ojos hacia el otro con desahogado alivio. El otro desvió la mirada. Entonces vi la Gárgola brillándole también a Ramón -como un fondo de aljibe hediondamente negro- y sentí ganas de escaparme saltando por la ventana, igual que la noche anterior. Abel renunció al mate y apagó el fuego y prendió un Peter Stuyvesant con un temblor mucho más emergido del asombro que de la desesperación. “Mal año tienes, abuelo” dijo la voz de adentro -que por lo visto conocía La muerte del pastor. Yo le di la razón sacudiendo la cabeza en el momento en que Ramón trataba de tranquilizarme, con tono de cumplido: “Mirá, petiso: ¿sabés una cosa? Me da la impresión como que dentro de diez años vamos a hablar de este tema y nos vamos a matar de risa, no sé. No sé qué querés que te diga, loco-”. La voz fue endureciéndose, hasta desembocar en una agriedad tan negra como la del aljibe.

“No digas nada, entonces” lo corté: “No hay por qué decir nada”. La sensación que Abel llegó a tener -pasados muchos años- fue la de que Ramón no podía perdonar que lo estuvieran metiendo a él en la batalla. “Merde” casi grité: “Y para colmo voy a tener que mandarle pedir la guita del pasaje a mi viejo. No creo que me dé el cuero para juntarla. Claro que igual hay tiempo, porque yo no me voy a ir de París hasta que no se vaya Ray. Primero se va a ir él. Te lo puedo asegurar”. “Qué lo parió” dijo Ramón, parándose: “Este bayano te quiso matar y te mató, nomás. Yo te lo estuve por decir un día, que no anduvieras tanto con ese fantasma. Y te tendría que haber avisado que yo también soy un hijo de puta, Principito. Entre nosotros nos conocemos enseguida, perdé cuidado. Así que no te fíes de mí, loco. Pero no te enloquezcas. No te va a pasar nada, en serio. Aquí te dejo un France-Soir que tiene un articulito sobre el Uruguay: leélo, y vas a ver qué linda que está la cosa. Como para volver, está. ¿Nos vemos esta noche en el puerto?”. “Nos vemos” le hizo la venia Abel.

Después de terminar en Chez Marlene fuimos a buscar a Ramón y a Eva, y subimos caminando hasta la Citadelle. Ella llevaba a su hija sostenida por un colgante tipo canguro. A Abel le pareció evidente que Ramón ya le había contado el asunto de Ray, porque la muchacha lo relojeaba con apiadada curiosidad. Estuvimos sentados un rato frente a la belleza insondable del Mediterráneo hinchado por la luna, pero Ramón pidió para cobijarse bajo los pinos -al otro lado de la fortaleza. “Ya está muy fresco para la gurisa” dijo mirando el mar con repugnancia. Cuando acampamos bajo los pinos el gigante armó un petardo y Abel no quiso pitar. Eva tampoco. Pedrito y el Cordobés estaban enloquecidos de felicidad, porque ya hacía semanas que no conseguían hasch. “¿Leíste el articulito del France-Soir, petiso?” me preguntó Ramón al rato, sin mirarme. “No” dije: “Todavía no lo viché. Pero te quiero aclarar que -como decía el abuelo Bill- entre la pena y la nada elijo la pena, loco”. “Bárbaro” se rio Ramón: “Es como decir que entre la buena y la mala elegís la buena. Bárbaro, Principito”.

Abel torció y vio fosforecer la negrura repugnante de la Gárgola en la mirada del otro. Entonces volví a imaginarme al Ray alto y canosísimo buscándome por el empedrado del puerto, y tirité. La luna se filtraba entre los troncos torcidos y Eva tendió la mano con algo que relampagueó impolutamente antes de entrar en mi zona de sombra. “Te debía un pañuelo. ¿Te acordás? Dijo: “De allá de Épinay. No sé si es el mismo, pero no importa. No le hagas caso a mi marido. Yo me voy a morir sin entenderlo, pero lo quiero tanto que lo entiendo igual”. Abel agradeció mientras gateaba para acercarse a contemplar a la niña, que dormía sobre el pasto. Entonces el gigante saltó y agarró a la criatura y la mantuvo envuelta con los brazos. Me miraba fijo. “No la toqués ni con los ojos” parecía decirme: “Te infectaron, enano”. “Voy a volver” le contesté en voz alta: “Todo esto está podrido. Y yo voy a-”. “¿Pero de qué estás hablando, guaso?” preguntó el Cordobés, desperezándose. “De la batalla” roncó Ramón: “Él cree que hay algo por hacer, además de joderse y reventar. Pero yo entre la pena y la nada elijo la nada, viejo. Tomá la gurisa, Eva. Agarrala vos, mejor”. Entonces Pedrito sugirió darse un yiro por el puerto y arrancamos disgregadamente colina abajo. De vez en cuando Abel sacaba el pañuelo y lo hacía relampaguear entre la noche azul, como si fuese una linterna mágica. En el puerto estuvimos mirando durante mucho rato la blancura de los yates. Ramón buscaba algo que no pudo encontrar. “Mañana de mañana nos vamos” murmuró de repente: “Chau, vo. Nos vemos en París. Mirá que me mudé y le dejé la dirección a Pedrito. Yo me llevo el teléfono de Chez Marlene, por si las moscas. Adiós, Principito”. Y me acarició la calva con un dedo.

A las once de la noche del día siguiente recién habían empezado a tocar en el piano-bar cuando Marlene llamó a Abel desde la pieza intercomunicante con el restaurant. “Teléfono para vos” me dijo: “Llamada desde Saint-Raphael”. Abel estuvo a punto de negarse a atender pero llegó al aparato lo más rápido que pudo. “Hola” grité en español: “¿Quién habla?”. “Soy yo” roncó Ramón, desde muy cerca: “Mirá que localicé a Ray y le dije que ustedes andaban por Venecia. Hasta siempre, maestro. Y no se me desespere”. La comunicación se cortó suavemente.


CHAMBRE 22


UN MUCHACHO semicalvo termina de cantar entre la luz fluorescente de una taberna y se acerca a la barra y pide un ron doble, puro. Sus compañeros de trío se han sentado a tomar sangría invitados por dos prostitutas: el muchacho los mira con una desamparada fijeza infantil mientras besa su vaso. Después hace fondo blanco y prende un cigarrillo, pero lo tira enseguida. Las luces de la taberna acaban de ser apagadas y el alba irrumpe -malva- por la escalera subterránea. Entonces la patrona -una mujer hermosa y joven, embarazada como de cinco meses- sale de la cocina transportando una fuente donde se apilan varias tortillas españolas. A medida que las troza y las distribuye en platos, va invitando a comer a todos los presentes -incluido un gigantesco ovejero de mirada humana. El muchacho rechaza la invitación con desmayada cortesía, aunque de repente devora medio plato y tiene que correr hacia el toilet taponeándose la boca. Después de vomitar permanece un momento con la frente apoyada sobre los azulejos verdosos -casi del color de su piel- hasta que se acuclilla en un rincón para frotarse los testículos acompasadamente. “La valentía” murmura varias veces: “Preciso eso que llaman valentía, carajo”. Cuando sale del toilet con el pelo empapado, tiene dos chispas de serenidad cuajadas en los ojos. Sus compañeros comen tortilla con las prostitutas y lo invitan a la mesa, pero el hombre semicalvo se disculpa haciendo señas de tener que irse. Entonces la patrona pone un disco donde una voz antigua de mujer levanta sus penas a la Virgen, y el ovejero aúlla un gemido melódico festejado hasta el delirio por la concurrencia. El hombre semicalvo enfunda su guitarra y empieza a subir la escalera sin despedirse, resplandeciendo en la creciente transparencia del alba.

UNA SEMANA atrás Abel había vuelto de la Reja bastante temprano, y al pasar por la chambre de Pedrito y Colette encontró a la muchacha haciendo guardia: apenas pudo ver la triste luminosidad de sus ojos interrogadores, entornados detrás de la rendija. “Tu Romeo se quedó de cantarola” mentí: “Lucio y Hugo cayeron hace un rato con una barra de mamados y le salvaron la noche al gallego. Estaba tan contento que me dejó venirme y todo”. La muchacha creyó, bajó los ojos y derramó una ráfaga levísima de perfume al mover el pestillo. Entonces la tristeza me emponchó. Cuando llegué a mi piso deposité silenciosamente la guitarra en el suelo del corredor y me quedé mirando la ex-chambre de Sinclair: el sabueso de turno se despertó y creyó que le sonreía a él. Me saludó con un bostezo.

Abel entró a la 22 pocos minutos antes de que entrara el alba y se detuvo a observar -guitarra en mano, todavía- el vacío dejado por la Pentax de Ray. Después miré la cama desierta de Ray mientras me ponía el piyama, y lo extrañé con devoción. Te perdono todo lo que hayas hecho hagas o vayas a hacer, Terry Lennox -pensé prendiendo un Peter Stuyvesant. Y calculé que al terminar el cigarrillo me iba a hacer muy difícil soportar la soledad. ¿La soledad o la derrota? pensé después, sin melodramatismo. Esa tarde había ojeado el último Granma llegado a la librería de enfrente, y encontré un recuadro donde se denunciaba el asesinato de un tupamaro con el que jugábamos al fútbol en la niñez. Lo habían matado en la cárcel durante un intento trucado de fuga, denunciaba el Granma: pero lo daban por fugado. La familia lo debía estar dando por desaparecido, en cambio. Y yo aquí, pensó Abel aplastando el pucho contra el suelo torcido de la chambre: la gira por las Casas de Jóvenes no aparece la guita para volver no aparece la novela se fue a la mierda y la nena se habrá hundido en la mierda, nomás. Entonces se sentó en la cama y se empezó a frotar el perfil recortado en la luz violácea que derramaba la persiana. Que venga la nena, pidió: Ahora tiene que venir. Porque si no, no hay nada. Se lo pedí a la vida.

Al otro día estaba tomando mi desayuno-almuerzo preferido para cuidar la línea (té y un buen plato de jambon / gruyère) en el bar de la esquina, cuando entró Bénédicte. Abel no tuvo tiempo ni de escandalizarse. La nena estaba fea, vestida con un jean viejo y una polera insulsa que le quedaba grande: desgreñada, sin aros pintura ni sandalias. Esa clase de fealdad, por lo menos. Pero Abel pudo captar enseguida que algo venía bien. La muchacha se puso colorada y explicó que Faruk le había dicho dónde podía encontrarme. Cuando le pregunté si quería tomar algo me contestó que sí, pero que en otro lado. Me hablaba sin acercarse al mostrador, recostada sobre la puerta vidriera incendiada por la explosión primaveral. Salimos y empezamos a caminar por la Monsieur-le-Prince, en dirección al Lux. Ahora Abel no se sentía preocupado en lo más mínimo por el flagrante centímetro que le llevaba la infanta. Ella también explicó -sin dejar de ponerse colorada- que como estaban a fin de cursos no había entrado al liceo. Y al llegar al Boul Mich pregunto a quemarropa: “¿Vos creés que soy méchante?”. Abel trató de hacerse explicar lo que quería decir méchante pero no lo alcanzó a comprender del todo. (Sus baches idiomáticos eran tan absolutamente imprevisibles como irreparables, a esta altura del viaje.)

“Pero no, cosita” contestó por las dudas: “¿Cómo vas a ser méchante?”. Entonces ella me apretó un brazo con demasiada fuerza y me pidió que la invitara a tomar una cerveza. Nos sentamos en el café Rostand, frente al Lux. Bénédicte hundió encorvadamente su vergüenza en el redondel blanco y cuando alzó la cara le borré los bigotes de espuma con un dedo y ella volvió a sorber sin respirar y a subir la sonrisa bajo el reflujo miel de pelo desgreñado. “Hace tiempo que no venía” desembuchó: “Pero yo necesito venir a verte ¿sabés? Yo sé que vos no me necesitás tanto, a lo mejor. Pero quería decirte que siempre pienso mucho en lo que hablamos y ahora creo. No sé muy bien cómo, pero creo. De veras”. Bénédicte me hizo una seña para que pidiera más cerveza y permaneció mirándome, en estado de vuelo. “A veces pienso que podíamos andar juntos” dijo después, pero se interrumpió. Abel no dijo nada. “Sí, claro. Ya no sería lo mismo” sonrió la muchacha, viendo bajar la espuma del segundo demi: “Porque así como estamos yo sé cómo quererte, por lo menos”. “Yo también” sonrió Abel. Brindaron y tomaron. Después la acompañé hasta la estación del Lux y nos besamos las comisuras de las sonrisas y salí a dar la vuelta olímpica por París, tarareando húmedamente el Gracias a la vida.
                                                                                                
AL OTRO día llegó Ray. Abel se había dormido como a las seis de la mañana y el riverense llegó a las siete y media, pero no hubo problema: apenas me acarició la coronilla (al estilo Ramón) pegué un salto sonriente y nos pusimos a matear y después a fumar maruja colombiana, sin achicarnos en absoluto por los irregulares ronquidos del sabueso de turno. Aquella fue una de las poquísimas veces que fumé con placer: sin miedo, por lo menos.

“Qué yerba del demonio, loco. Ahora entiendo la fama que tiene” dijo Abel, empezando a volar alto: “¿Vamos a dar una vuelta por el Lux?”. “Bueno” suspiró el otro. Y caminaron juntos por el valle de la mañana mágica que anaranjaba resplandecientemente la humedad de París. “Al final no me dijiste cómo te fue allá en Amsterdam” dije mientras entrábamos al Lux: “¿Mucha joda, che?”. Abel relojeó el perfil sensualizado del otro, dándose cuenta recién de lo que habían proliferado las canas de Ray desde que ellos llegaron de Beirut -apenas tres meses atrás. El riverense sonrió, dulcemente. Ahora tuve la sensación de que en su pecosa cara mal afeitada ya no brillaba el musgo de la condenación. Era como la primera -y última- amistad con la vida, lo que brillaba. “Dale, contá: ¿hubo joda o qué, al final?” le volví a preguntar. “Ah, hubo una joda bárbara” chistó Ray, recién cuando cruzábamos la rue Comte para entrar en el tramo enjardinado de la Avenue de l’Observatoire: “Me pasé todos los días encerrado en un hotelucho sin sacarme ni la campera, fumando como un animal. La maruja la conseguí de entrada: eso fue una papa”.

Desde allí hasta la Closerie des Lilas no volvimos a hablarnos. Abel se sentía flotando en una bruma que rebasaba los límites humosos de los colores, hasta dejarlo estacionado en el fondo de todo. Fue la primera vez que se pudo acoplar en cuerpo y alma con la mansión terrestre, pero la voz de Ray lo arrancó del ensueño. “Y hubo minas a bochas, además” desembuchó de golpe el riverense: “Demasiadas, botija. Hubo demasiada mina”. “Ah, sí” dije: “Qué bien. Che, y hablando de placeres: ¿cómo te parece que funcionará la cerveza de la Closerie mezclada con la yerba?”. “Mejor vamos a aquel otro boliche” dijo Ray, señalando una enorme terraza que quedaba en la esquina fronteriza del Boulevard du Montparnasse y el Boulevard de Port Royal.

La cerveza tenía tanto color en el sabor, que casi no podía tomarse. Estuvieron callados durante mucho rato. De golpe Abel subió los ojos hacia el aire amarillo y se animó a decir: “Estoy enamorado, loco”. Hubo otro gran silencio. “Ayer vino Bénédicte” me decidí a seguir: “Ayer de madrugada había casi rezado para que viniera y se me apareció a mediodía y me llevó a un boliche y me dijo que creía ¿te das cuenta? Me dijo que creía”. Entonces miré a Ray. Lo encontré encandilado y realmente respetando lo que escuchaba -aunque con la mirada sangrienta, otra vez. “Qué bien” dijo: “A esa edad. Increíble, la pendeja”. “Increíble” refrendé, llenándome hasta la saciedad con el último color de la cerveza. Entonces necesité agradecer. “Vos sabés que mientras estábamos callados, recién” dije entornando los ojos: “Bueno, no tan recién. Fue antes de que yo te contara lo de la nena, claro. Vos sabés que tuve la sensación de que además de lo mío estaba lo tuyo por decirse, también. No podía saber bien qué era lo tuyo, pero me daba cuenta de que era algo importante. Fue como una pulseada ¿te das cuenta? No: una pulseada no, fue otro tipo de cosa. Pero vos tuviste la humildad de dejarme pasar primero, loco. Mi egolatría pasó primero porque tuviste la humildad y la bondad de dejarme contar algo maravilloso, en lugar de lo tuyo. Eso es lo que sentí”.

“Qué lo parió, botija: me mataste con eso” suspiró Ray: “Tenés razón. Mirá: un día -a lo mejor cuando volvamos- te voy a invitar a comer en un buen restaurant y te voy a decir todo. Y después podemos estar mucho tiempo sin vernos, vas a ver. Porque te puedo contar mucho más de lo que te debo haber contado en Meudom, aquella tarde de la mamúa histórica: y no me importa un carajo que después escribas sobre mí, o con lo mío. Al contrario: si puedo serte útil para la novela, mejor”. “¿Pero qué te pasó en Holanda, che?” pregunté, preocupándome. “Nada” murmuró Ray: “O mejor dicho: todo. Vi mi vida: todita. Por eso es que te dije que hubo tanta mina. Hubo de todo, pibe: no solamente minas. Y cada vez que puedo repechar, la locura termina por joderme. A mí y a los desgraciados que andan por alrededor. Me di cuenta que he estado toda la vida peleando contra la locura: y ya me siento hasta con el culo flojo ¿entendés? Con las piernas y los brazos y con el culo flojo para seguir peleando ¿entendés lo que te digo?”. “Sí” mintió Abel, sacudido hasta los huesos por el aterrizaje forzoso.

ESE DÍA tuve que apechugar la procesión más surtida de visitantes que asoló en cuatro meses la maldita chambre 22. La siesta mañanera fue intervenida sin anestesia por Monsieur Amelot: Abel y Ray se despertaron de un salto frente a una especie de espectro roncador que bizqueaba y babeaba en la semioscuridad con los tentáculos abiertos como para acogotarlos. “Guarda con este que nos viola” gritó Ray, y a mí me dio un ataque de risa nerviosa que tuvo la virtud de amansar instantáneamente al escenógrafo. Amelot se sentó en el mosaico muy desnivelado de la chambre, y se puso a llorar mientras hacía dibujos con el dedo sobre las polvaredas que no barría Faruk.

“El que esté libre de pecado que tire la primera piedra” hipó, más picudo que nunca. “Preciosa frase” dijo Ray: “Y original como el aujero del mate, además. Yo no podía parar de reírme, hasta que Monsieur Amelot subió unos ojos que me dejaron completamente erizado. “El que se atreva a tocar a Martine que se cuide el cogote” dijo volviendo a abrir sus pequeños tentáculos. Entonces Ray saltó de la cama y se acercó  enfocándolo con una fosforecencia sangrienta. “Rajá de aquí” le dijo en español: “Rajá o te rajo, escuerzo”. En ese momento Abel notó la sombra del sabueso de turno en el umbral y alertó al riverense con un Guambia el cana. Ray fabricó una máscara pasmosamente real de complicidad con el prójimo y avanzó hasta besar los rulos de Amelot -sin mirar en ningún momento al policía. “Los cristianos contestamos con un besito, Amelotito” dijo agarrándole una mano y obligándolo a levantarse: “Nadie te va a tocar al biscuit, no te preocupés”. “Judas también besaba” murmuró el escenógrafo, y Abel volvió a erizarse. “Bueno, no jodas más. Volvé a tu casa y no seas pavo” recomendó Ray, a punto de perder el realismo de la máscara. Amelot se dejó llevar abrazado hasta la puerta, pero cuando el sabueso ya había dado un paso atrás para dejarlos salir dijo con voz grumosa: “La Pentax está en casa, hijo: es idéntica a la tuya. ¿Por qué no hacés de cuenta que es la tuya y dejás en paz a Martine? Podés llevártela cuando quieras. Como la otra vez”.

Ray lo hizo bajar la escalera a empujones y le explicó por señas al policía que el tipo era un loco sin trascendencia. Abel no alcanzó a ver -desde su posición- la cara que le devolvió el milico. Cuando Ray volvió a entrar suspiró y dijo: “Me faltaba éste, nomás. Paranoico podrido. Y venir a joderme con Martine, arriba. Se ve que la gran yegua le fue a llorar la milonga: siempre los tuvo medio recalentados a Sinclair y a él también, que no se venga a mandar la parte ahora. Si dos por tres le cae a morfar de ronga, todavía, mientras ustedes laburan. Cerdo degenerado: ahora tendría que ir a la casa de él y llevarme la Pentax en indemnización ¿no te parece?”. “A la verdad que este relajo ya no me parece nada, hermano: no chapo nada. Che, y hablando de relajos: el cana del pasillo ya habrá recontraolido la maruja ¿no?”. “¿Y a mí que? No nos van a venir a enfardar por un petardo” rezongó el riverense, con la encanecida melena color zanahoria abajo del chorro de la canilla: “Y no me digas hermano, Abel: ya te lo tengo pedido bastantes veces ¿no?”. “Perdoname, Caín. Pero siempre me olvido” retrucó Abel, mostrándole los dientes.

Al rato bajé a comprar algo para comer, y me di cuenta de que estaba deseando que Bénédicte no viniera. Me di cuenta de veras -por primera vez en las últimas veinticuatro horas- de que la había perdido, además. La nena se iría en pocos días a vacacionar con sus compañeros liceales y yo debía tenderme en el fondo del sur hasta desenamorarme -Miguel Hernández dixit. Pero ella no se había perdido, Cristo: ella se había casi salvado. Casi un Talita Cumi y corran perros, pensó Abel sonriendo en el momento de decidir la compra de un botellón de Valpolicella en el drugstore. Cuando volví al Stella me crucé con el sabueso, que abandonaba su turno: esta vez me pareció que fingió bostezar, al saludarme. Y arriba no encontré ningún otro milico. “¿Qué onda vendrá a ser esta?” preguntó Abel, empezando a prepararse un refuerzo de paté: “¿Lo habrán liquidado, el caso? A lo mejor ya confesó alguna yira: Bugeia no pudo dar la última clase y todavía no me ha vuelto a llamar. ¿No sabés si repatriarán los restos de Sinclair?”. Ray no le contestó. Lo que se cocinaba en los calderos de los ojos clavados en el cielorraso era algo más rojizo que verdoso. Y era realmente atroz. Pobre loco -pensó Abel, sin animarse ni a invitarlo con vino: Esto va a terminar mal. Justo ahora que yo venía repechando. Y se sirvió un gran vaso de Valpolicella y lo sorbió suspendido en el tempo del festejo fugaz. Pero eterno, pensó: lo que vive es eterno.

Cuando la vedette de la pareja estelar entreabrió la puerta sin golpear y metió su peluca (color rubio azafrán) en la chambre como Perico por su casa, casi me da un ataque de histeria. Ella me saludó con una mueca ávida y movió la cabeza para hacer pasar al mosquetero, que entró en puntas de pies. “Salud, egregio regolucionario griego” dijo Ray, sin el menor fervor: “Los respectivamente inminentes clochards y best-sellers uruguayos que dimos vida en París al Show de la cucarachita que quedó en una pata por amor, te saludamos. Cigarrito, Abel”. Abel le voleó un Peter Stuyvesant y relojeó con triste avaricia el paté y el botellón. Adiós mi despilfarro, pensó: Esta Mich tiene un olfato para el Valpolicella que mata. Pero la mujer -eternamente entablillada por el uniforme bilioso de los tiempos del boogie- prefirió atrincherarse contra el piano, en posición cantábile. Esta vez había un brillo permanente (una fascinación, me acuerdo que pensé) en sus ojos pantanosos. “Así que murió el poeta” dijo mientras acariciaba la tapa del piano como para lustrarlo. “Sí. Lo mataron” la corregí, y ella bajó la cara. “Tiens: le brave Monsieur K. El pobre nazi de Jerusalén” elegizó el Cosmósfero. Y se acható la melena con una cinematográfica femineidad de mosquetero -aunque Abel no vio puntas de alfileres en su mirada acuosa, sino pura piedad. “No lo llames el nazi, desgraciado” estuve por decirle, pero me callé. Tampoco miré a Ray, y me serví otro vaso de Valpolicella sin invitar a nadie.

En ese momento golpearon a la puerta. Abel gritó Adelante con exasperación y el Inspector Bugeia entró a la chambre silabeando un Pardon entre irónico y asqueado. Detrás -en el pasillo- se recortaba la sombra del sabueso de turno. “Ça va Marlowe” me dijo Marc, después de relojear relampagueantemente a los ilustres visitantes: “Vine a pedirte excusas por lo del sábado pasado. ¿Te avisó mi mujer? Ando con demasiado trabajo, viejo. Esta peste nuclear no deja vivir a nadie”. “Maigret no se quejaba tanto” lo toreé. Marc me mostró los dientes, sin contestarme. “¿Cómo anda el caso?” le pregunté entonces, exagerando la candorosidad. “A lo mejor yo no sé tanto como usted” sonrió Marc: “No se enoje. Pero parece que en este hotel pasan demasiadas cosas y nadie me avisa nada”. “Usted tiene a su gente para eso ¿no?” retruqué, dándome cuenta que ya no nos estábamos tuteando. Marc prendió un cigarrillo, con manos rabiosas. “Sí. Pero mis muchachos vigilan por rutina, nomás. Y se duermen demasiado” dijo después: “Desde hoy en adelante los vamos a dejar sin vigilancia. A propósito: esta mañana no pasó nada ¿verdad?”. “Nada” interfirió Ray, recomponiendo su máscara de complicidad con el prójimo: “Era un pobre loco. En serio: el ex-escenógrafo de la rue Condé”. “Muy bien” dijo Bugeia, y levantó la nariz como un lobo: “Este olor me fascina, muchachos. Es el mismo que había en Le Bateau Ivre, me acuerdo: un condimento agresivamente oriental. ¿O sudamericano, más bien? Sí: colombiano, tal vez. ¿Aquí cocinan carne con condimentos colombianos?”. Hubo un denso silencio, y el Inspector salió de la chambre a las zancadas. Entonces el Cosmófero empezó a ponerse progresivamente grisáceo y cayó despanzurrado sobre los pies de Ray, que largó un chillidito. “Oh la la” gritó Mich, abalanzádose para atender a su amado. Ray zafó sus piernas de abajo del cuerpo elefantiásico del mosquetero y saltó de la cama y le pegó una gran patada a la pared. “Ahora sí que me jodí” dijo mostrando los colmillos: “Dale, sacá a estas dos basuras de la chambre porque me falta poco para no aguantar más. Falta muy poco, pibe: te lo voy avisando desde ahora”.

EL COSMÓSFERO reaccionó con unas cuantas cachetadas y medio vaso de Valpolicella. Después los echamos. “Hasta siempre, ilustres” les gritó Ray, en la escalera: “No vuelvan nunca más, que no los precisamos”. Mich alcanzó a mirarnos con odio, antes de desaparecer. Entonces me animé a servir Valpolicella y a preparar refuerzos de paté para dos. Ray apenas probó un poco de cada cosa y se tiró a fumar un Peter Stuyvesant atrás del otro con los ojos clavados en el cielorraso. Abel se puso el piyama y cerró los postigos cayéndose de sueño, pero antes de dormirse le preguntó al riverense que utilidad podían haber tenido los sabuesos que colocó Bugeia tan a la vista del público. Ray demoró bastante en contestarle. “Bueno” dijo al final: “¿Hoy hubo alguna roncadera para ellos ¿no? Mirá que los tipos laburan a diferentes niveles, macho. Pescan de acá y de allá y después eligen a alguien y le encajan el fardo. Y se lo montan, arriba. En todos lados son iguales. Basura. Y barata”. “Bugeia es un buen tipo” protesté, ya durmiéndome. “Avisale a Bugeia que me cago en su alma” se endureció Ray: “¿A qué viene a joder acá, me podés decir? Todos tenemos coartada, detectivito. Todos menos la punga. El Cordobés Pedrito y vos estaban laburando en la taberna y el Cosmósfero y Mich allá en Favela y yo morfando con Amelot. ¿Pero Martine dónde estaba, eh?”. “Yo qué puedo saber, hermano” bostecé, dándome vuelta para evitar la luz de la portátil. Ray miró fulminentemente la calvicie de Abel, pero no dijo nada.

A los pocos minutos, el inconfundible retumbar de las botas de Pedrito me pisoteó la siesta. Entonces desistí. Me levanté de un salto me lavé me vestí abrí los postigos y hasta le pegué unas pitadas al petardo que armaron el chiquilín y Ray. Pedrito estaba enloquecido de contento con la maruja. “No se enoje, nono” me sonrió de repente: “Tengo buenas noticias. Me batieron que hay un camping de lujo, allá en Cannes. En Ranchito mismo: un poco más abajo de donde estábamos el verano pasado. Lo único que tenemos que hacer es apurarnos y salute París. Esto ya está imbancable. Y cuando venga el lorca fuerte, ni te cuento. Allá se puede conseguir una casa rodante y estamos del otro lado. ¿Cómo la ve, nonito?”. “Complicada, la veo” suspiré: “Debo quinientos mangos de la chambre, loco. ¿De dónde los voy a sacar, me querés decir?”. “¿Tanto debés?” se asombró el chiquilín. “Sí” dije: “Últimamente gasté mucho en comida y me atrasé del todo. Es una pieza cara. Y la banco yo solo, no te olvides”.

Ray se paró de un salto y empezó a recorrer la chambre. Yo ya estaba volando: ahora veía la curva de una playa desierta y aterciopelada -en los fondos del sur- donde debía tenderme hasta desenamorarme. “Che, Ray” dije de golpe: “¿No llevás la campera al lavadero, cuando puedas? La voy a precisar allá en Cannes. Y tiene un olor a segundo tiempo con media hora de alargue y media hora de penales que mata”. Nos reímos, con Pedrito. Entonces Ray caminó derecho hasta la puerta y la abrió y volvió a cerrarla, mientras murmuraba algo parcialmente descifrable. “Ahora sí que me-” alcanzó a escuchar Abel. Después se dio vuelta y se quedó mirándome, muy pálido. “Pibe” dijo con voz pausada: “¿Vamos a tomar un café al boliche de la esquina? Tengo que hablar contigo”. “Sí” dijo Abel: “Todavía tengo tiempo”. Y pensó: Ahora cuando lleguemos al boliche este se da vuelta de golpe y me pega un piñazo -aunque no supo nunca por qué lo pensó. Caminó con los ojos fijos en la espalda de su mejor amigo, viendo cómo su propia campera se desteñía hasta despojarlo del azul del verano donde su adolescencia se abrigó con la seda materna de la lluvia. Ahora el huevo celeste de París era una gigantesca flor carnívora que embolsaba mi vida: en carne y alma.

Cuando entramos al bar-tabac nos sentamos en las únicas banquetas que quedaban vacías y Ray hizo un gesto para acomodarse la melena sobre su oreja izquierda y dio vuelta la cara y me enfocó a quemarropa: entonces vi la Chimère. Hubo algunos segundos durante los que Abel se sintió traspasado por el verdor fosforecente del sótano del mundo, mientras oía murmurar: “Vos me estás jodiendo la vida desde hace muchos meses, loco”. Y los ojos decían: “Y yo voy a matarte”. Abel cayó de espaldas sobre alguien que había al lado y el propio Ray lo agarró al vuelo y lo volvió a sentar, con cara de asustado. “Pará, Abelito” dijo: “No te pongas así”. Yo me apoyé en el mostrador y cuando levanté la cara Ray tenía la mirada de mi amigo, otra vez. “No te pongas así” repitió: “No te pongas así, botija”. Abel se sintió más fuerte y prendió un cigarrillo y miró hacia las botellas que había detrás del mostrador. “Y con qué pensás matarme” pregunté: “¿Con un cuchillo? ¿O con un-?”. “No” me interrumpió Ray: “No digas eso, loco”. “Es que fue algo evidente” dije, con la mirada fija en el botellerío: “Ese brillo. Fue evidente. Es como si a una persona que no conoce el mar la ponés frente al Mediterráneo y no le decís nada. La persona se da cuenta de que es el mar, igual. Qué lo parió: pensar que si me hubiera pasado una cosa terrible acá en París hubiera recurrido a vos antes que a nadie”.

Y le puse la mano en el hombro y él se la sacudió como si fuera un tábano. “Pero qué pasa, che” pregunté, recién dándome cuenta de que no entendía. ¿No será que yo me parezco a alguien que te hizo mucho mal o algo así?”. “No” dijo Ray, haciendo una seña para pedir dos demis y mostrando -durante un segundo- su dentadura bondadosa: “El que me parezco soy yo, más bien. No te olvides que tengo un año más que vos -un año, nada más- y ya las pasé todas. No me puedo acordar qué te conté en Meudom porque estaba muy mamado. Pero te debo haber contado cosas que-”. “Yo no me acuerdo de casi nada, tampoco” dijo Abel: “Me acuerdo de lo de la gurisa, claro. Y de que fuiste preso. Pero mucho más no-”. “Basta” cabeceó Ray -y el brillo de la Chimère le volvió a hacer ahuevar acompasadamente los ojos, con un ritmo increíble: “Basta de joda, viejo. Basta de joda, viejo. Vos y yo sabemos lo que pasa. Desde el primer día. Me parece que ya hice todos los papeles -o todos los papelones- que vos quisiste ¿no?: trabajé de buen tipo de artista de payaso y de pinche. ¿No te das cuenta de que soy la cucarachita?”. Abel volvió a clavar la mirada en el botellerío y después se agarró los ojos, largamente. Viene brava, pensé: No tiene solución. ¿Qué hago? ¿Llamo a mi viejo por teléfono para que me mande buscar? No, Abel Rosso: hay mucha gente en el mundo que se está jugando la vida por otras cosas, en este momento. Y si vos no aguantás no sos un hombre: sos una gallina. Acordate de Jesús y de los que están peleando.

Abel se arrancó las manos de la cara y vació el demi de un saque. “Entonces todo te pareció una joda” dije: “Las ideas que te pedí para la trama de la policial y las que di para las esculturas y el proyecto del libro ilustrado y las novelas que te recomendé y las pálidas que nos bancamos y la campera que te presté y la pieza y la comida que pagué y-”. “Basta” me cortó Ray con la mirada opaca, otra vez: “Fue un error mío, a lo mejor. Olvidate y ya está”. En ese momento entró Pedrito al bar, emponchado y cargando el charango. “Dele, nono” me dijo: “Ya es la hora. Che: ¿qué les pasa, vo?”. “Nada” dije con ganas de abrazarme de su metro noventa y pedirle que me defendiera: “Andá nomás. Yo me voy en un taxi”. Cuando volvimos a quedar solo pedí un ron Saint-James y lo vacié de un trago y le ofrecí un cigarro a Ray, sin que me temblaran las manos. Él aceptó. “Bueno ¿y ahora qué vamos a hacer, macho?” pregunté, endureciéndome todo lo que podía. Ray sonrió amargamente. “Ustedes se van” dijo: “Y yo me quedaré esperando el giro, como siempre. Puedo irme a vivir a lo de Amelot o hacerme clochard de veras”. “Mirá, loco” desembuché de golpe: “Yo sé que soy muy yo y que puedo llegar a ser insoportablemente ególatra, pero no preciso jurarte que nunca te quise joder la vida. Yo no hice lo que vos sentiste que hice, yo-”.

Abel empezó a escuchar algo como un ronquido y dio vuelta la cara y volvió a ver la Gárgola, con sus ojos creciendo y decreciendo como burbujas verdes de un caldero sangriento. Esta vez me salvó la mujer del barman, que me preguntó al pasar si pensábamos volver a Cannes este verano. Ray dejó de roncar y saltó de la banqueta y se quedó esperándome en la puerta. Abel miró por última vez las facciones perfectas de la muchacha y pensó: Sí. Si atacaran eso yo podría patear la mesa y salir a pelear. Y no pensó exactamente -aunque lo supo de una vez y hasta siempre: Yo no me voy a defender, más que en estricta defensa propia. Ya ataqué defendiendo lo santo y ya gané: por eso me quieren limpiar. Pero yo no entro al juego. Yo estoy y estuve y estaré siempre en la batalla: para eso soy un hombre. La batalla es de hombres, pero el juego es de niños o de pobres diablos. “Bueno” dije en la puerta: “Me voy para el laburo”. Ray bajó la melena rojiblanca y arrancó caminando a las zancadas por el socavón crepuscular de la Monsieur-le-Prince. “Hasta luego, botija” me desafió desde la esquina, con un gritito sórdido.

ABEL ENTRÓ a la taberna cuando Picaflor ya estaba cantando, y se sentó a confraternizar con el Cordobés y Pedrito. La reconciliación con el Cordobés se había venido produciendo demasiado lentamente, y apuré un cubalibre y le dije al oído: “Che: ¿ese fenómeno de Houseman es de Calamuchita, por casualidad?”. “¿Viste cómo jugó?” me contestó el zorro, radiante: “Con once como ese el Mundial sería nuestro, guaso”. Abel tuvo el premio de ver la adolescencia iluminada del Cordobés (esa que él nunca más tendría) y se estabilizó durante un rato donde también necesitó hablar con la hermosa patrona embarazada y mirarse con el ovejero cantor de pupilas humanas. Pero después de hacer un buen pasaje y prender un cigarro y sorber otro cubalibre como un equilibrista, el miedo me aplastó. Ni siquiera sonaba la voz que no me pertenece repitiendo Lo que hay que hacer es escribir, con el ritmo de un faro: no me quedaba nada.

Entonces me miró. Me miró fijo desde la banlieue sud antes de atravesar la noche y corporizarse en una punta humosa del mostrador. Antes de sonreírme. Me abalancé al teléfono y disqué el número de Bénédicte y la escuché atender enseguida: ella tampoco pareció sorprendida a pesar de que era yo el que llamaba. “Qué pasa” preguntó. Y agregó, intimidada: “¿Sabés que justo en este momento estaba pensando en vos?”. “Sí” le dije: “Ya sé. Tenía ganas de hablarte, nomás. Pero no pasa nada”. Hubo un silencio hondísimo y muy corto. “¿A qué hora terminás de trabajar?” preguntó Bénédicte. “De mañana, cosita” exageré: “Generalmente de mañana”. “Bueno” argumentó ella, con una extraña autoridad: “Pero podés decir que no te sentís bien. Y los otros se las pueden arreglar solos. ¿Siempre hacen así, no?”. Abel sonrió. “Sí. Pero no te entiendo” dijo. “Mi madre quiere escucharte cantar hace bastante tiempo. Y yo me voy dentro de dos días” argumentó complejamente la chiquilina: “Tomate un tren y vení, dale. Y te quedás a dormir en casa”.

Entonces me di cuenta de que estaba mirándome como a su Hijo, otra vez. Nada de amor humano, pensé: Nunca has estado ni estarás enamorada de mí, Peluca de Plata. Nunca. “Qué pasa, Abel. Decime qué te pasa” insistió Bénédicte. No me lo pidió por favor. La voz estaba desequilibrada por esa durísima ternura que uno carga como una cruz inútil desde antes de ser alguien. “No pasa nada” dije: “Te agradezco, pero justo esta noche tengo que dormir en mi cuarto. Y no es porque me vaya a acostar con ninguna puta. Cuando nos veamos mañana o pasado capaz que te lo explico”. Ella quedó callada. Evidentemente estaba contrariada y hasta celosa, aunque no de ninguna mujer. Ella estaba celosa de mi soledad. Y ninguno de los dos podíamos hacer nada para cambiar “el rumbo de las cosas”: nadie puede hacer nada contra eso. Aunque dependa de nosotros hacer que pase eso, pensé. El alcohol me había puesto demasiado filosófico, así que decidí colgar de urgencia. Pero ella me dio el golpe de gracia antes de despedirnos. Pobrecita, pensó Abel sacudiendo la cabeza cuando escuchó la voz de su Señora recomendando a la distancia: “No tomes demasiado, Abel”. “Seguro” contesté. Y besé -sin hacer ruido- el tubo del teléfono.

HUBO UN momento de la noche en que pensé comunicarme con Ramón, incluso. Pero eso hubiera sido algo tan cobarde como llamar a Montevideo. Lo de la nena fue otra cosa y a su modo sirvió, Caballero de la Triste Figura. (Por otra parte: ¿alguien habría sido capaz de entender algo sobre el asunto? Ni yo mismo alcanzaba a creerlo mientras me frotaba la entrepierna en el violentamente vomitado toilet de la Reja. Pero podía entenderlo, sin embargo. Ahora ya lo entendía.) Lo que tenía que hacer ahora era tomarme un taxi hasta el Stella y subir mansamente la escalera y mentirle a Colette  con hastiado cariño y sonreírle al fantasma de Sinclair y extrañar al sabueso y meter la cabeza en la chambre del león. Pero sin atacar ni defender a nadie. Éramos inocentes. Y lo sabíamos bien. Podíamos estar jodidos, por supuesto. Pero no podridos: los podridos no se agrietan las manos con el barro del campamento donde tiritan las milicias de la redención, querido Cide Hamete. De modo que Tú a pie tú solo tú intrépido tu magnánimo, Caballero de la Fe. Y que ladren los que ladran.

En la chambre 22 no había nadie. La luz estaba prendida, y sobre mi cama encontré El pozo abierto y subrayado en el comienzo del capitulito que dice: Sólo dos veces hablé de las aventuras con alguien. Lo estuve contando sencillamente, con ingenuidad, lleno de entusiasmo, como contaría un sueño extraordinario si fuera un niño. El resultado de las dos confidencias me llenó de asco. No hay nadie que tenga el alma limpia, nadie ante quien sea posible desnudarse sin vergüenza. Lícito, pero no valedero -pensé: Literalmente paranoico, Terry. Después me puse el piyama y prendí un Peter Stuyvesant y esperé a Ray. Llegó casi enseguida. “Qué linda está París para caminar de noche” dijo, sin atreverse a mirarme. Yo me atreví a mirarlo, en cambio: ahora la Chimère brillaba a media máquina, como funcionando con baja tensión. El riverense se tiró en la cama sin desvestirse y Abel terminó el cigarrillo y se sintió vencido, pero por el sueño. Y me dormí, nomás.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+